viernes, julio 5, 2024

18 de diciembre 2023: Chile posneoliberal

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El prefijo “pos” (al contrario de lo que podría indicar el sentido común), por lo general sino siempre, anuncia que algo –un fenómeno, un tiempo, un sistema– se ha confirmado, alcanzando no solo regularidad en su funcionamiento, sino que también un anclaje en las subjetividades, articulando el régimen de la idea o ratificando el vigor y solvencia de su inmanente consolidación. Podríamos decir, de otra forma, que sea lo que sea que siga al “pos”, es su propia confirmación y no su anulación.

En este sentido, solo por dar un ejemplo, cuando hablamos de posmodernidad no se estaría expresando una superación de la modernidad como proyecto filosófico, político o cultural, por el contrario. Aquí el “pos” configura un imaginario en donde la modernidad es, de otra forma tal vez, pero sigue siendo; el solo hecho de que el sustantivo modernidad sea secundario, no implica su fin, jamás su tachadura ni menos el olvido de los principios que la impulsaron a ser época, tiempo, era.

El “pos” de la modernidad no es otra cosa que la inseminación de un paradigma que pasó a ser frecuencia subjetiva permanente, más allá de que la proliferación de sus valores o axiomas parecieran propulsar una suerte de desafiliación en el que el perímetro de lo individual se ensancha y extiende; el “pos” no es la sutura de la modernidad, es su vitalización cierta al compás de un tiempo histórico certificado. Lo mismo pasaría con palabras como poshistoria, posindustrualismo, posverdad, en fin.

Y todo esto para referirnos, así, inicialmente y todavía sin mucha cardinalidad, a lo que ocurrió ayer en Chile y que, como sabemos, vio fracasar un tercer intento de cambio constitucional en menos de 10 años. Este nueva derrota, a partir de un plan restituyente perfecto en donde no había alternativas para blufear a la derecha, generó las condiciones de posibilidad para que aquello que se diseminó como el contra-significante amo de una transformación radical –y que dirigió en gran parte el espíritu reivindicativo de una revuelta metabolizado después en Asamblea y propuesta constitucional– sea repuesto en su estado y naturalizado en su historia; una historia que ahora va más allá de sí misma y que, con toda la legitimidad del protocolo y los procedimientos, se ve inyectada y sobresaturada de “estabilidad”.

Esto es, pienso, el Chile posneoliberal. Uno que ya no necesitará de excusas, de disculpas ni de defensas, puesto que su estructura tendió a la calcificación dando cuenta, a la vez, de una musculatura que alcanzó un vigor sin proporciones.

Este posneoliberalismo que, como se ha dicho, no es más que un estadio superior del neoliberalismo mismo y nunca su superación, no solo alcanza una inédita densidad legitimante (cuando menos en lo procedimental), sino que se naturaliza, reifica y deifica; recompone la prédica josepiñerista- guzmaniana como el ethos principal, al tiempo que trae de vuelta victoriosos a sus fantasmas; esos que, ahora, en este justo y singular momento de nuestra bizarra saga histórica, se alzan por encima de ella planeando indolentes y coreando a dúo la partitura de su triunfo y la pompa de su proyecto, pareciera, invencible.

Lo anterior no implica que los ecos de Octubre, de la Revuelta, no sigan resonando. Están ahí, coordinados o descoordinados en alguna extraña zona desde donde nos alcanzan. La historia que hoy nos toca vivir, la canonización del neoliberalismo en su versión “pos”, no puede explicarse sin ese movimiento telúrico que abdicó de las formalidades y perforó la normalidad de un país hiper-satisfecho con su gruesa corteza institucional. Octubre y su magma transformador resta, se injerta y es conciencia suplementaria, invisible quizás, de un país que hoy celebra el repacto con el libre mercado.

Y aquí aparece una grieta por donde parece filtrarse, al menos, una esperanza filosófica, teórica o simplemente analítica de cara a este Chile posneoliberal o posconstitucional. Es necesario preguntarse qué fue del Estado; dónde deambula esa entelequia perforada por el neoliberalismo que tendió a su extinción en las últimas décadas y que, como se intuye a partir del indesmentible triunfo de la máquina chicago-gremialista, pasará definitivamente al área de los espectros. Esto nos abre una zona no menos densa en relación al fantasma-Estado. Necesitaremos entonces de una suerte de nueva teoría política, una que reivindique cierta espectrología-estatal en la que el pensamiento, en cualquiera de sus múltiples estrategias, nos regale un pálpito. Una suerte de punto de fuga que nos permita, al menos en algo, comprender la vertebración determinante del hommo neoliberal.

Hay un pasaje en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño que siempre me pareció algo indescifrable pero que hoy, al día después, parece tener más sentido. El personaje García Madero le pregunta a Arturo Belano qué son los real visceralistas, a lo que éste le responde: “los actuales real visceralistas caminaban hacia atrás”; – “¿cómo hacia atrás?” lo increpa García Madero; – “De espaldas, mirando un punto pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido”, sentencia Belano.

Quizás este país posneoliberal, por defecto de su misma inclaudicable ratificación, nos exija caminar hacia atrás, pensar de otra forma, abrirnos a la indeterminación de una no llegada, aunque nuestros pasos vayan a la contra y la dirección sea a la inversa; aperturando una política de la im-politicidad –no de la imposibilidad– que nos reúna en la esperanza de un nuevo flujo.

Javier Agüero Águila
Javier Agüero Águila
Doctor en Filosofía. Académico Universidad Católica del Maule.

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