lunes, septiembre 16, 2024

Los delirantes: El “sociologismo” y las nuevas humanidades                                                

Después de 5 años de haber irrumpido la revuelta, el sociologismo se ofrece como el dispositivo orientado a purificar el espacio cognitivo de la contaminación experimentada por la irrupción de las escrituras alternativas

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Resulta interesante el nivel de ignorancia que existe entre los académicos acerca de qué son las humanidades. La reciente columna publicada en El País del Dr. Alfredo Joignant titulada La responsabilidad de los intelectuales así lo confirma[1]. Su planteamiento se puede resumir en la fórmula: los “intelectuales públicos” que, cual Ulises frente a las sirenas, habrían “sucumbido” al encanto de la revuelta, solo interpretaron y sobre interpretaron el fenómeno sin hacer uso de “dato empírico” alguno –como si el “dato” tuviera más legitimidad que la experiencia. Justamente, la pregunta reside en las condiciones que hacen posible que algo así como un dato pueda “más” que la experiencia, aunque simplemente no sea otra cosa que una simple traducción estadística de aquello que muchas veces todos sabemos.

De más está decir que ésta ya es una “interpretación” por parte del sociologismo cuya episteme pretende neutralidad y “objetividad” científica. De más está decir que con la exigencia que Joignant plantea hacia dichos intelectuales, esto es, que reconozcan su fracaso interpretativo, que sean “honestos”, en rigor, el sociologismo se muestra como lo que es: un dispositivo policial (es decir, puramente gubernamental y administrativo, exento de toda crítica) orientado a imponer su episteme y su moral como la única válida deslegitimando así las escrituras que han provenido desde la ensayística y las humanidades bajo el epíteto “delirante”. En esto consiste su prepotencia y, a la vez, su ignorancia respecto de los debates en torno a las humanidades.

En la medida que lo que está en juego es un asunto de saber-poder, el lugar de enunciación de Joignant no es, del todo lo que podríamos llamar la sociología y las ciencias sociales, cuya diversidad y profundas discusiones resultan clave en la medida que el sociologismo es precisamente una sociología que ha prescindido de esa sociología crítica que inspiró a Lechner y aún a Moulián que ha sido crucial para toda lectura del presente. Justamente, tales ciencias sociales podían aún devenir contemporáneas, el sociologismo como el que defiende Joignant solo da para análisis de actualidad.

En este sentido, lo que en varias columnas he llamado sociologismo puede ser entendido como un discurso sociológico positivista devenido imperialismo epistemológico orientado a imponer su concepción del mundo sobre otras escrituras. En este sentido, el sociologismo es un régimen de la fuerza. Tal imperialismo va de porta consigo una concepción tecnocrática del saber en las que el vocabulario gerencial impone su lengua y reservan para sí toda legitimidad del saber. En este sentido, la fórmula de Joignant sería, algo distinta a aquella defendida por Marx: los intelectuales han interpretado la revuelta, de lo que se trata es de medirla. Exigencia por una medida que, paradójicamente, sólo puede ser desmedida, y que muestra cómo ese sociologismo no es otra versión más de la vieja estratagema sofista en la medida que apela a la cuestión de la fuerza: imponer su narrativa, imponer su lectura.

Por supuesto, no se trata aquí de contraponer las humanidades a los “datos empíricos” o la fenomenología al positivismo; vieja discusión que históricamente se expone magistralmente en la Escuela de Frankfurt donde toda investigación social no implicó jamás renunciar a la crítica y desconocer la irrupción de otros lugares de enunciación cristalizados en las humanidades.

Se trata, más bien, de advertir la prepotencia del sociologismo y su sofistería ahí donde abunda su ceguera frente al presente cuando descalifica otras lecturas que no coinciden con la suya.

Joignant califica de “delirante” las nociones largamente pensadas por las escrituras alternativas al sociologismo donde los nombres de Mario Garcés, Nelly Richard y el mío, aparecerían como parte de esa trama. Sin embargo, el sociologismo viste de ciencia lo que, en rigor, es política: sintomatiza una disputa por la narrativa de la revuelta en la que, por un lado, éste se vio fuera de lugar, sin nada que decir, más allá de la circulación de categorías como “anomia” o “malestar” que propiciaron la interpretación policial del momento de la revuelta de Octubre de 2019; por otro, el sociologismo –después de 5 años- parece pretender aprovechar la marea restauradora para volver a gozar de su potestad de siempre, recuperar su viejo reino, aquél en el que podía determinar su lengua. Justamente lo que el sociologismo no soporta es no comprender qué puede ser el “margen”, qué la politicidad de los devenires imaginales de un momento que ponía en tela de juicio al progresismo “republicano” de corte portaliano.

El sociologismo cree ser el único autorizado para hablar del Chile contemporáneo cuando, en rigor, ocurrió que, precisamente porque la revuelta de Octubre de 2019 fue una “conmoción” profunda que le sobrevino al Chile transicional, ella implicó la fisura de la lengua dominante a la que ese Chile respondía. Conjuntamente a otros saberes, el sociologismo fue parte de dicha lengua que hoy aparece completamente arruinada como arruinado yace el pacto oligárquico de 1980. Arruinado pero vigente. He aquí la cuestión espectral en la que nos situamos.

La cuestión crucial es que, tal como el propio Dr. Joignant reconoce entre líneas, la revuelta de Octubre de 2019 subvirtió los saberes y su lengua dominante, visibilizando modos de escrituras diversos.

Otras humanidades que podríamos calificar de “populares” que, desde distinto tipo de margen, incluso, los márgenes de la propia institución universitaria, irrumpieron bajo otros modos de lectura. No significa que dichas humanidades no existían. Más bien, significa que la revuelta las potenció ofreciéndoles una nueva inteligibilidad y posibilitando que éstas ofrecieran un nuevo dialecto.

Precisamente, si la transición implicó la instauración de una lengua dominante, aquella de la administración a la que pertenece el sociologismo, la revuelta implicó su crítica y otro dialecto del cual el sociologismo carecía: las escrituras que comenzaron a trabajar sobre ellos necesariamente debían ir a contrapelo del sociologismo porque era precisamente su cartografía la que estaba siendo impugnada.

Me parece que es precisamente la destitución de la lengua dominante por parte de este pequeño dialecto que se fue urdiendo, lo que Joignant no logra comprender: otras humanidades, otros modos de expresión del pensamiento frente a una lengua dominante respecto de la cual, el sociologismo del Dr. Joignant fue siempre, durante la transición, parte interesada.

Su sociologismo impone una concepción de la historia: la historia, nos pretende enseñar el Dr. Joignant, se mide por los “resultados”. Como si la historia fuera una empresa o una fábrica de “hechos”; ceguera que no puede interrogarse por las condiciones acerca de las cuales algo así como un “resultado” puede ser considerado tal.

¿No es una “interpretación” y de las más conservadoras, aquella que sostiene que la historia se mide por sus “resultados”? Parece que el sociologismo del Dr. Joignant se come su propia cola: critica la exclusiva “interpretación” de los “intelectuales públicos” como si en él no hubiera interpretación.Ideología se llama eso y de la más banal. Justamente, esa idea, que autoriza al sociologismo como única narrativa posible es precisamente el síntoma del delirio mismo.

Después de 5 años de haber irrumpido la revuelta, el sociologismo se ofrece como el dispositivo orientado a purificar el espacio cognitivo de la contaminación experimentada por la irrupción de las escrituras alternativas. Una operación tecnocrática que se intensifica por todos lados –también y sobre todo en el sistema de investigación y sus universidades- donde la subversión aún marca sus huellas y donde no sigue obedientemente los consejos del pastorado. 

Quizás, el sociologismo, que no arriesgó nada, que no dijo nada y que, precisamente por eso, quedó fuera de juego durante la revuelta porque carecía de cualquier vocabulario por el cual pensarla, hoy pretende reivindicar sus viejas potestades e intenta terminar la tarea restauradora en el campo del pensamiento. Al hacerlo, culpa a dichos “intelectuales” del fracaso histórico, del “resultado” que parece ser incuestionable y definitivo, los culpa de haberse dejado seducir por el acontecimiento.

Nos dice: fueron seducidos y no vieron la realidad (justamente los “datos empíricos” que el sociologismo reivindica). La operación es precisa: al no usar “datos empíricos” dichos intelectuales interpretaron y habrían llevado al país a su perdición. Al dirigir la “culpa” a los “intelectuales” exculpa de toda crítica al sociologismo mismo, impide todo cuestionamiento a su modus operandi como dispositivo de saber-poder al interior de esa compleja fábula portaliana que llamamos transición.


[1] https://elpais.com/chile/2024-09-02/la-responsabilidad-de-los-intelectuales.html

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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