jueves, octubre 10, 2024

La pudrición: El caso “audios” en un 11 de septiembre de 1973

Así, que la lengua del poder se haya hecho visible no significa que hayamos restituido nuestras potencias y podamos movilizarnos contra ella. Al igual que el genocidio en Gaza que todo el mundo ve, escucha y palpa, pero redunda en una enorme impotencia a la hora de actuar, aquí el caso audios nos ofrece un House of cards criollo que contemplamos sin poder actuar, sin poder movilizarnos.

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Paradójicamente, la corrupción sobrevenida tiene el efecto de la transparencia. Todo queda expuesto, de manera obscena al público, no hay censura ni contención, nada ni nadie se inhibe, los mensajes están ahí, los actos, el modus operandi que está lejos de remitir a “personas” como a lógicas, prácticas institucionales que han sido naturalizadas, pero que hoy aparecen extrañas, disfuncionales como si un leve umbral se hubiera movido y un conjunto de piezas que calzaban en algún momento ya no pudieran hacerlo.

Justamente, la aparición de los WhatsApp de Hermosilla, otra vez, deja expuesto el esqueleto del pacto oligárquico de 1980. Lo que en otro momento podía permanecer en secreto hoy día sale a la luz. Se trata de que el pacto oligárquico de 1980 que otrora operaba centrípetamente generando todo un movimiento hacia “dentro” (centralización, secretismo, etc.) hoy día ha comenzado a funcionar centrífugamente exhibiendo su reverso ominoso. De esta forma, el pacto ya no funciona como fuerza de contención y neutralización de las fuerzas sino como dispositivo de exhibición de las mismas, como si él mismo hubiera devenido en un gran espectáculo.

Justamente en eso consiste el leve umbral que se ha movido. Un movimiento leve, pero decisivo, que ha hecho que la máquina portaliana articulada por el pacto de 1980 experimente su agotamiento, es decir, que su capacidad para producir el secreto (su fuerza centrípeta que tenía posibilidad de centralizar autoritativamente todos los procesos) haya implosionado.

El único secreto de la máquina es precisamente que no tiene ningún secreto, que tras ella no hay nada ni nadie, que quienes intentar urdir su corrupto funcionamiento quedarán expuestos. Todo se sabe. El buenismo “democrático” le llama a eso “democracia”.

En rigor, es precisamente su crisis, quizás, su hundimiento largo y definitivo. Porque la transparencia no activa las potencias para incidir sobre el problema sino todo lo contrario: ha generado una experiencia de impotencia que, me parece, deberíamos asociar a la de un pánico permanente. No hay más “miedo” sino “pánico”.

Con el miedo podemos actuar (por ejemplo, huir del peligro), pero con el pánico solo hay parálisis. Parálisis que puede asumir la forma de una huida, sin duda, pero que, a diferencia del miedo, no resulta racionalizable en virtud de la existencia de un objeto que cause el peligro, sino precisamente en razón de la ausencia de uno: no hay más “jefe”, no habrá más “ilusión” –dirá Freud, respecto de las instituciones sociales. Y si no hay “ilusión” no habrá promesa alguna. Y fue precisamente la revuelta de Octubre de 2019 la que destituyó a ese jefe y abrió el leve umbral por el que hoy la máquina expone su fisura, su agotamiento.

Hoy, que se cumplen 51 años del golpe de Estado que refundó la máquina portaliana es menester advertir que estamos en un problema muy grave: por un lado, vivimos en una institucionalidad vacía que solo produce pánico; por otro, en un escenario en que frente a ello no podemos movilizarnos sino que experimentamos una parálisis de proporciones. Sufrimos un mal, pero no podemos curarnos de él, sabemos que estamos en un problema, pero no podemos solucionarlo.

El abuso se intensifica. Sin embargo, como muestra el caso “audios”, no solo se trata de un abuso que está totalmente institucionalizado, sino de aquél que se revela como la materia misma sobre la cual se forjó la institucionalidad de 1980.

Como buen pacto oligárquico, el de 1980 no podía constituirse sino es a partir de un “abuso institucionalizado”. Ahí donde miles desaparecieron, miles fueron torturados o exiliados, otros miles ejecutados, en esa violencia se erigió un pacto de 1980 hecho por los poderosos para los poderosos en desmedro de las grandes mayorías del país.

En cuanto “materia” de dicha institucionalidad hoy la experimentamos directamente de manera “transparente”. Podríamos decir a propósito del “caso audios” que hoy escuchamos el funcionamiento de la máquina, escuchamos la ferocidad de su lengua -una lengua que no es otra que la del golpe de 1973-  y, de la cual, quedamos totalmente enterados de sus secretos. Un poder sin secreto simplemente no puede ejercerse como tal, salvo a través de una intensificación de sus formas de violencia. 

Es, por tanto, el fin del ciclo de los 50 años, el fin de su ilusión, precisamente: el régimen nada tiene para ofrecer, nada puede prometer a los pueblos de Chile. La pudrición es irreversible y, sin embargo, sádicamente nos mantenemos en ella. En ese goce.

Así, que la lengua del poder se haya hecho visible no significa que hayamos restituido nuestras potencias y podamos movilizarnos contra ella. Al igual que el genocidio en Gaza que todo el mundo ve, escucha y palpa, pero redunda en una enorme impotencia a la hora de actuar, aquí el caso audios nos ofrece un House of cards criollo que contemplamos sin poder actuar, sin poder movilizarnos.

Este es, precisamente, el problema en el que estamos: por un lado, experimentamos el pánico de una pudrición irreversible (Hermosilla es su mejor representante) que, a la vez, se ha negado a examinar sus propias posibilidades de salida (dado que se cerró el proceso constituyente “desde arriba”). Así, vivimos la ruina de un sistema completo, pero, en virtud del pánico sufrido, parece que no podemos actuar para cambiarlo. Esta es nuestra catástrofe, esta es nuestra miseria.

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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