La llegada de Andrés Chadwick al primer gobierno de Sebastián Piñera fue en medio del desembarco de los políticos a una administración en la que los llamados “técnicos” tenían demasiada preponderancia. Con su figura papal y su tono plagado de una parsimonia transicional, Chadwick fue el vocero y luego el ministro del Interior de una administración repleta de voluntarismo y carente de sentido republicano.
Él, decían, traía esa supuesta República, esa “voluntad de acuerdos” con la que algunos han tratado de definir la transición democrática chilena donde no se acordó nada.
Su silueta regordeta y su hablar bonachón eran una garantía del “diálogo democrático” y la “gobernabilidad”.
Por esto mismo acompañó a Piñera en su segunda campaña y su vuelta al gobierno. Él- luego de un Rodrigo Hinzpeter que, con la cola entre las piernas, volvió a su mundo, al privado- era la nueva cara del piñerismo, el encargado de darle cierto relato democrático a un gobierno manejado por alguien que de relatos sabía bastante poco.
El expresidente en la boca de su primo Andrés obtenía cierta solemnidad que claramente él por sí solo no conseguía. Con ese mismo ritmo calmado y sacerdotal, el 2018, Chadwick dijo que el gobierno de su familiar no avanzaría en un cambio constitucional que su eterna antecesora, Michelle Bachelet, había impulsado durante su administración. Lo señaló tajantemente en Icare como si estuviera recitando los Santos Evangelios. Ante esto, ese partido político sin militantes llamado el empresariado chileno lo aplaudió. El entonces ministro lograba nuevamente darle tranquilidad a quienes veían en él la cordura y la sensatez.
Y es que esa es la gracia del hoy gran factótum de la UDI y el piñerismo: da tranquilidad. Por eso Luis Hermosilla siempre calmaba a sus clientes y amigos señalándoles que Chadwick tenía conocimiento de algo o que había hablado con él. Era su aval moral.
Todo lo que el abogado decía que le había dicho quien fuera el número dos del gobierno de Chile Vamos era para quedarse tranquilo. Él manejaba la situación. Él tenía todo bajo control. Él era la certeza, el hombro en que afirmarse, el cuerpo detrás del que esconderse.
El llanterío del gabinete de Piñera ante la acusación constitucional en su contra se entendía por esto mismo. Los ojos llorosos de Blumel y compañía eran porque se había inhabilitado al intermediario con Piñera. Habían quedado solos y tendrían que comunicarse directamente con alguien como el expresidente que no se comunicaba con nadie más que con él mismo; que no conversaba, sino que hablaba en la soledad de sus propias certezas, sin jamás poder establecer un lazo realmente sólido, a pesar de que se diga hoy lo contrario.
Por lo anterior no debería no llamar la atención que Chadwick haya intercedido ante la CMF a favor de la empresa de los hermanos Sauer, clientes y chequera de “Lucho”, como se ha conocido en diferentes medios nacionales. Hizo lo que sabe hacer: darles seguridad a los suyos, usar esa imagen de “hombre de diálogos”, según el relato transicional, para meterse ahí donde no es bien visto meterse, confiando en que, si lo hacía él, no pasaba nada.
Total, su voz, su cara de hombre serio, podría acallar toda duda, toda sospecha de que lo que estaba haciendo no era correcto. Los chats rascas, los yates y los jets privados de nuevos ricos adquirían un manto señorial si es que estaba Andrés bendiciéndolos. Lo demás se veía en el camino.
Todos lo que lo defienden hoy en su partido dicen que lo conocen y no dudan de su integridad. Lo hacen casi como si siquiera suponer algo oscuro en sus acciones fuera una ofensa no a un hombre, sino a un símbolo, a un ethos que, con la muerte de Piñera, intentaron de crear para así darle a Evelyn Matthei algo que heredar.
Es que tener cara de serio sirve para mucho. Con ella puedes hacer lo que quieras. La imagen lo es todo, decían por ahí.