La cuestión palestina pone de relieve un asunto del todo crucial en la historia del colonialismo: la cuestión del “derecho a la defensa”. ¿Quién puede defenderse, bajo qué circunstancias, por qué? En su bello libro Defenderse, Una filosofía de la violencia la filósofa feminista Elsa Dorlin se propone trazar una genealogía del derecho a la defensa. La clave en su argumento es que el horizonte moderno inaugura el “derecho a la defensa”, pero al precio de concebir a un conjunto de poblaciones a las que no se les reconocerá dicho derecho.
Según el contractualismo cada individuo está premunido de un poder y puede perfectamente usarlo en razón de la defensa y conservación de su vida. Pero en aquellos que no son considerados sujetos, no habría existido el reconocimiento del uso de dicho “poder”.
Así, los esclavos negros habrían sido vistos como cosas, o los colonizados por parte de las potencias metropolitanas europeas, carecerían de ese “derecho”. Muy fina y siempre flexible –supeditada a las luchas del momento- sería la frontera entre aquellos que pueden usar el derecho a la defensa (y, por tanto, resguardar su vida) y aquellos que no podrían hacerlo: “¿Quién tiene derecho a defenderse por el hecho de disponer de un arma?” –pregunta Dorlin. “(…) el derecho de portar armas fue tradicionalmente un privilegio conferido a la nobleza (…)” –señala.
El derecho a defensa habría sido siempre una reivindicación de los opresores, pero, a su vez y de un modo tácticamente disímil, también lo habría sido desde el punto de vista de los oprimidos. En otros términos, el conflicto histórico y político residirá precisamente en que quien puede detentar el derecho a defensa (y, por tanto, usar un arma) será considerado sujeto y quien no, será sometido reducido a cosa, expropiado enteramente de cualquier uso de su poder.
A esta luz, Dorlin pone como uno de las figuras clave en las que los oprimidos se autorizaron a poner en práctica su derecho a la defensa el famoso ghetto de Varsovia. Los judíos en el ghetto eran considerados “parias” por los nazis y, por tanto, estaban privados de su estatuto de “sujetos” con el efecto inmediato de estar impedidos, por esta razón, de ejercer cualquier derecho de defensa. Dorlin muestra cómo las técnicas desarrolladas por los judíos desde principios del siglo XX para resistir frente al antisemitismo, terminaron constituyendo a un “sionismo militarizado, colonizado y colonialista” que, bajo el enunciado del “derecho a defenderse”, dará origen al Estado sionista en 1948. En otros términos, el Estado sionista habría sido creado gracias a una apropiación que los opresores habrían hecho de las prácticas marciales y de resistencia que habían creado los oprimidos. De esta forma, el colonialismo desplegado por el sionismo se afirma sobre un “derecho a defensa” como si dicho Estado fuera el “oprimido” frente al asedio palestino.
El punto decisivo es que a los oprimidos jamás se les da dicho derecho, sino que se les expropia de él una y otra vez. Por eso Fanon, al principio de Los condenados de la tierra afirmaba que “(…) la descolonización es siempre un fenómeno violento (…)” pues lo que está en juego es precisamente la disputa histórica y política en torno a las fronteras de los que pueden y los que no pueden ejercer el derecho a defensa, de los que están autorizados y los que no lo están para hacer uso de armas. Desde el punto de vista colonial, los colonizados están privados de todo derecho a defensa. Por eso, el hecho de que puedan defenderse resulta una afrenta para su sistema. En este sentido, la defensa de los colonizados siempre sorprenderá a los colonos porque éstos últimos no dejarán de creer en la tautología de que quienes son colonizados lo son porque no pueden ejercer dicho derecho y, a la vez, no pueden ejercer ese derecho porque son colonizados. De ahí el célebre epígrafe tomado del 18 de Brumario de Marx utilizado por Edward Said en Orientalismo, según el cual, “ellos no pueden representarse a sí mismos, deben ser representados”. Así como se habla en nombre de los que supuestamente no tienen habla, también se hacen defensas “humanitarias” en nombre de quienes no pueden defenderse.
La cuestión palestina está, sin duda, atravesada por este problema. No sólo porque la cultura de la resistencia configura un conjunto de “prácticas marciales” diría Dorlin que han aprendido a desactivar al régimen colonial, sino porque desde que en 1917 se promulgara la Declaración Balfour por parte de Gran Bretaña, que los palestinos no han sido reconocidos como un pueblo. Al no serlo, la mirada colonial británica primero e israelí después, niega que los palestinos sean un sujeto político que pueda ejercer su derecho a defensa.
Más bien, cuando lo ejerce, entonces habrá que hacer lo imposible para expropiarles ese derecho y restituir la jerarquía colonial. Por eso, ni la Declaración Balfour, ni los 76 años de colonialismo sionista han reconocido jamás al pueblo palestino como sujeto político. Los grandes oligopolios mediáticos, desde la que articulan una permanente retórica sionista, “condenan la violencia” solo cuando los palestinxs se sublevan, pero no cuando algún informe internacional denuncia la situación de apartheid y los crímenes de lesa humanidad que comete el sionismo. Tal asimetría no es casual: es parte de la asimetría instalada por el paradigma colonial que autoriza a unos (los blancos y colonos) a ejercer su “derecho a defenderse” privando a otros de él (colonizados). Solo quienes son considerados sujetos pueden ejercer su derecho a defensa.
La narrativa mediática insiste en la equivalencia entre las violencias. Pero, al hacerlo, todo empate siempre tiene el efecto político de permitir el triunfo del opresor porque, precisamente, neutraliza la voz y acción del oprimido. El primero tiene derecho a la defensa en cuanto es considerado sujeto “civilizado”. El segundo porque es sólo un bárbaro que no puede “representarse a sí mismo, sino que debe ser representado”.
A esta luz, es preciso considerar que calificar la subversión anticolonial palestina como un acto “terrorista” no hace más que despolitizarla para situarla, única y exclusivamente, como un asunto de seguridad. En cambio, proponer la reciente incursión de las milicias palestinas en Israel como la reivindicación de un “derecho de defensa” en la que se juega un largo y tortuoso proceso de descolonización y la composición de una cultura de las resistencias, permite politizar las subjetividades aquí desenvueltas y atender a la voz y práctica de los sublevados.
Los palestinos ejercen su derecho a defensa y, con ello, devienen performáticamente, sujetos, a pesar de que las potencias euroatlánticas solo los reconozca en su sentido demográfico, como poblaciones y no como pueblos. De esta manera, los palestinos tienen derecho a defenderse frente a quienes han usurpado sus tierras, han aniquilado a sus familias, confiscado sus propiedades y han establecido un régimen de apartheid que, precisamente, pretende privar al pueblo palestino de ejercer ese derecho. Israel, por su parte, jamás ha ejercido su “derecho a defensa” sino siempre su “derecho de conquista”. En este sentido, solo podremos entender la cuestión palestina si atendemos el modo en que ella se plantea como un laboratorio jurídico, político y tecnológico que se exportan hacia las diferentes formas de violencia que ejerce el capitalismo global: si hoy asistimos al triunfo del neofascismo por doquier es precisamente porque las democracias han introyectado el otrora dispositivo colonial que se actualiza en Israel, en otros términos, porque se experimenta una “israelización” del planeta donde las poblaciones experimentan un proceso de expropiación tal que se convierten en nuevos “palestinxs” a los que se les priva de sus derechos más mínimos.
En este sentido, lo que estamos viendo hoy en Palestina no es un acto “terrorista” sino, un momento –otro más- de su “defensa” anticolonialista. Si se quiere, no estoy diciendo si los palestinos deben o no ejercer su derecho a defensa, sino que, de hecho, más allá de la prohibición del colono, lo están haciendo y tendríamos nosotros que pensar el carácter político de dicha acción. Sobre todo, si esta incursión se inscribe en un nuevo, complejo y no lineal proceso de descolonización que parece estar teniendo lugar a nivel global y que replantea la lucha palestina, difuminando al horizonte instaurado por los Acuerdos de Oslo entre 1992 y 1993.
Se trata del rostro de los pueblos que sale a flote. Y si Israel considera esta incursión el equivalente a lo que EEUU consideró el atentado a las Torres Gemelas, su respuesta será brutal y fuerte, sin duda. Pero no podrá contrarrestar la lucha del pueblo palestino por ejercer su derecho a defensa que, bajo múltiples formas de resistencia lleva 76 años y que, en estos días, como después de mucho tiempo, ha logrado exponer la vulnerabilidad de la máquina sionista. Precisamente, la imagen de la grúa destruyendo las rejas es la imagen redentora por excelencia. Aquella que condensa el anhelo de los pueblos que no renuncian a las mil formas de resistencia.