La sobre-exposición de Allende, su figuración trágica, el exceso de su monumentalización, la conciencia desventurada de su posición ética ante la traición, el abuso de su imagen como expresión de lo sido y anverso del “nunca más” de los crímenes de odio componen el peligro consumado de su desaparición. El desgarro histórico de la persona de Salvador Allende y el de su fantasma constituyen el legado de una obra des-obrada por la dictadura y los gobiernos de la izquierda tradicional (de Patricio Aylwin a Gabriel Boric). La monumentalización, la lágrima fría en el bronce de su estatua, las luminarias proyectadas con su imagen, un día antes de la conmemoración de los 50 años del golpe, sobre los muros blanqueados de La Moneda, trabajan en la farsa de su simulacro y, así, en la ausencia total de Allende y su legado en los lugares institucionalizados por la dictadura y su correlato conceptual en la Constitución de 1980.
Allende desplegado por la máquina del arte administrado por el Estado y el consorcio de los medios de comunicación movilizan la sobre-exposición del mito de Allende. Exponerlo, exponerlo, exponerlo para vaciar la sustancia ética en la circulación de signos vacíos, jeroglíficos indescifrables, cuya pertenencia histórica debe volver como publicidad indiferenciada, como signo de la codiciada mercancía del “negocio” de ser de izquierda en la comunidad del hedonismo consumista y digitalizado de lxs que vivimos al margen de las revueltas de las clases subalternas.
Las mismas que despertaron el 18 de octubre del 2019, las mismas que fueron contenidas y lo seguirán siendo con las élites y la clase política. Las mismas que fueron seducidas por la rehabilitación del culto al consumo que practicamos las clases medias. Las mismas que votaran a José Antonio Kast o a Evelyn Matthei o por algún sabio empresario de sí mismo parecido a Milei o a Bolsonaro, las mismas que rechazaron la Constitución paritaria y Plurinacional. Las mismas que cada 11 de septiembre revelan que el malestar social es más profundo que la consigna de los Derechos Humanos en la que la izquierda tradicional encuentra su refugio ideológico porque ella misma es incapaz de ponerle otro contenido que no sea el mismo discurso desarrollista, neoextractivista y de privilegios a las oligarquías transnacionalizadas del planeta. La diferencia, eso sí, es la buena conciencia, liberal demasiado liberal, de la defensa de los Derechos Humanos. ¿Quién podría oponerse a esta consigna?
La defensa de los derechos humanos es la base mínima de cualquier discurso de izquierda y, sin embargo, lo humano no se agota en esta lucha convertida en la consigna estatal de todos los gobiernos de transición y del actual gobierno. Es una vergüenza que a 50 años del golpe y a más de 30 años de democracia no sepamos el paradero de todos los detenidos desaparecidos; es también una vergüenza que la violación a los derechos humanos durante la revuelta haya quedado impune cuando quienes “gobiernan” el país son herederos del legado de las luchas estudiantiles y de la rebelión de octubre que lxs convirtió en poder político y en hombres y mujeres del Estado de derecho. Al Estado hace mucho que se le escapa el derecho, y el derecho a tener derechos se provienes de esas clases sociales a las que Allende dejó, sin farsas políticas, que entraran al palacio de gobierno. Una vez que el poder popular entró al gobierno, el Estado oligárquico y republicano se desestabilizó, precisamente, porque el programa de la UP era consolidar un Estado de derechos políticos, sociales y económicos contra los privilegios y granjerías históricas de la clase política.
Lo que hoy tenemos es un Estado policial que administra la violencia y el neofascismo cotidiano al que el sensacionalismo de la prensa alimenta y promueve desde sus imágenes sin ninguna mediación reflexiva. En un país donde el futuro se halla confiscado por enclaves de poder que no son muy distintos a los que había durante la (post)dictadura el Estado de derecho es el Estado del derecho de unos pocos, es el Estado de los grandes empresarios y de las sedientas transnacionales que desean un país estable para saquearlo a costa del sudor y los esfuerzos de las clases trabajadoras, de los subalternos que durante la rebelión de octubre (2019) no solo pusieron en cuestión a la clase política, sino también el orden constitucional que la sostenía y que la sigue sosteniendo.
En el imaginario de las clases subalternas Allende no vive en la casa de La Moneda. La estatua del compañero presidente y que, sin duda, es más visitada que la de Patricio Aylwin, figura clave para el desenlace del golpe militar de 1973, no se encuentra en el frontis del palacio de gobierno que da a calle Alameda. La estatua de Aylwin inaugurada en noviembre del 2022 por el presidente actual es la verdad del continuismo del sector de la clase política de la izquierda neoliberal. ¿Qué es lo que autoriza a seguir pensando que a 50 años del golpe militar en Chile no ha habido ninguna trasformación importante en el país? No solo el fracaso de la Constitución Plurinacional rechazada de manera abrumadora, sino la intensificación del régimen policial.
La ley Naím Retamal, por solo mencionar un caso emblemático, es un signo importante en el modo en que el gobierno giró hacia su derechización hasta el punto de hacer del país una especie de western a la americana donde el futuro quedará entregado a la ley de quien sea más veloz en sacar la pistola. La westernización de Chile está en marcha y es algo que se lo debemos al gobierno de Boric. También le debemos que la violación a los derechos humanos a las comunidades mapuches y a los más de 40 muertos que dejó la rebelión de la sociedad civil durante la revuelta del 18 de octubre estén impunes. Quizá haya que esperar a los 50 años de su conmemoración para que este país deje de ser el país injusto que re-fundó Estados Unidos junto a los puppets de la junta militar, la derecha y la izquierda neoliberal.
Viva Allende, vivan los trabajadores, vivan los estudiantes, viva el legado de la UP que habló ese 18 de octubre en que Chile Despertó.