Imaginar “lo posible” implica, de algún modo, reconocer que quizás no estamos actuando o pensando de la mejor manera. No obstante, lejos de ser una visión derrotista, este reconocimiento abre espacio para la reflexión. A pesar de la tendencia a promover la conformidad, hoy en día la humanidad no puede estar satisfecha con el modelo actual. Es posible imaginar otras formas de relaciones.
El profesor Mauricio Amar, en una conferencia organizada por colectivos pro Palestina, ofreció una breve crítica a una conocida reflexión: ¿Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo? Aunque, en parte, la idea tiene algo de verdad, Amar señaló que surge desde una perspectiva derrotista. Aún así, enfatizó que imaginar otro modelo es posible: “sí se puede”.
Esta frase, atribuida al marxista Fredric Jameson y al filósofo, también marxista, Slavoj Žižek, se ha popularizado tanto en círculos académicos como entre activistas. En esta línea, Mark Fisher define el “realismo capitalista” como “la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa” (Fisher, 2016: 22).
Mi reflexión es que, a pesar de todos estos análisis, la derrota podría llegar de múltiples frentes. No nacemos con la idea preconcebida de que algo es imposible. Si algo nos ha enseñado la historia, es que la humanidad ha transformado su entorno en muchas ocasiones, tanto para bien como para mal. Sin embargo, el sistema actual es astuto y constantemente nos impone obstáculos, algo de lo que no cabe duda.
El pesimismo cuenta con sus promotores, a quienes denomino “malagüeristas”, arraigados en una tradición popular.
Quiero introducir este término para contextualizarlo dentro de la moral popular.
El 18 de octubre de 2019, Chile experimentó una revuelta que transformó el panorama político y social del país. Las manifestaciones, que comenzaron como una respuesta al alza del precio del transporte público, rápidamente evolucionaron en una revuelta generalizada contra el sistema neoliberal que ha dominado durante décadas.
Aunque el movimiento enfrentó una dura represión y culminó en un acuerdo político destinado a contener el descontento, la revuelta dejó una huella indeleble en la conciencia colectiva de la nación. Sin embargo, a cinco años de estos eventos, la memoria de aquel “estallido” sigue siendo objeto de disputa.
Entre sus detractores, se encuentran los denominados “malagüeristas”, quienes intentan desacreditar las conquistas del movimiento popular y promover la idea de que la revuelta fue un fracaso. Este enfoque se centra en cómo los malagüeristas, al servicio del poder oligárquico, buscan minar la moral popular y desviar la narrativa de los acontecimientos.
En este contexto, resulta crucial rechazar estas versiones para mantener viva la lucha por la dignidad y la justicia social.
Los Malagüeristas
Los malagüeristas son aquellos que, al servicio del modelo neoliberal y de la oligarquía, intentan convencer al pueblo de que la revuelta de octubre no produjo ningún cambio sustancial. El término “malagüeristas” proviene de la tradición popular que se refiere a quienes pronostican malos augurios, similares a un “pájaro de mal agüero”. Este concepto se utiliza para describir a aquellos que, en lugar de fomentar la esperanza y la posibilidad de cambio, optan por difundir mensajes negativos que desalentarán a las masas.
Se presentan como figuras de aparente realismo, pero en realidad buscan imponer una visión profundamente derrotista entre las masas populares. Al afirmar que “no hemos ganado nada”, tratan de bloquear cualquier posibilidad de esperanza y perpetuar la sensación de impotencia frente a un sistema que se muestra invulnerable. Este tipo de discurso no es nuevo; ha sido utilizado históricamente por las élites para controlar a los sectores populares, deslegitimar sus luchas y asegurar la estabilidad de un modelo que, como en Chile, funciona para preservar los privilegios de unos pocos.
La actuación de los malagüeristas va más allá de la simple crítica. Su objetivo es inculcar un sentimiento de fracaso tan arraigado, que la idea de cambiar las condiciones sociales y políticas se vuelva inimaginable. Esto se logra, a través de la saturación mediática con mensajes de derrota y desesperanza, promoviendo un sentido común que acepta la precariedad como una condición permanente. Al final, buscan que el pueblo internalice la idea de que cualquier intento de transformación es fútil, manteniéndolo atrapado en un ciclo de resignación y pasividad.
Un Triunfo en Varios Sentidos
Lejos de ser un fracaso, el alzamiento de octubre fue un triunfo en varios aspectos, principalmente por su capacidad de desenmascarar a quienes operan bajo el camuflaje político.
El supuesto acuerdo de paz del 15 de noviembre de 2019, alcanzado por las principales fuerzas políticas para frenar las movilizaciones, reveló las alianzas y los verdaderos intereses de la clase política tradicional y no tradicional.
Fue un momento de revelación, en el que actores que se presentaban como defensores del pueblo optaron por unirse a la élite para preservar el orden establecido. Así, figuras como el presidente actual que, en teoría, representaba una opción progresista, demostraron su falta de compromiso con las luchas populares al negociar con sectores que perpetúan la explotación y la opresión.
El alzamiento también logró algo fundamental: romper con el miedo y el aislamiento de las luchas populares. A lo largo del país, desde las grandes ciudades como Santiago y Valparaíso hasta localidades más pequeñas como Puerto Montt, las comunidades se organizaron en cacerolazos y manifestaciones espontáneas. Hubo una reapropiación de los espacios públicos y una afirmación de la solidaridad comunitaria que desbordó las formas tradicionales de organización política.
En este sentido, la revuelta representó la emergencia de un nuevo sujeto político, uno que se reconocía a sí mismo no en las instituciones formales del poder, sino en la acción directa y en la articulación de sus propias demandas. Esta recuperación del sujeto de cambio fue en sí misma una victoria, pues rompió con la inercia de la pasividad y obligó al sistema a mostrar sus verdaderos mecanismos de control.
La Disputa por la Moral del Pueblo
La moral del pueblo es quizás el elemento más importante en cualquier proceso de lucha social. Sin una moral alta, las movilizaciones se desmoronan y las comunidades se vuelven susceptibles a aceptar condiciones opresivas. Los malagüeristas lo saben bien y por eso su principal objetivo es desmoralizar al pueblo.
La disputa entonces, no es solo por los logros tangibles del alzamiento, sino por la memoria y la interpretación de lo que significó. La oligarquía y sus aliados malagüeristas quieren borrar las huellas de la resistencia y promover la idea de que cualquier intento de cambio está condenado al fracaso.
Si logran que el pueblo internalice esta narrativa, habrán ganado la batalla más importante: la de la moral colectiva. En contraposición, las consignas en las paredes y las historias que circulan en las comunidades deben seguir reafirmando que la revuelta fue, y sigue siendo, una manifestación de dignidad y valentía. Este es el verdadero campo de batalla: mantener viva la memoria y rechazar la narrativa de la resignación.
Un Proceso en Marcha
El alzamiento durante la revuelta de octubre de 2019 fue mucho más que una serie de protestas; fue una afirmación de la capacidad de nuestro pueblo para desafiar un sistema opresivo. A pesar de todo intento por desacreditar su legado, la revuelta logró romper con la pasividad y despertar una conciencia crítica que sigue viva en nuestras calles. La disputa hoy no es solo por los resultados concretos de aquel momento, sino por el sentido mismo de la lucha.
Dejarse llevar por la narrativa de la derrota sería el verdadero fracaso, pues implicaría aceptar que el sistema es inmutable y que la resistencia es inútil. Para que el pueblo chileno pueda seguir avanzando, es crucial mantener alta la moral y recordar que cada paso hacia la dignidad y la justicia cuenta, por pequeño que parezca. La Revuelta no fue el fin, sino el principio de un proceso de transformación que aún está en marcha.
Desde todas las formas, desde todos los frentes, y hasta que la dignidad se haga costumbre, así hay que seguir avanzando.