viernes, diciembre 20, 2024

La aylwinización de la política: La estatua, Boric y el acuerdo por una nueva Constitución

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Si la fórmula de la política noventera fue “en la medida de lo posible”, la de 2022 fue renovada bajo la forma de “es preferible un acuerdo imperfecto a que no haya acuerdo”. Por eso, es lógico la presencia de la estatua de Aylwin en la que se yuxtapone 1990 en 2022 y la “violencia” de 1973 con la de octubre de 2019 (se asume el discurso “equivalencial” de la derecha que equipara sin reservas una y otra violencia).

Yuxtaposición y equivalencia, el resultado es claro: la “nueva” política aylwinista vigente con su infame estatua de brazos abiertos en la explanada de La Moneda, es la “vieja” mediocridad gestional que nada cambia para que todo siga igual. Otra vez, detrás de Aylwin no había nada ni nadie, sino que su propio nombre era ya la operación del fantasma portaliano, dispositivo imaginario que ha transfigurado las pasiones populares en cuerpos inerciales.

La estatua inaugurada mostró la petrificación de un proceso cuyo momento clave fue el 12 de diciembre en que se anunció el “mecanismo” para la elaboración de una “nueva” Constitución. Un “mecanismo” que contempla, sin resquemor, la “designación” de expertos por parte del Congreso Nacional (12 el Senado, 12 la Cámara de Diputados).

Para la Constitución de 1980 fueron los militares quienes vigilaron el proceso de cerca. Para la “nueva” Constitución de 2022 serán los expertos quienes los desplazan. No se trata de un “progreso histórico” como la conciencia ingenua podría celebrar, sino de la expresión de transformación epocal en que el saber ha devenido poder, porque la antigua sociedad burguesa, con sus guerras mundiales, ha dado un veloz paso a la sociedad cibernética y su guerra civil global.

En cualquier caso, el “mecanismo” no solo se reduce a la participación de los expertos, sino también a que esta queda supeditada a los 12 bordes planteados como intocables. Si no fuera suficiente, los miembros 100% electos (50 en total) inscribirán sus candidaturas según la circunscripción senatorial, lo cual favorece, de plano, a las grandes coaliciones, pero no a las grandes mayorías. Pero aún más: por si el fantasma de la revuelta popular pudiera aún florecer en medio de ese desierto, habrá un comité que propondrá una suerte de “armonización” en la redacción final del texto. Nada puede escapar a la máquina. Los cerrojos son múltiples.

Ahora bien, nótese el tránsito que hemos experimentado: de exigir la creación de una Asamblea Constituyente se pasó, vía el Acuerdo del 15 N de 2019, a la noción de Convención Constitucional. Y ahora no se tratará ni de Asamblea ni de Convención, sino de una suerte de embudo semántico que va reduciendo las posibilidades espaciales del nombre (y con eso, de la política); se trata de un simple “Consejo”. Convención vigilada, constituida por un conjunto de mecanismos internos controlados en y por el Congreso.  

Pero hay algo aún peor en todo esto y que muestra el carácter oligarquizante del “mecanismo” catalogado de “democrático”: los parlamentarios votan dos veces. Por un lado, tendrán derecho a votar como todos los ciudadanos por los 50 convencionales 100% electos, pero por otro, solo ellos podrán votar por los expertos. El resto de la ciudadanía solo vota por los convencionales. Pero los parlamentarios votarán por convencionales y, además, por los expertos. Los ciudadanos no votan por los expertos, los parlamentarios sí. ¿Por qué? ¿Acaso ellos están más cerca del “saber”? ¿Tienen un estatuto diferente, en términos de derechos?

Se advierte la plena estructura portaliana en curso: solo aquellos que gozan de virtudes cívicas (la oligarquía) pueden gobernar. El pueblo no, porque según el imaginario autoritario del portalianismo, no las tendría. De ahí se presupone que el Congreso -constituido por “modelos de virtud” (Portales dixit)- puede elegir a los expertos y, entonces, condicionar el proceso a su ojo vigilante, como antes la dictadura lo hizo con los militares.

Sumando el conjunto de dispositivos que conforman el “mecanismo” para elaborar la “nueva” Constitución vemos que, en realidad, lo que ha estado en juego es, por un lado, impedir que los pueblos vuelvan a marcar el ritmo de la República y así escribir el nuevo texto constitucional que amenazaría con impugnar a la oligarquía vigente; y, por otro, favorecer la recomposición total del partido portaliano para la nueva época histórica.

A esta luz, decanta un asunto crucial: desde los primeros días de la revuelta popular de octubre de 2019 lo que ha estado en juego es un golpe civil y parlamentario centrado en la institución del Congreso Nacional para neutralizar las pasiones populares y volver a retomar el control del proceso. Un “golpe” que ya no requiere del mal gusto operado por militares, sino del buen gusto de la sociedad cibernética donde la democracia se torna el mejor dispositivo para asegurar el control de sus poblaciones y reducir así las libertades públicas de los ciudadanos. ¿O es una casualidad que haya sido la democracia la que haya podido poner a Trump, Bolsonaro o a Meloni, en el gobierno?

Y justamente este el punto: el próximo año conmemoraremos los 50 años del golpe de Estado gracias a un conjunto de liturgias que el gobierno ya ha encargado a Fernández Chadwick, mientras la oligarquía estará consumando otro golpe de Estado de carácter civil y parlamentario a través de la redacción de esta “nueva” Constitución. Pongo las comillas sobre la palabra “nueva” precisamente porque no será sino otra versión de la “vieja” y única Constitución sobre las que se han fraguado los diversos pactos oligárquicos de Chile: 1833, 1925 y 1980.

No cuestionar la aylwinización de la política de Boric lleva a aceptar la falsa dicotomía de la nueva versión de la “justicia en la medida de lo posible”: “Es preferible un acuerdo imperfecto a que no haya acuerdo”. Fórmula tramposa –como fue también la de Aylwin en 1990- que, en el fondo, no dice otra cosa que esto: “O aceptamos la mediocridad o viene el caos”, o “aceptan la limitación de sus derechos o viene la anarquía”. Fórmula clásicamente portaliana que teme a los pueblos y que instala, de suyo, el chantaje sacralizado en el Escudo Nacional: Por la razón o la fuerza.

De esta forma, así como la ex Concertación de Partidos por la Democracia justificó su mediocre andar por el inicial miedo al retorno de Pinochet o la posterior huida del empresariado, la nueva Concertación liderada por Boric justifica su mediocridad por el hecho de que, si hubiese sido por la derecha, el “mecanismo” pudo haber sido peor y de mucha menos participación.

Insisto: la fórmula de Aylwin reproducida en la de Boric durante el 2022, se trata de una fórmula tramposa que limitó las posibilidades de la democracia chilena en 1990 y que las volverá a limitar hoy restaurando la racionalidad autoritaria de los “elegidos”, lo que no hará nada más que restituir las lógicas del fantasma portaliano en la redacción de esta “nueva” Constitución.  

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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