martes, marzo 25, 2025

La democracia (siempre) bajo amenaza

En nuestro país, obviamente, no puede sino ser neoliberal: una democracia-fascista-neoliberal que se anuncia con potencia histórica, la misma que le entrega las herramientas para soldarse, para sobrarse y entrar en disputa por el estado de régimen. Esto puede llamarse Matthei, Kast o Kaiser.

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Que la democracia no esté en riesgo es una mala noticia para la democracia misma. Y una línea de lectura que comience de esta forma no implica ni de asomo ser antidemócrata, desestimar sin más las instituciones, adscribir al caos, pintarnos para una guerra contra-demos o llamar furiosos una re-Revuelta (lo que es de suyo imposible porque una Revuelta “no se llama”, no se invoca, simplemente implosiona sin anuncio deviniendo agencia en la multitud).

Una democracia debe estar en guerra contra sí misma, siempre, de lo contrario quedará fosilizada en la retórica del “pueblo” sin capacidad de reinvención, resistencia y dejándose perforar por cualquier forma de brutalidad que, conjurándola, pretenda hacerse efectiva en su nombre. Flameando banderas de libertad, igualdad y fraternidad ahí donde lo que se persigue es, precisamente, anclar este léxico solo en su dimensión declarativa, pero obturando su potencial realización. La plebs es la narrativa de la democracia mas no su núcleo.

La democracia que no se percibe en riesgo, justo, se arriesga, se fetichiza y comienza, como ocurre en Chile y en gran parte del mundo occidental, a gangrenarse.

Una democracia a la que le empiezan a salir tubérculos –lo que sin embargo no es nuevo en la historia, y lo que pasó en Europa con los fascismos en los años 30 es una constatación de aquello– sin por esto perder el rictus de su principio “popular”.

Millones votaron por Trump, otros tantos por Bukele y en Francia, Italia, Alemania, Grecia, en fin, la reactivación de un fascismo de nuevo cuño (aunque todos, a la base, “demócratas”) están en plena forma y queman expandiéndose como telarañas sin discriminar ninguna esquina de la cultura; se ha recuperado algo así como una sociología supremacista. El etcétera en este punto podría ser larguísimo.

La democracia es, en su misma esencia, dúctil, plástica, moldeable, adecuada a cuál sea el tartamudeo de la historia, y esta multiplicidad es también su tono tragicómico, su estética de opereta bufa que puede llevar a proyectos emancipadores o a la devastación.

Por esto es que en Chile hemos tenido desde visiones de radicalización de la democracia como, por ejemplo, con Salvador Allende –quien desde la Unidad Popular como soporte orgánico ensayó el único intento real de socialdemocracia– pasando por su neoliberalización salvaje, con o sin dictadura mediante, en los últimos 50 años e incorporando en este continuum a la democracia woke (de alcance intelectual medio pero altamente penetrante en su taquilla), hasta una que, al día de hoy y con diferentes rostros, va de derechas salvajes y balísticas, salivantes de autotutela y obsesionadas con tachar todo lo que asome alternativo, diferente, a el/lo otro, en fin. Se trataría de la articulación sintética del enemigo y de la eliminación absoluta del disenso.

En este sentido es que una democracia puede ser fascista. No es necesario el fascismo a secas o remitir a lo que en sus orígenes fue este amplio movimiento de masas en Europa. No hay que tener en la mente el imaginario de Hitler o Mussolini y su pulsión a acabar con la democracia liberal para que se enciendan los fusibles de sus derivadas actuales con fachadas anarco-libertarias, neo-imperialistas, securitario-neoliberales o todas reunidas; como sea que mute, este proceso viene funcionando con una potencia que encuentra proteína en la ausencia de historicidad en la democracia como sistema político.

Con esto último se pretende decir que los partidos y la democracia como sistema en general (tanto en sus principios declarativos como en sus procedimientos) no se piensa históricamente, no se auto-reflexiona ni cuestiona al interior de un contexto ni se reserva un espacio para considerar lo contingente en su densidad (“cuando la política se piensa a sí misma se vuelve posmoderna”, escribía el filósofo Gianni Vattimo); no se ve a sí misma ni se tensa de cara a los síncopes de una era en decadencia.

La democracia va, pues, de sí sin mirar la historia, por el contrario, tiene su propio tempo y no requiere ni necesita detenerse en la miseria del mundo mientras su cordón hegemónico permanezca en sistemática reproducción.

A la democracia no le importa la democracia por la democracia, se importa a sí misma en tanto condensación de un orden reproductivo de los poderes y la tradición y, de este modo y recitando el salmo popular, mantenerse.

La democracia, en breve, debe estar en riesgo, requiere estar en riesgo, nunca sentirse segura ni fagocitarse en su autosuficiencia. Ahí donde todo parece estar en calma o no se visibilizan amenazas de ningún orden para la democracia, es que este sistema afloja y permite la penetración de los deletéreos discursos del borramiento y el “otrocidio”, como con agudeza lo apunta Mauro Salazar.

Se piensa que en Chile, y en gran parte del planeta, lo que se viene gestando es una democracia que ha derivado en una reactivación del fascismo resignificando según sean los contextos y las culturas.

En nuestro país, obviamente, no puede sino ser neoliberal: una democracia-fascista-neoliberal que se anuncia con potencia histórica, la misma que le entrega las herramientas para soldarse, para sobrarse y entrar en disputa por el estado de régimen. Esto puede llamarse Matthei, Kast o Kaiser.

Frente a estos “fenómenos”, nuestro progresismo anfibio, la izquierda sonámbula o las reminiscencias de Revueltas muertas, no despliegan, hacen, ni sirven de nada.

No hay que acomplejarse en decir “fascismo” simplemente porque esto implicaría una discusión académica de amplio alcance que ayude a despejar la categoría en onda ciencia política.

Como lo sostuvo Allende en su último discurso –sin pretender ser sintomática de nada sino únicamente constatando un hecho–: “[…] en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente […]”.

Ahora, llanamente, sale a la luz desenfadado liberando la retórica y su devoción por Pinochet que tuvieron que vivir en silencio; un amor que no podía ser gritado a los cuatro vientos porque el avance del tiempo cada vez más iba desmalezando la brutalidad de sus crímenes y corruptela.

No obstante hoy el fascismo democrático no puede ser concebido como un turista en la explanada histórica, y la democracia, así, nunca debe dejar de sentirse en riesgo, bajo amenaza permanente, en la mira, como objeto de deseo tanático.

Al contrario de cómo comenzaba este texto, el que la democracia esté en riesgo es, siempre, una buena noticia.

Javier Agüero Águila
Javier Agüero Águila
Doctor en Filosofía.

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