En las peñas, facultades y en la televisión
(junto a las altezas y conscientes snobs), Jorge González.
Todo se resumiría, en principio, a una relación entre temporalidad, lenguaje y política.
¿Cómo, en 10 años, nos desplazamos de un par conceptual tan definitivo –y con un rating histórico incuestionable– como el de “cómplices pasivos” a una escena donde lo que reina es el vacío de un tiempo sin retórica ni lenguaje que lo precise? ¿por qué un presidente de derecha como Piñera (lo creyera o no) imagen rampante de un neoliberalismo en su versión más desmadrada y morbosa, fue capaz de abreviar en dos palabras un momento político que, justo, requería de un dictamen tan autocondenatorio como ese? De cara a medio siglo de la tragedia ¿qué puede significar el slogan vaporoso, consciente-relativo y sin impacto de “memoria, democracia y futuro” que propuso el gobierno y que ha implicado que muchas/os intelectuales y opinólogos de la cuadra se sientan tentados a la lenidad de proponer un antes y un después (incluso un “durante”) del Golpe?
Aparece aquí un fenómeno no nuevo pero sí devastador para quienes son las y los verdaderas/os depositarias/os de la barbarie: las víctimas; una suerte de reflexión jánica (en el sentido del dios Jano que tiene dos caras) y que impulsa a parcializar la historia generando una zona para la emergencia de un relativismo que exilia la toma de posición y favorece la inspiración calculista que, “de cara al futuro”, debe primar y entonces enchufarle a los 50 años pura racionalidad política saboteando, con este gesto anfibio, la única verdad histórica, la única disponible, no hay más.
Nos referimos a que la maquinación del Golpe (en el que, como dice Tomás Moulian, se alojaba un proyecto de sociedad completo), “el” Golpe mismo y la orgía criminal que devino posteriormente, son una y sola misma historia sin posibilidad alguna de filetearla en cortes, como si se tratara de una serie de televisión en la que hay “temporadas” y que, asumiendo los riesgos de incoherencia en el guion, solo se podría entender en partes.
No, aquí no hay guion sino trama; no son solo personajes aislados participando de una saga que se va urdiendo en la medida que se despliega el relato sin un hilo conductor, así, improvisando, como si eventos de esta envergadura fueran de naturaleza aleatoria y, simplemente, “porque sí”. El Golpe es un tiempo absoluto que alberga un pasado, un presente y un futuro; es un tiempo hacia sí y habría que entenderlo en su total singularidad, sin agencias ex-céntricas que despisten y apunten a un tipo de mnemotecnia, es decir, a una tecnificación de la memoria.
La ecuación “cómplices pasivos” que acuñó Piñera –evidentemente idea superlativa de algún asesor competente y táctico, jamás algo así saldría de su bursátil aparato cognitivo– remite a un lugar al que este gobierno y los conscientes relativos no han podido llegar. Se trataría de una reiteración del pasado en el presente, en ese presente de hace 10 años. No se habló de futuro, ni de democracia, ni de memoria, precisamente, sino de aquel grupo de civiles muy bien ubicados en el ecosistema del horror –Piñera mismo, por cierto– y que hicieron caja acumulando capital de una forma pornográfica a cambio de su silencio pero, insisto, trayendo el pasado al presente, y no generando imaginarios o predicados sin destino que solo descansan en el urdido instrumental de un grupo de políticos e intelectuales que deslizan posibles razones justificadoras del Golpe para continuar; para ecologizar la memoria de tanto pasado y disponerla entonces, higienizada de sí misma, hacia un futuro que solo es conveniente para quienes suponen que en el onírico holograma de una reconciliación imposible habita la capacidad reproductiva de su propia hegemonía.
Ser “cómplice pasivo” da cuenta de aquel que mira el espanto sin alterarse, inquietarse, sin sufrir espasmo alguno; o como decía Maurice Blanchot en La escritura del desastre: “el desastre es sin nosotros”, pero lo contemplamos. Sin embargo, no por eso no asistimos ni somos activos en la distribución del crimen, solo que lo hacemos desde la poltrona siempre ajustada que, así, llanamente, permite bizcar la mirada y asociarse con la infamia.
Estoy, por supuesto, a océanos de querer defender a Piñera, cuya figura no representa más que las guirnaldas del neoliberalismo especulativo con voraz vocación de poder y en el que se aloja la soledad absoluta de un individuo sin vínculo, desafiliado, exonerado de lo común y desolado en la indeterminación de un yo que jamás verá un otro. Lo que me interesa es dar cuenta de cómo el tiempo de la política cuando es envuelto en un lenguaje capaz de ser caja de resonancia de una sociedad en un momento determinado, pues, en simple, rinde, pega, genera sentido y es aplaudido incluso por los sectores que menos dispuestos a ponerse de pie y a vitorear estaban. A diferencia de los conscientes relativos que no han podido, en su pulsión por dividir la historia y dejar sonriendo a todos, salir del naufragio discursivo; de dejar de una vez por todas de sintomatizar en torno al futuro de la democracia y arriesgar con un significante primordial; de sacudirse la promiscua vocación consensual y mirar de frente a un país diciendo que aquí las y los homenajeadas y homenajeados son las y los que no están y las y los que quedaron sufriendo por sus amados fantasmas que, diariamente, las y los visitan recordándoles lo que era la vida y reactivando el dolor que provoca la ausencia.
Estos 50 años no pueden ser entendidos como la prótesis que recomponga la médula de un país que se fracturó severamente y que no va a regenerarse a punta de slogans y actos “bonitos”, monolitos o fiestocas emotivas. Se trataría de instalar la única verdad posible y que es así no porque a mí se me ocurra o porque soy un obtuso que busca “cancelar” otras visiones, sino porque de plano no puede haber dos visiones, solo una: la de una historia completa que se implica en la conjugación de un antes, un durante y un después que habilitó, de ahí en más, una tragedia completa.
Todo lo anterior requiere de entrar en una dimensión sacrificial. Piñera (quien lo diría) con su delirio yoico y de ludópata que apuesta al todo o nada, lo hizo, a costa de echarse a toda la derecha ultrona y familia militar al saco.
Los conscientes relativos no quieren correr ningún riesgo, aunque, sin darse cuenta, están construyendo una memoria por venir que les enrostrará que, a 50 años, no dijeron, no recuperaron –ni heredaron– nada.
Columnas cómo estás se agradecen por su capacidad de reflexión histórica y agudeza para someter a juicio la importancia de los términos
Comparto el comentario anterior, columnas como esta hacen que vuelva el alma al cuerpo.