La disyuntiva principal del presente interpela el futuro de la democracia y su apertura. Secuestrada en el espacio reducido de un puñado de actores especializados, instalados en el Congreso y el gobierno, se ha convertido en un juego de cada vez menos sentido para una franja mayoritaria de la ciudadanía.
Ese debilitamiento, de hecho, constituye el cimiento sobre el que progresa la política antidemocrática de las derechas, que se solaza con el espectáculo de los escándalos, la corrupción, los errores no forzados, pero sobre todo –y esta es la causa real de lo anterior–, por la disposición de elites de todo tinte a volver sobre los pasos de la política excluyente, esa que instala una democracia sin pueblo, elegante, ombliguista y mercachifle.
Por ello, esta constatación no conduce de ninguna manera a un “todos contra la derecha”. Desde que el orden neoliberal fue gestionado con tanta o más eficacia por otros sectores, que se reclamaban socialdemócratas, aquel slogan electoral no pasa de ser un cuento fantástico. Y en la actualidad, además, el tema adquiere otras connotaciones.
Las nuevas derechas, seguidas de cerca por las tradicionales, no representan ya una alternativa política distinta dentro del marco vigente, sino la redefinición del marco mismo. Constituyen un proyecto de radicalización acelerada de los rasgos más deshumanizantes del capitalismo contemporáneo, basada en una creciente anulación de la participación política de la gente, con una poderosa capacidad de captar los ánimos hastiados de una franja a veces mayoritaria de la sociedad, desoída por las dirigencias políticas, menospreciadas y defraudadas una y otra vez.
Para el suelo de la política democrática las derechas –sea bajo los liderazgos emergentes o sea bajo los antiguos– constituyen un verdadero agente naranja. Su poderosa toxicidad, si bien nunca logra impedir del todo, dificulta enormemente la constitución y desarrollo de cualquier intento de organización y acción colectiva de la ciudadanía, que queda entonces librada a la acción de las nuevas oligarquías. Por eso, de nuevo, el problema del presente es la democracia.
De tal manera, que la tarea de la política democrática, más que enfrentar la política de las “nuevas derechas”, es derrotar a las nuevas políticas de derecha, de la derecha política, de la derecha empresarial y de la derecha cultural, teniendo en mente que el riesgo que enfrentamos no está principalmente situado en la suerte de los partidos y el sistema político, sino en la suerte de la gente, en las mayorías llanas, incluso en esas que en más de una ocasión le han otorgado el voto.
Si la democracia está en peligro, lo está como bien superior de la sociedad toda. Por eso una política democrática debe ser una política de mayorías verdaderas, no exclusivamente electorales, menos aun de sumatorias estadísticas de votantes de partidos, puestos en la balanza de las negociaciones como verdaderas mercancías.
Política democrática como la acción de una pluralidad de mentalidades y percepciones, incluso aquellas que responden más claramente a los cincuenta años de neoliberalismo; mayorías en el sentido de una amplia articulación de diferentes alrededor de un proyecto de país con sentido, con significados cotidianos, vinculado a las vidas reales de la gente de trabajo, sea como sea ese trabajo, capaz de dialogar con los anhelos comunes y las urgencias más extendidas, de una forma cercana, con palabras sencillas y comprensibles, dichas en el español peatonal de este tiempo.
Entonces, allí donde las derechas instalan el miedo y la agresividad hacia el otro debemos reconstruir el afecto entre semejantes, allí donde pretenden convertir al ser humano en individualidades competitivas y estresadas, debemos escuchar y en ningún caso volver sobre lo colectivo como reverso de lo individual, sino hacernos cargo de la problemática individualidad de nuestros tiempos y proponer desde allí la belleza del deporte colectivo. Es decir, hacer política en el más alto y noble sentido del término.
Y convocarnos en ello las fuerzas democráticas, es decir, aquellas que enfrentan hoy los dictados del régimen neoliberal y las extremas alternativas políticas que expresan su crisis. Convocarnos en torno a un Nuevo Lugar en la política. Un lugar que hoy no existe, donde debemos arribar con generosidad y sentido histórico. Para eso la línea que hoy pone a algunas fuerzas democráticas dentro y a otras fuera del oficialismo debe ser superada.
La existencia de dicha demarcación constituye por sí misma el triunfo del hegemonismo que hoy intenta reformar el sistema de partidos para establecer un grupo selecto de “partidos grandes” (muchas veces no tan grandes, a decir verdad), y que impide la constitución del espacio de la políticas de mayorías, excluye a unos y maltrata a otros, y significa para muchos de nosotros enfrentar una acción de exterminio político.
El espacio que encabeza la alianza oficialista ya ha mostrado su orientación y sus limites con suficiente claridad. Otro será el camino de la política democrática, aunque tenga que recomenzar desde abajo. Importa lo que hagamos el 2025, por cierto, e importa mucho lo que hagamos apenas se resuelvan las elecciones.
Cuando proponemos un Nuevo Lugar proponemos dar viabilidad a una nueva política bajo la reunión de fuerzas diferentes, sin hegemonismos, con amabilidad y capacidad de reunir trayectorias disímiles, más largas, más cortas, y con absoluta claridad de la envergadura de los desafíos. Empujemos nuestros objetivos inmediatos este año, que serán diferentes en muchos casos, pero comencemos a construir desde ya los términos de la amplia reunión de mañana.
Espacios democráticos como la Federación Regionalista Verde Social y Acción Humanista, junto a muchas fuerzas que nos encontramos fuera de ese campo, como el Partido Popular, varios movimientos sociales, fuerzas que vienen de luchas largas como Igualdad, y por cierto también Transformar, podemos avanzar a convertirnos en algo diferente de lo que hoy somos.
No abandonar nuestros ideales y anhelos, de ningún modo, pero sí interrogar seriamente nuestra capacidad de despliegue en los segmentos mayoritarios no de la sociedad que quisiéramos, sino aquella que habita cotidianamente el país neoliberal.