Impunidad democrática

La crítica progresista contra la operación de la derecha, según la cual, no sería posible establecer una distinción entre golpe y dictadura, porta consigo una ganancia encubierta: encapsular la dictadura bajo la figura del mal absoluto y, entonces, propiciar la impunidad de la democracia al salvarla de la crítica de izquierdas que ha insistido en contemplar la continuidad económica y política con la dictadura.
Foto: Agencia Uno

En las últimas semanas, se ha discutido el estatuto que tendría el Golpe de Estado en Chile. El discurso de la derecha ha sido preciso en su operación de abstracción: están de acuerdo con el “Golpe” pero no con la “dictadura”. La división entre uno y otro, les permite desprenderse de la carga que significa la dictadura y su régimen, en especial, su terrorismo de Estado traducidas en dispositivos de persecución y exterminio promovidas por el Estado y sus servicios de “inteligencia”. La versión de la derecha, sería entonces, aquella que abstrae el Golpe de la dictadura. Frente a dicha versión, el progresismo ha salido a contestar que resultaría imposible abogar por dicha abstracción, toda vez que Golpe de Estado y dictadura constituirían un mismo continuum, pues, sin el uno no podría haber existido el otro.

Sin embargo, ambas versiones, sea que el Golpe de Estado se lo piense separado de la dictadura o unido a ella, suponen una misma noción de la historia en la que parece no haber “procesos” sino “hechos”: el Golpe de Estado sería un “hecho”. Por eso, según la versión de la derecha, podría escindirse de la dictadura. Así, la pregunta que cabría formular es si acaso el Golpe de Estado es un “hecho” realizado sólo la mañana del 11 de septiembre de 1973 o, más bien, si ese “hecho” en realidad acusa su forma procesual precisamente en el instante que se instaura la dictadura durante 17 años.

Justamente –sostendremos- el Golpe de Estado de 1973, no ha terminado aún. Sigue vigente en un continuum que sufre modulaciones varias, algunas más intensas otras menos, pero que se promueve férreamente los procesos de usurpación prodigados por la oligarquía y sus dispositivos neoliberales al punto de hacer del país lo que Oscar Cabezas ha llamado una “capitolocracia”. La transición, en rigor, fue una dictadura comisarial que conserva el régimen de la dictadura soberana que instauró Pinochet.

No se trata, por tanto, como cierta intelectualidad sostiene, que la crítica de izquierdas sostendría que entre la dictadura y la democracia chilena no habría habido diferencias. Al contrario: la democracia marcó diferencias con la dictadura, pero al mantener su modelo económico (neoliberalismo) y político (Constitución), profundizó en sus modernizaciones sin poder hacer retroceder a la oligarquía militar y financiera que se tomó el país por asalto en 1973. Por eso, la transición instaló una democracia procedimental, adémica, es decir, sin pueblo (la noción de pueblo en la Constitución de 1980 solo opera como población, es decir, sujeto que vota, pero no que constituye) que sólo puede ofrecer votaciones (incluso muchas), pero exentas de deliberación, sin horizonte constituyente. Se trata de una democracia “portaliana” o autoritaria cuyo devenir está en exclusivas manos de los partidos políticos que se erigen en los que “saben”.

De esta forma, la crítica progresista contra la operación de la derecha, según la cual, no sería posible establecer una distinción entre golpe y dictadura, porta consigo una ganancia encubierta: encapsular la dictadura bajo la figura del mal absoluto y, entonces, propiciar la impunidad de la democracia al salvarla de la crítica de izquierdas que ha insistido en contemplar la continuidad económica y política con la dictadura. Tal continuidad muestra que el golpe, lejos de ser un “hecho” claro y distinto, resulta ser un “proceso”, que no se acaba el 12 de septiembre de 1973, sino que transcurre y se institucionaliza en la forma de un nuevo pacto oligárquico a partir del fraudulento plebiscito de 1980.

Hoy ese pacto oligárquico que la transición jamás quiso cambiar se agotó gracias a las luchas desencadenadas por los pueblos de Chile. Y es precisamente frente a ese agotamiento que la oligarquía, vía su “partido portaliano”, no solo intensificó ese golpe de Estado en la forma “civil y parlamentaria” durante el proceso constituyente cristalizado en la Convención Constitucional de 2021, sino que, además, instauró su propio proceso en el nuevo diseño consensual y cupular del actual Consejo Constitucional. Así, el golpe de Estado es un proceso. Con diferencias, modulaciones, intensificaciones. Pero un proceso que no ha dejado de operar desde principios de la República cuando, precisamente, fue Diego Portales quien modernizó al Estado chileno a la luz de una dictadura que dio estructura a los imaginarios acerca de lo político en Chile. El Golpe de Estado de 1973 es una reedición mitológica de la usurpación portaliana fraguada en 1833, de cuyo proceso fantasmal y traumático, por cierto, aún no hemos salido.

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