viernes, noviembre 22, 2024

Hermosilla y la inmortalidad

Luis Hermosilla habitó siempre en un estado infantil en el que jugaba tranquilo y protegido en los jardines de su paraíso corrupto.

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La planta de la inmortalidad en la mitología griega, que se remonta a los textos de Píndaro y Esquilo en el siglo VI a. C., estaba reservada para el consumo de los dioses. Estos se preocupaban de cuidarla y protegerla con devoción de cualquier amenaza que pretendiera comer de ella o arrebatársela sin su venia. Solo en ocasiones muy excepcionales, y únicamente bajo la autorización de uno dios, se le daba de probar a un mortal, alterando el equilibrio de la relación divino-terrenal: el orden.

Ahora, a escala de simples mortales con tendencia a “la infracción de la norma”, la sensación de eternidad, de que no habrá fin y de que vivir el día a día en el amniótico del crimen, que se reproduce como algo natural, podría entenderse como una patología. Esto es propio, y la historia lo acredita, de dictadores y asesinos genocidas, de psicópatas por cierto y, también, de corruptos desbordados de ambición habitando el desvarío de sus ansias de poder. En este sentido, por ejemplo, vale preguntarse si acaso nunca pensó Pinochet (en algún momento de esos 17 años en los que a modo de rutina perseguía, mataba y torturaba a personas, al tiempo que corrompía al Estado a su antojo y a su favor) que llegaría la hora en que toda su orgiástica criminal sería develada y revelada. Lo mismo para otros psicópatas como Hitler, genocidas en despliegue como Netanyahu o autoritarios corruptos como Maduro. Hay, en ellos, un delirio; sienten que son una excepción en el mundo de los dioses y que se les permitió comer de la planta de la inmortalidad. Entonces se abren a la eternidad con la conciencia cierta (para ellos es real y esto es lo profundamente patológico) de que el mundo les pertenece, al igual que su devenir. No hay muerte, sino entronización de su poder que desde ahí en más no tendrá óbice ni límite.

Este es el caso del abogado Luis Hermosilla, quien hoy será formalizado por los eventuales delitos de cohecho, lavado de activos y delitos tributarios. No nos interesa, particularmente, informar aquí sobre el denso bosque de corrupción que se extiende en el actuar de este sujeto, sino más bien, de alguna forma, apreciar sinópticamente en su trayectoria vital y sin escrúpulos, el cómo se hace patente la sensación de inmortalidad.

En Hermosilla se reúne Sodoma, Gomorra y Babilonia.

Al interior de la promiscuidad relacional-elitista que desplegó a lo largo de su vida, se “destacan”: su estrecha relación de amistad, a principio de los años 70, con lo más conspicuo de la juventud gremial-pinochetista en la Universidad Católica; en los 80 fue abogado de la Vicaría de la Solidaridad; durante la década de los 90 asesora a la familia de Jaime Guzmán y apoya la primera candidatura de Joaquín Lavín; entrados los 2000 fue defensor del pedófilo Claudio Spiniak y del sacerdote, acusado de abusos sexuales de Los Legionarios de Cristo, John O’Reilly; el 2015 representó a la empresa SQM en el escándalo por financiamiento irregular a partidos políticos y el en 2016 participa del caso Caval, en fin. La sábana de asesorías a personajes de la élite chilena de la más diversa índole es enorme y heterogénea al máximo, lo que revela, primero: su capacidad de mimetizarse y blufear en diferentes esferas de poder; segundo: su voraz búsqueda por extender al infinito su radio de influencia que, sabía, le permitiría “ubicarse” y blindarse de cualquier amenaza que dejara al descubierto su insoportable, tóxica pero rentable máquina distribuidora de corruptela; finalmente: su intrínseca sensación de inmortalidad.

“Construí un monumento más perenne que el bronce”, escribía Virgilio en su Eneida. Y es seguro que en el salivar enajenado que produce el poder y, a la vez, en la sutura de la muerte que no será un obstáculo para quien se cree por encima de los mortales, que Hermosilla articuló –como tantos otros desquiciados a lo largo de la historia que se creyeron eternos– un aparato psíquico que lo hizo habitar un mundo lateral, su monumento de bronce. Hablamos de su mundo, el mundo fabricado por Hermosilla, es decir, de una realidad alternativa en la que lo alucinatorio (derivado de tanta red, contacto y promiscuidad) era su normalidad, su canon, su vector cotidiano. “

Es probable que la infancia se acabe cuando nos hacemos conscientes de nuestra finitud. En esta perspectiva, Luis Hermosilla habitó siempre en un estado infantil en el que jugaba tranquilo y protegido en los jardines de su paraíso corrupto.

Hoy está transitando por aquel espacio intermedio, entre el paraíso y el infierno, llamado “Purgatorio” por Dante en su Divina Comedia, y es seguro que la compañera inmortalidad que fue su estafeta fiel durante toda su vida, emprenda la retirada dejándolo, ahora solo, sin delirio y, quizás por primera vez, sabiéndose mortal.

Javier Agüero Águila
Javier Agüero Águila
Doctor en Filosofía. Académico Universidad Católica del Maule.

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