¿Se puede cambiar el fútbol sin cambiar la Educación Pública?, y ¿se puede transformar la educación si no superamos la conformación social actual?
Parecen ser las preguntas que podrían estar a la base de todo lo que hemos vivido estos días, a raíz del asesinato de dos hinchas menores de edad a manos de carabineros.
Sobre la avalancha, la incivilidad, la corrupción de las barras bravas, ya hemos escrito bastante y considero, sinceramente, que no se debe tapar las muertes de Milan y Martina simplemente exteriorizando nuestra rabia ante el supuesto “lumpenproletariado” (más allá de la caracterización marxista de este segmento).
Escribo estas palabras, pues, sorprende, por un lado, la indolencia de algunos que acotan la discusión a la composición de las hinchadas y omiten, por otro, el dolor de la muerte de dos inocentes. Sí, se puede hablar de ambas, pero sin olvidar lo esencial: la vida.
Estamos tan acostumbrados a que asesinen impunemente a niños/as -a raíz del genocidio en contra el pueblo palestino, por ejemplo- que la muerte no nos conmueve. Importa más la cuña de tal o cual candidato sobre el plan “Estadio Seguro”, que el sufrimiento de familias que perdieron a un/a hijo.
Claro que es dialéctico y todas son causas complejamente interrelacionadas. Pero no es un empate. Han existido avalanchas sin muertes, pero no hay nadie que vuelva a la vida después de ser asesinado.
Pero lo que motiva este texto no es aquella discusión que hemos abordado en @doctormagrao estos días, sino las palabras de Carlos Humberto Caszely, el ídolo de Colo Colo que enfrentó los micrófonos junto al presidente y el capitán del club, y habló tendido. Él, que fuera hijo de una madre torturada por la sádica policía secreta Pinochet, el mismo que le negó el saludo al tirano, intentó tomar esta pelota ardiente.
Más allá de si estoy o no de acuerdo con lo que expresó, me llama la atención una de sus cuñas centrales: “la responsabilidad es de los padres que no educan a sus hijos”. Ahí se abre el nuevo debate. ¿De verdad depende todo de la educación de los padres y madres? ¿Creemos firmemente que todo se reduce a una cuestión de modales?
Claramente esa es una forma más liberal de ver el asunto. Efectivamente los/as educadores sabemos que el capital cultural obtenido en la familia incide en nuestro niños/as y jóvenes, también es cierto que más de la mitad de los resultados en educación están determinados por lo que pasa en el hogar[1]. Pero no es menos cierto que, tanto las familias que cuidan como las escuelas que forman, están situadas en un contexto determinado y brutal: la sociedad de la soledad, el consumo y la posverdad.
La muerte de los menores está absorbida por el contexto de la violencia policial y los apretones fuera del estadio, pero eso, a la vez, está abrazado por la composición de personas que muchas veces han sido abandonadas o dañadas por la sociedad, y todo ello está determinado por un modelo económico, político, cultural y social que perpetúa las diferencias de clase, la segregación, injusticia, y padecimientos emocionales.
Hablamos del mismo ideario que se propuso desde los años 80´, y continuado obedientemente por los gobiernos democráticos, desmantelar la Educación Pública: primero municipalizándola, después desfinanciándola, haciéndola competir y priorizando el negocio en el sector particular subvencionado y pagado.
En palabras de un estudio de la OCDE de principios de siglo: “El sistema educacional chileno está conscientemente estructurado por clases” como consecuencia, “La educación chilena está influenciada por una ideología que da una importancia indebida a los mecanismos de mercado y competencia para mejorar la enseñanza y el aprendizaje”[2]
Un marco regulatorio que, como diría el Observatorio de Políticas Educativas de la U. de Chile (OPECH) consta de definiciones mercantiles del derecho a la educación y el derecho a la libertad de enseñanza. Constatándose además la inexistencia del derecho a la participación y de algún tipo de derechos colectivos.
Lo complejo, tanto las familias “responsables” de la violencia según “el rey de metro cuadrado”, como los hijos de ellas, fueron o son estudiantes de la misma educación mal llamada pública.
Queremos madres y padres ejemplares, queremos hijos/as ejemplares para que sean hinchas ejemplares, en estadios ejemplares. Pero no queremos un sistema más humano, democrático, amoroso, ni ético. Esa es la gran contradicción de este partido de fútbol que vamos perdiendo por goleada.
Respecto a la desigualdad estructural, que está lejos de ser sólo el contenido de un panfleto -como la derecha reaccionaria lo quiere siempre reducir-, Chile es el país miembro de la OCDE con mayor desigualdad en la distribución de ingresos: los ingresos del 10% más rico en Chile son 26 veces más altos que los del 10% más pobre.[3]
Profundizando esa realidad, la siempre necesaria Fundación SOL (@lafundacionsol) realizó un estudio en 2024-2025 que reveló que un 55,7% de personas ocupadas en Chile no podría sacar de la línea de la pobreza a una familia de cuatro integrantes, o que 1 de 4 personas en Chile mayores de 18 están morosas. Si nos focalizamos en la juventud (el/la sujeto por excelencia en las barras de fútbol) se determinó que la población joven enfrenta una realidad laboral más desafiante que hace 14 años. Hoy, por ejemplo, es más difícil para una persona joven encontrar empleo que en el año 2010.
Respecto a este mismo segmento etario, la Defensoría de la niñez, de acuerdo con el estudio en 2023, nos retrata que el 52,9% de los adolescentes estudiantes de educación media de la zona norte de Santiago cumplen con criterios para uno o más problemas de salud mental: 35,2% para depresión, 25,9% ansiedad generalizada y 28,2% para consumo problemático de sustancias.
En síntesis, podemos evidenciar que cuándo se nos presenta una coyuntura o fenómeno social sólo desde el prisma de la inmediatez y la opinología, no es por incapacidad analítica, sino por una postura ideológica que no tiene permitido avanzar en análisis estructurales que rocen, toquen o golpeen la legitimidad de un sistema perverso que nos condiciona a hacer avalanchas para ser parte de algo (una entrada, un par de zapatillas o un concierto). Mismo sistema que nos puede matar por “accidente” si se nos ocurriese participar de ello.
El ecosistema de las barras bravas lejos de su rol social (obviamente no todas, y menos las facciones antifascistas de cada hinchada nacional) son una pieza más de una sociedad violenta y a ratos inhumana, sociedad que no es otra cosa que un proyecto político de un sector de la oligarquía nacional que se niega a las grandes transformaciones en pos de la mayoría.
Sí, para muchos/as todo esto pueden ser eslóganes repetidos de la izquierda, pero ¿alguien podría negar que habitamos una sociedad en donde un candidato misógino y mentiroso, que pese a hacer apología de la violación en un video público, lidera las preferencias electorales?
Hablamos de la sociedad que nombra eufemísticamente como “zonas de sacrificio” a ciudades enteras que por culpa de una empresa contamina los pulmones de niños/as mientras mata de cáncer a los/as adultos (y si no les gusta, se van del lugar). Es el país de los más de 500 ojos mutilados por marchar, es el terruño del secreto militar, los centros de tortura clandestinos y los/as desaparecidos/as hasta nuestros días.
Es difícil saber por dónde partir. Un principio es la reconstrucción de la Educación Pública con un proyecto social y emancipatorio claro. Un espacio de deliberación y humanidad que no dependa del financiamiento por asistencia y que no compita con el mercado educativo. Es el único camino, claro que no, pero como pedagogo no encuentro mejor pase al área para cerrar, que la célebre frase del pedagogo crítico brasileño Paulo Freire: “La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”.
[1] Las variables de escuela explican entre un 10 % y un 30% de la varianza del rendimiento de los/as alumnos. Las variables de origen (Sociocultural, sociofamiliar y de comunidad) explican entre un 70% y un 90% de la varianza del rendimiento. (Sheerens, 2000, 1999; Cotton, 1995; Sammons, Hillman y Mortimore, 1995, Murillo, 2003, Murillo, 2003; Brunner y Elacqua, 2004; Banco Mundial 1995).
[2] (OCDE, 2004: 277 y 290)
[3] (OCDE, 2015)