Tiene ojitos de piscina, color agua marina, tal vez porque nació asimilado con la existencia del Océano Pacífico, que moja la orilla del litoral y alimenta diariamente al puerto de San Antonio, ciudad donde nació el músico, pintor y poeta Mauricio Enrique Castillo Moya, más conocido como Chinoy.
Viajamos temprano al puerto junto al sonidista Cristián Cárdenas, y en el terminal de buses “Barrancas” nos recibe Chinoy, cariñoso y simpático, desprovisto de ego y lleno de actitud.
Caminamos por el olvido materializado en las calles de San Antonio, que contrasta con el glamour de lujosos y despistados cruceros que varan en su costa, como si los que diseñan las rutas que recorren esos barcos apoteósicos quisieran que sus viajeros vean con sus propios ojos un puerto que sobrevive, más que nada, con el alma de la gente que lo habita. Entonces, los turistas que vienen viajando de todas partes del mundo, se topan con carteles de protesta en defensa de la pesca artesanal, lobos marinos que descansan en playas con restos de basura, y donde se cruzan transeúntes trabajadores con otros en situación de calle, como uno que camina con una enorme frazada en la espalda. Y así, avanzamos por la vida común de la costa chilena encontrándonos frente a frente con el mall “más feo de Chile”, según palabras de Chinoy.
Nos internamos en una feria donde se enfilan vendedores ocasionales de artesanía y pescadores de todas las edades que exhiben su mercadería del día. A Chinoy la gente lo saluda. Lo reconocen en la calle, le piden fotos, se encuentra con amigos y conocidos.
Como es temprano aún, nos sentamos en una banca frente al mar a hacer la hora, esperando a que nos de hambre para ir a almorzar. Sentados los tres mirando barcos, botes y gente pasar, nos atrapó una dulce y sofisticada conversa acerca del poeta Nicanor Parra, que vivió por muchos años en Las Cruces, otra localidad del litoral, muy cerca de ahí. De hecho, sus restos descansan en el patio trasero de su casa, al igual que Pablo Neruda, otro poeta que vivió y escogió su casa del litoral para su descanso eterno.

Chinoy nos cuenta que lo visitó varias veces en vida, que ha vuelto a su casa después de su muerte, y que luego de decir en voz alta “¡Hola Nicanor te vine a ver!” salió un gato maullando desde donde está su tumba. Yo también fui a verlo una vez, les cuento. Nicanor tenía ciento dos años y compartí con él unas dos horas. A propósito del tema, Cristián intenta gestionar para que vayamos a Las Cruces a visitar su tumba, pero fracasamos en el intento: el lugar está reservado exclusivamente para la familia, aunque le aseguran que esa figura con el tiempo cambiará.
Nos acercamos a la zona gastronómica de San Antonio y nos atrapan los típicos caza clientes de restaurantes que están en zonas turísticas, que se acercan y dicen a la velocidad de la luz todo lo que incluye un menú para almorzar. Cristián pidió un ceviche, Chinoy un caldillo de congrio Nerudiano más una botella de vino para compartir y yo también pedí un caldillo. Desde ahí en adelante el tiempo avanzó más lento de lo normal, desaparecieron las voces de los otros comensales, no se escucharon más el arrastre de las mesas y sillas cuando alguien se levantaba para irse o se sentaba a comer. Sólo se escuchaba el viento colándose por la ventana, y la “llamada larga” de las gaviotas que sobrevolaban la orilla buscando restos de pescado desechados por los pescadores. En paralelo, se agudizó el sorbeteo de las bocas en las cucharas al tomar la sopa, el rechinar de los dientes al contacto con el metal de los cubiertos y el sonido de nuestras gargantas tragando vino, -Santa Emiliana, el vino que tomaba Nicanor, según contó Chinoy-.
Comimos y contamos historias, hablamos de música y de ideas para cambiar el mundo, o al menos, el planeta en el que habitamos los seres sensibles y creativos. Chinoy se explaya en profundidad, todo lo convierte en broma mientras ríe con los ojos. Cambia de un tema a otro y nos cuenta por ejemplo, que a los diecinueve años fue pintor de proas de botes, y que ese fue uno de los oficios que tuvo antes de decidirse de lleno a vivir del arte.
Lleva puestos zapatos blancos, camisa floreada, chaqueta de cuero y pantalones negros. Una uña pintada de azul y de la oreja izquierda le cuelga un aro con forma de flor. Aún mantiene el pelo tinturado de rojo fantasía con el que se le ha visto el último tiempo, y pese a que él me dijo en una oportunidad que nunca le gustó Stone Temple Pilots, ese look no puede dejar de recordarme a Scott Weiland, el fallecido cantante de la banda.

Chinoy tiene cuarenta y cuatro y yo cuarenta y cuatro. Nos separan seis meses de diferencia y nos une el horóscopo chino. “Somos mono de metal”, me dice, mientras menciona que es aficionado al tarot. Chinoy habla bajito y las ideas se le atoran en la lengua. Raspa un poco de pescado con el tenedor, toma sorbos de vino, cucharea la sopa y retoma con otro tema. Escucha con atención hablar a los demás y remata con reflexiones poéticas, profundas o frases graciosas. Por ejemplo, yo comenté que me había encontrado con Nano Concha, bajista original de Los Ángeles Negros hace unos días, hablamos sobre el sonido característico de esa banda, y remató diciendo que Nano, seguramente, debe tener un magister en tristeza, por el sonido que le entregó a su agrupación. También nos cuenta sobre diferentes encuentros inesperados con Jorge González en distintos lugares del mundo. “Una vez, iba a una cita y de repente apareció Jorge. Me dijo ´¡Chinoy! te invito a comer, elige dónde vamos´. Atravesamos la calle y cenamos mientras hablamos de temas místicos”. En otra parte de la ciudad alguien esperaba a Chinoy, sin saber que en el camino se le había presentado una oportunidad difícil de rechazar.
No sé cuánto tiempo pasó, pero fueron horas largas y reídas que avanzaron en cámara lenta, con el viento silbando por la ventana y el “clin” de las copas al hacer salud. Nos olvidamos por un momento de todo y existimos para conectar con anécdotas, historias y experiencias. Para rabear con la ingratitud de un país que ha normalizado el abandono cultural y que deja a sus artistas a la deriva. “En Argentina me va bien”, nos cuenta Chinoy, “toqué en varios lugares allá, también en Niceto Club*”. De hecho, los tres coincidimos en que nos gustaría vivir alguna vez en Buenos Aires.
Nuestra presencia ahí tiene que ver con el nuevo trabajo discográfico en el que Chinoy se embarcará. Con la producción musical de Cristian, el músico pretende sorprender a su audiencia incursionando en otros géneros musicales. Este cambio tiene que ver con el fin de un ciclo de su vida, que lo tiene en una constante búsqueda. “A veces pienso en dedicarme a pintar” nos dice, pero a los minutos vuelve a visibilizarse haciendo música. Yo lo entiendo, está en un proceso de decisiones y de reformulación, cambiando de piel como un camaleón, viviendo ese precioso y necesario momento de la vida en el que comprendes que eres capaz de hacer otras cosas o cambiarte de zapatos para caminar tu camino.
“¿Conocen Llolleo?” nos preguntó. Cinco minutos después corrimos para subir por atrás a una micro que iba hasta esa localidad, pero nadie reparó en que no contábamos con efectivo para pagar el pasaje. Comenzamos a buscar entre bolsillos, bananos y mochilas mientras la micro avanzaba. Con la ayuda de una pasajera que reconoció a Chinoy, logramos hacer la plata. Chinoy husmeó entre sus cosas y me mostró la palma de su mano abierta “Aquí solo tengo recuerdos del verano”, me dijo. Eran piedras y un aro de mujer dorado. Pequeños tesoros recogidos que brillan para su corazón de poeta, otro poeta del añoso litoral.
Más tarde, rumbo a Santiago, el bus avanza y el paisaje cambia. La brisa marina se transforma en brisa de campo, la ciudad vuelve a dibujarse mientras aparecen las primeras edificaciones citadinas. Pienso en Chinoy, y creo que por eso no le teme al cambio, a la búsqueda, a la reinvención. Como un marinero que ha soltado amarras, sabe que el arte es su brújula y que su viaje aún tiene muchas mareas por cruzar. En su bolsillo, los recuerdos del verano. En su mirada, el destello de quien, cada tanto, vuelve a empezar.
*Niceto Club es un lugar donde se presenta música en vivo en Palermo, Buenos Aires. En Chile su equivalente puede ser el Club Chocolate.
Fotos de Jaime Manzo @@jaimmsphoto
