Viernes, Marzo 29, 2024

¿Por qué Aprobar?

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La Nueva Constitución es un acontecimiento. Los sectores que han concentrado el poder durante décadas lo saben. Por eso reaccionan. No les importa leer el texto ¿para qué, si desde el punto de vista histórico su relevancia no ha dependido tanto de argumentos y razones como de la autoridad y su facticidad?

Cuando el día 4 de septiembre triunfa electoralmente Salvador Allende, un nuevo proyecto irrumpe en la historia chilena: no se trata tanto de la “vía chilena al socialismo” –como se le denominó en esa época- como de la subversión de las relaciones de dominación hasta ahora prevalentes. El siglo XX –con el pacto oligárquico de la Constitución de 1925, cuya redacción fue profundamente antidemocrática- vio nacer la imaginación popular, tanto en los trabajadores y el campesinado. Los tres intentos previos de Allende por llegar a la primera magistratura (1952-1958-1964) fueron, a su vez, tres momentos de potenciación de la imaginación popular en que tuvo lugar una composición de fuerzas que les permitió enfrentar a una oligarquía rancia y financiada permanentemente por dólares provenientes de la CIA. El punto decisivo de la Unidad Popular fue su intento por subvertir las relaciones de dominación: si el paradigma con el que la República de Chile se constituyó fue el “portaliano” que consiste en ejercer un dominio oligárquico que aplica un “gobierno fuerte y centralizador” sobre el pueblo carente de virtudes cívicas, la Unidad Popular fue el intento por quebrar al portalianismo y convertir al pueblo –y no a la oligarquía- en el verdadero sujeto histórico de las transformaciones. 

El golpe de Estado de 1973 no fue más que la decisión que expone, a ojo desnudo, el hecho de que todas las cortapisas (legales, económica, políticas) instauradas por la oligarquía habían fallado frente a la irrupción de la imaginación popular. Allende fue creciendo sostenidamente su votación desde 1952 que sacó solo el 5% de la votación (con un Partido Comunista aún ilegalizado y un Partido Socialista dividido por la candidatura de Ibañez) hasta llegar a un 39% en 1964 frente a un Frei Montalva que sólo en virtud de su alianza con la derecha –y de los miles de millones que recibió de la CIA para su campaña- puede impedir que Allende logre la presidencia de la República. Pero en 1970 todo cambia: bajo el liderazgo de Tomic, la Democracia Cristiana, comprometida con transformaciones sociales (reforma agraria), no se alía con la derecha y entonces, Allende, a pesar de haber recibido menos votos que la elección anterior, triunfa en 1970 para gestar un “gobierno de las mayorías”.

Justamente éste constituye el dato crucial que nos permite analizar lo que fue la Unidad Popular y, a su vez, comprender cómo dicho momento se anuda intempestivamente con el actual: no por su discurso referido al “socialismo” (propio del momento ideológico que vive Allende), sino por su práctica democratizadora. Quizás, de la misma forma en que la Unidad Popular fue el intento de subversión del paradigma “portaliano”, lo ha sido el actual proceso constituyente que dio origen a la Nueva Constitución. Como la Unidad Popular se proyectó como un “gobierno de mayorías”, también esta Nueva Constitución se define como texto hecho por y para las mayorías. Habría que agregar un hecho no menor: la Unidad Popular fue un proyecto que excedía a un gobierno. En este sentido, fue un momento “constituyente” que, incluso, tenía como objetivo sustituir la Constitución de 1925 por una nueva Constitución socialista en la que era posible “ (…) transferir a los trabajadores y al pueblo en su conjunto el poder político y el poder económico.” –decía Allende en su Discurso del 21 de Mayo de 1971.

Digamos que, en función del proceso de composición de fuerzas que atravesó gran parte del siglo XX, el proyecto de la Unidad Popular fue, en gran medida más radical que lo que propone esta Nueva Constitución. Sin embargo, esta última, en sus limitaciones, también remite a la composición de fuerzas del presente que, son más débiles que las devenidas durante la Unidad Popular porque provienen de la aguda debacle experimentada a partir del golpe de Estado de 1973 y la consecuente implementación del régimen neoliberal. A pesar de todo, son fuerzas que pudieron articularse hasta dar lugar a un proceso que desemboca en la redacción de una Nueva Constitución. No serán llamados simplemente “trabajadores” –ese sujeto histórico ha mutado sustantivamente- pero la nueva composición de fuerzas implica la convergencia de tres potencias que no son sino cuerpos: el feminismo, los pueblos originarios y los trabajadores más y menos precarizados (más o menos desempleados bajo el nuevo régimen “flexible” de trabajo). Potencias que, por supuesto, no son excluyentes entre sí, sino que se imbrican al punto de compartir la misma intensidad.

Justamente, la Nueva Constitución, viene a democratizar al país en función de estas tres potencias: asume la paridad con rango constitucional –no será solo una política pública; abraza la plurinacionalidad de los pueblos originarios trastoca la noción portaliana de “nación” y profundiza la sindicalización “ramal” que ofrece mayor poder de negociación de los trabajadores. En estas tres dimensiones, la Nueva Constitución equipara el terreno y desconcentra el poder: desconcentra el poder del hombre sobre la mujer, desconcentra el poder blanco respecto de los pueblos originarios y desconcentra el poder empresarial respecto de los trabajadores. Así, lo que en el fondo esta Nueva Constitución ofrece es una redistribución del poder para las grandes mayorías.

Por supuesto, que esa redistribución obedece a la composición de fuerzas prevalentes y, por tanto, nada obsta que, de ganar el Apruebo, esta Nueva Constitución no pueda ser reformada: sea a favor de las mayorías, profundizando sus luchas y derechos o a favor de las minorías oligárquicas en una suerte de golpe parlamentario permanente llevado a cabo desde el Congreso Nacional u otras instancias.

Un último aspecto me parece relevante: la Nueva Constitución salió a contrapelo de los dispositivos institucionales y los tiempos que se ofrecieron para ello: el pueblo se impuso el 18 de octubre de 2019 y, frente a ello, como una forma de neutralizar la revuelta se instituyó el Acuerdo del 15 de Noviembre: acuerdo que fue hecho entre el sorprendido y agónico partido portaliano, pero del cual, los pueblos de Chile terminaron por apropiarse parcialmente introduciendo la paridad y los escaños reservados a pueblos originarios. Eso sin contar con que la elección de convencionales impidió a la derecha sacar el tercio que le habría permitido vetar la mayoría de los artículos propuestos. 

Es clave este punto: el 15 N no debería leerse como bajo el prisma del “todo o nada”, sino de un vaivén de relaciones de poder cuyos dispositivos oligárquicos orientados a agregar más y más “torniquetes” fueron parcialmente profanados abriendo a nuevos usos en común que rebasaron lo que el debilitado partido portaliano había previsto. Todo fue parcial. Ni todo ha sido ganado en la propuesta de Nueva Constitución, pero tampoco todo ha sido perdido. Aún, estamos en el momento de suspensión del tiempo histórico en el que precisamente los pueblos deben decidir, vivir no bajo una Constitución “sagrada” (como era la de 1980), sino bajo una Constitución “profana” emergida de la misma lucha de los pueblos, tal como lo soñó Allende.   

A esta luz, la cuestión relevante por ahora es: ¿por qué Aprobar? Porque la Nueva Constitución da poder a las mayorías: mujeres, pueblos originarios, trabajadores en general. Mayorías que han estado ausentes de la política de los últimos 50 años desde que se acometió el golpe de Estado de 1973 que barrió con ellas. Porque finalmente: ¿para qué sirve una Constitución? Para catalizar potencias y habilitar a los pueblos a incidir en la historia política del país. En esta perspectiva, tenemos dos tareas clave: en lo inmediato, que triunfe la opción Apruebo el día 4 de septiembre; acto seguido, apropiarse democráticamente del proceso –a pesar del vetusto Congreso Nacional que tendremos frente elegido en base al Ancien Régime– e impedir a toda costa que el Congreso pueda terminar por “faenar” el nuevo texto en el proceso de su implementación. Porque ¿quién debe defender la Nueva Constitución? Los mismos pueblos que le dieron origen y que se levantaron contra la generalizada corrupción que ha significado la actualmente muerta Constitución de 1980.

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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