sábado, septiembre 14, 2024

Algunos apuntes en torno a la derrota electoral del Apruebo

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La derrota es una especie de duelo, porque nace de un proceso en el que uno alimenta expectativas que son finalmente derribadas. Es parecido a enfrentar la muerte, el desamor o la cesantía. Duele, es amarga. Es una sensación que se inunda de preguntas irrespondibles. Por qué, cómo, qué pasó, cómo es posible. Ello es naturalmente exacerbado si la derrota es contundente. Invita a cuestionarse cosas elementales. Y ahí, luego de superar las emociones inmediatas, es donde nace una nueva (y buena) oportunidad para sacar conclusiones, analizar y replantear. Ríos de tinta correrán intentando explicar por qué llegamos a esto. Por qué no lo vimos venir. En estas líneas intento proponer alguna aproximación.

Podríamos decir que la derrota en el plebiscito constitucional se justifica en la obligatoriedad del voto y el desconocimiento absoluto de los intereses de un padrón histórico y hasta el domingo ignorado, que la performance de Las Indetectables movió la aguja o que la campaña de fake news instaló de manera irreversible el miedo a la nueva propuesta constitucional. A mi juicio, ese es un análisis cortoplacista que no ayuda a comprender la profundidad del problema que enfrentamos. Hay que retroceder varios pasos atrás.

Factores mediatos: mirar a los ojos a la historia reciente

Desde el fin de la dictadura y el inicio de la democracia liberal, el sistema de gobierno pactado con los militares mantuvo el régimen neoliberal resguardado por la Constitución de 1980. Dicha carta constitucional fue producto de un proceso revolucionario de derecha, aquel que por las armas tomó el poder y designó a un grupo de abogados para redactarla a puertas cerradas, en protección de los intereses de la elite cívico militar de nuestro país. Delimitó los márgenes de acción de toda la institucionalidad chilena en materias relevantes como la protección de determinadas garantías y la regulación del sistema político en general. Ninguna reforma relevante era posible sin antes traspasar los cerrojos que la Constitución establecía para su propia sobrevivencia.

Ese marco de acción, delimitado por unos pocos para otros muchos, se acompañó de la apertura de Chile a los mercados internacionales, de la promoción de la inversión privada y del acceso al crédito; así como también de la privatización de derechos sociales como la salud, la educación y la vivienda. Todo ello, también bajo la administración de gobiernos de la Concertación. Ahora bien, el desarrollo de este sistema se vio acompañado también de un profundo cambio cultural e ideológico. La exacerbación de la protección al derecho de propiedad, el deterioro progresivo de “lo público”, la monopolización de los medios de comunicación, la visión negativa de un programa político progresista de transformaciones profundas y la instalación exponencial del discurso anti delincuencia, son algunos de los elementos que comenzaron a modelar las relaciones en sociedad.

Esto último es, a mi juicio, uno de los primeros factores mediatos que explica la derrota: la moral conservadora, ya nacida e instalada desde inicios de la República en nuestro país, se afianza como un modo de enfrentar la vida y las relaciones sociales.

En la famosa escena de “Los 80”, recreada de manera precaria en la franja del Rechazo, en que Juan Herrera golpea a su hijo y la mesa señalando que en su familia no hay ni comunistas ni pinochetistas sino personas, se describe simbólicamente lo que dicha moral conservadora había logrado: la negación del debate desde el Rechazo a los “extremos”, la sobrevaloración del diálogo por sobre cualquier otro mecanismo de solución de conflictos, la idea de estabilidad/tranquilidad que debe primar por sobre la incomodidad de la diferencia, la familia por sobre la política. En efecto, ese discurso caló hondo. Ni de izquierda, ni de derecha: todos los políticos generan la misma desconfianza y construyen sus relatos desde el absoluto conocimiento de la realidad de las personas.

Desde los años 2000 comenzó a fortalecerse la organización política y colectiva, primeramente, desde los movimientos estudiantiles. Fueron las y los jóvenes de nuevas generaciones postdictadura, quienes comenzaron a influir en el debate público desde la protesta como forma de acción. Dichas movilizaciones comenzaron como un asunto meramente gremial: mejores condiciones de infraestructura en los colegios, extensión del uso del pase escolar, modificaciones legales a cuerpos normativos que regulaban asuntos relativos a la educación. No existió, como demanda principal, una visión común de problemas que afectaban a la sociedad en su conjunto; ni tampoco una articulación con otros movimientos sociales o partidos políticos. Sin embargo, la sociedad comenzó a tomar posición sobre sus distintas luchas. Una conclusión general y apresurada respecto de esa postura es algo que en los años venideros seguirá repitiéndose: estoy de acuerdo con el fondo, no con la forma. Comienza a consolidarse la idea de que hay cosas que funcionan mal, pero que el mecanismo para buscar soluciones debe hacerse de manera pacífica.

Sin perjuicio de ello, las movilizaciones estudiantiles comienzan a tener cada vez más masividad y fuerza. Desde 2011 en adelante, la protesta en la calle se valida como un mecanismo de posicionamiento de demandas; concitando apoyo general de la ciudadanía en petitorios profundos (como la gratuidad y el fin al lucro) y generando lazos visibles de comunión con otras causas (sobre temas de pensiones, causas medioambientales, movimiento feminista y disidencias, etc.). Las marchas comenzaron, literalmente, a tomarse las calles de Santiago.

Para todos es conocido que esa socialización del malestar desembocó en 2019 en un movimiento espontáneo de protestas mucho más radicalizadas y contundentes que las que hasta ese año venían ocurriendo. El denominado estallido social, nacido de manera inorgánica y solo sobre la base común del deseo de cambiar las cosas, logró cubrir la gran mayoría del territorio nacional con manifestaciones de distinto tipo y una reacción violenta por parte del Estado: el Presidente terminó por declararle la guerra a su propio pueblo.

Aquí destaco un segundo factor mediato. Si bien el estallido social logró tensionar al debate público al punto de conseguir que la institucionalidad, a través de sus partidos políticos, propusiera el inicio de un proceso constituyente, y concitar apoyo general de una parte de la ciudadanía; generó también una profundización de la respuesta reaccionaria de otra buena parte de la sociedad.

Luego de la extensión de las protestas en Santiago por aproximadamente 10 meses (con intensidad variable), el debate terminó trasladándose a la forma más que al fondo; con dos polos que tomaron bandos opuestos en el debate público: aquellos que ensalzaron el relato de condenar y promover la represión y criminalización del movimiento social (capitalizado principalmente por sectores de derecha, pero también con pequeños empresarios y vecinos/as afectados); y quienes tensionaron aún más hacia la acción directa como forma válida de protesta, estableciendo un relato de demanda-sobre-demanda de diversos movimientos sociales y adquiriendo una dinámica de comunidad con códigos y lógicas propias.

El acuerdo del 15 de noviembre representó para el país la oportunidad de iniciar un camino que terminaría con la superación de la Constitución de Pinochet. El plebiscito de entrada dio muestra de que la mayoría del país así lo quería. Una mayoría que, comparativamente a los números del último plebiscito constitucional, terminó por ser artificial.

Tenemos entonces un tercer factor mediato. Y es que desde siempre asumimos que la ciudadanía estaba dispuesta o quería promover un proceso constitucional como una respuesta necesaria a las demandas que el movimiento social hasta ese momento había levantado. No sabíamos que en realidad había un buen segmento de la población que no estaba interesada en ello; que desconocía de qué trataba realmente; o que simplemente tenía miedo de participar en lo que sería un cambio de las bases fundamentales de nuestra institucionalidad. Ese error de lectura generó distancias que fueron imposibles de derribar en los dos años venideros.

El fracaso de la Convención

El proceso de la Convención Constitucional merece análisis en un texto aparte. Por ahora me limito a decir que se falló en todos los aspectos. En lo político, debido a una composición de fuerzas que tensionaron permanentemente el debate sobre la base de identidades y relatos complacientes, en algunos pasajes intransigentes, que corrieron incluso fuera de lo político-partidista justificando su actuar en el mal interpretado rol de los independientes; en lo comunicacional, por no haber existido un plan contundente que pusiera en el centro la debida exposición de los contenidos de la discusión a la ciudadanía, más allá de las redes sociales; y en lo simbólico, por ensalzar figuras que terminaron siendo derechamente ridículas para la ciudadanía. Todo sumado a los vergonzosos “eventos” que generaron algunas individualidades que llegaron a dicho espacio de deliberación.

Ello fue naturalmente amplificado por los medios de comunicación que, de manera insidiosa, lograron cubrir de la peor manera posible el trabajo que se llevó adelante. No hubo espacio alguno en sus parrillas programáticas dedicado a informar con claridad qué se estaba haciendo, las etapas del proceso, ni cuáles eran los alcances de las palabras y propuestas de los constituyentes; más allá de ciertos programas de debate y secciones en noticiarios, que poco alcance tuvieron. Esto abre una veta de debate urgente para las izquierdas. Si bien existen claras barreras de entrada, económicas e institucionales, para disputar el espacio de los medios de comunicación, es una necesidad que cualquier programa político que busque transformaciones profundas debe considerar.

Lejos de ser un proceso virtuoso, se trató de uno que alejó aún más a la ciudadanía de la discusión constitucional. A mi juicio, este es uno de los principales factores -ahora inmediatos- que explican la derrota: desde este momento la elección estaba completamente cuesta arriba.

Luego tenemos el análisis del texto constitucional propiamente tal. Más allá de una redacción técnicamente débil, extensa y de difícil comprensión, se propuso un ambicioso catálogo de derechos que debían ser garantizados y que buscaban hacerse cargo de las demandas que los movimientos sociales habían impulsado en los últimos años. Esas demandas pretendieron representar al amplio espectro de personas que habitan nuestro país. Sin embargo, la votación demostró que la mayoría de las personas ni siquiera se vio interpelada por ese esfuerzo.

Los elementos que configuran el primer factor remoto, descritos anteriormente, aparecieron con especial fuerza. El miedo al cambio radical de las cosas como las conocemos, se consolidó como uno de los principales móviles para rechazar la propuesta constitucional.

Rechazo al gobierno y la habilidad comunicacional de la derecha

Otro de esos móviles se vincula directamente con el hecho de que la ciudadanía estimara que el ejercicio de votar en el plebiscito representaba también una posibilidad de evaluar al Gobierno. Pero ello hubiera ocurrido en cualquier escenario. Es decir, si José Antonio Kast hubiera ganado la segunda vuelta, probablemente la votación hubiera tenido resultados radicalmente distintos. Tanto la votación del plebiscito de entrada como el de salida llegaron en momentos en que la sociedad demanda cambios inmediatos y soluciones urgentes frente a problemas que les aquejan. Las personas se dieron la oportunidad de evaluar al gobierno de turno frente a su forma de abordar la delincuencia, la crisis migratoria o el narcotráfico. El resultado está a la vista. El 38% del Apruebo coincide naturalmente con el 38% de aprobación del Presidente Boric.

La crisis generalizada de las instituciones ha sido caldo de cultivo para que la derecha capitalice de manera adecuada discursos que hacen mucho más sentido a las personas. Sobre la base de slogans claros y precisos, construyeron un despliegue comunicacional que se comenzó a ejecutar incluso antes del período de campaña. Ello en coherencia con la construcción histórica que su relato ha hecho sobre problemas profundos como la delincuencia, la violencia o la idea de los extremos. Instalaron desde un principio los riesgos que aparentemente representaba la nueva Constitución, dando la peor y más deshonesta interpretación posible a las normas que se plasmaron en el borrador. Ese discurso construido desde el miedo caló hondo. Las fake news operaron como una amplificación de aquello, y obligaron a quienes defendían el proceso y el texto a posicionarse en todo momento desde el discurso de la explicación (esto no es así / eso es mentira / eso es falso). Nunca el proyecto de nueva Constitución pudo marcar pauta desde un relato propio, que hiciera sentido a esa gran mayoría votante que finalmente fue la que inclinó la balanza en favor del Rechazo.

La contundente derrota del Apruebo fue un golpe de realidad que nos pilló de sorpresa. Ninguna encuesta ni análisis pronosticaba una diferencia tan grotesca entre ambas opciones. Frente a ello, las posiciones autoflagelantes seguirán apareciendo en el debate público. Seguramente vendrá un nuevo período de quiebres al interior de la izquierda, una crisis de inestabilidad para el gobierno de Gabriel Boric y una capitalización política de sectores moderados y de derecha, que se traducirá en una nueva forma de composición del escenario político. Tiempos seguramente muy oscuros.

Sin embargo, las lecciones que deja este proceso entregan mucha claridad: la izquierda debe volver a mirar al pueblo, comprender sus necesidades y demandas, y construir un programa transformador verdaderamente representativo. Se acabó el tiempo de detenernos en superficialidades. Es momento de enfrentar, desde lo más profundo, la batalla cultural e ideológica impuesta por la dictadura y profundizada en democracia.

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