sábado, septiembre 14, 2024

La sanción: El infierno de una democracia sin pueblo

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                                                                                                   A Toni Negri, filósofo digno y alegre.

Hacia el final del Libro I de su Comentario a la República de Platón, Averroes escribe: “Cuando a falta de contención en la afición a la música y la incontinencia en la comida y la bebida se incrementa en esta sociedad, forzosamente necesitarán de dos ciencias: la jurídica y la médica. Nada hay más indicativo de la mala conducta de los ciudadanos y de la ruindad de sus ideas que el hecho de que tengan necesidad de jueces y médicos; señal cierta de que carecen de cualquier clase de virtud y solo las cumplen por la fuerza; conforme más necesiten los miembros de dichas ciencias y más honores le rinden, más lejos estarán de la justicia.”

El actual escenario político chileno responde perfectamente al problema subrayado por Averroes. Se trata de una sociedad que solo se moviliza por y desde la sanción. Todos se reprochan ser culpables de y todos pretenden “educar” a los demás a través de alguno que otro dispositivo de sanción.

La sociedad chilena, aún capturada por el fantasma portaliano, no puede más que rendirle honores a la sanción, generando dispositivos cotidianos de culpa por medio de los cuales los ciudadanos son impulsados a obedecer leyes que no experimentan, instituciones que no habitan de ninguna forma. La realidad se articula debido a la coacción: las “ciencias” no hacen más que apuntalar el mecanismo sancionatorio que ya no pretende restituir una ética sino justamente compensar (y profundizar) su total destrucción.

No se trata, por cierto, de un discurso atribuido solo a las derechas. Más bien, a una “cultura de derechas” que constituyó desde siempre al progresismo expropiando la lengua de los procesos emancipatorios en la medida que les tradujo a partir del régimen de la equivalencia general en la que toda forma originalmente liberadora devino una forma sancionatoria. Con ello, en vez de destituir las formas de obediencia, el mecanismo terminó fortaleciéndolas. Desde el ecologismo a un cierto feminismo, las diferentes formas expresivas han sucumbido a la lógica de la sanción dándole un feliz pase al neofascismo.

Por eso, de una defensa acérrima de los derechos –que no necesariamente significó una transformación decisiva del derecho- hemos situado un escenario neofascista por excelencia cuya forma es la de la consumación de la sanción.

En medio del naufragio en el mar de las pasiones tristes, este domingo, los chilenos volveremos a ser convocados “obligatoriamente” a votar por si se está “a favor” o “en contra” de la nueva propuesta constitucional elaborada por el neofascismo para los millonarios. Ello muestra cómo lo que llamamos “democracia” en Chile no era otra cosa que un conjunto de procedimientos que puede convocar a los ciudadanos regularmente a votar sin necesidad de un ethos común y, por tanto, sin la experiencia de los pueblos.

Votar “obligatoriamente” significa hacerlo burocráticamente. Una democracia sin pueblo, es decir, sin démos, es una “ademocracia” (a-démos) que, siendo fiel al fantasma portaliano del que sigue capturada, le rinde homenaje a la obediencia, la sanción y la culpa.

En ella, todos se plantean como víctimas y todos culpan a otros de sus miserias (migrante, zurdo, la “casta”, etc.). Es más, el conjunto de mecanismos sociales que funcionan cotidianamente, operan todos o casi todos en y desde la sanción. Y si bien con la sanción se tiene la ilusión de abrigar justicia, es precisamente con la sanción que nos alejamos de ella.

En suma, se trata de una sociedad que ha perdido –por el momento- su capacidad de reír, aquella expresión cómica cuyo erotismo inundó las calles del país en Octubre de 2019,  porque ha sido subsumida en la arcaica figura de la tragedia donde no hay más que producción de culpa. Tragedia cristianizada, por cierto, en la forma del antiguo pecado original (Agustín de Hipona) que ha permanecido como único remanente de una sociedad que se ve a sí misma condenada, sin necesidad de haber cometido falta y donde, sin embargo, la diferencia entre la ciudad de Dios (el pecado) y la del hombre (la falta) establecida por el agustinismo ya no va más y se hallan enteramente identificadas en una y la misma lógica.

Esta es precisamente la premisa de la “guerra” librada por Israel contra la población palestina en Gaza hoy, ha sido la de la “guerra contra el terrorismo” que condena a una población, cultura o individuos sin necesidad de procedimiento judicial y es, por supuesto, la que opera en la democracia chilena como un simple mecanismo burocrático. Es justamente a propósito de este problema que Walter Benjamin sostenía que la culpa propiamente capitalista –es decir aquella que destruye la otrora separación cristiana entre las dos ciudades o esferas- consistía en la producción de una culpa sin posibilidad de expiación, respecto de la cual solo puede advenir una condena eterna y sin juicio. ¿No es esta la mejor definición del infierno?

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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