Desde que la asonada de Octubre se irrumpió, cierta inquisición inició sus movimientos. No se trató de la antigua institución, pero si de una réplica de alguna de sus prácticas. Amparados en los grandes medios masivos –que pertenecen todos a las clases dominantes- la cacería para descubrir qué intelectual estaba “detrás” de la revuelta se desplegó con todas sus fuerzas[1]. “Detrás” era el término utilizado –en realidad inventado- por el catolicismo cuando, a través de la Inquisición, denunciaba al judío que no se había convertido del todo (el “marrano”) o al musulmán que, en virtud de algún rasgo mínimo, aún podía ser acusado de “moro”. “Detrás” designa esa invención metafísica que pone a un “sujeto” ahí donde jamás lo hubo. “Detrás” funciona como el garante del orden. Porque el acontecimiento desatado acusa que, a pesar de todo, tiene una “cabeza”, tiene un “líder” aunque éste no sea político, sino intelectual. Bien decía Pinochet –el gran inquisidor de los últimos tiempos- que si “se mata la perra se acaba la leva” y, por tanto, aniquilar al “sujeto” que yace detrás bien termina con la voz que irrumpe adelante.
Desde que la revuelta popular de Octubre interrumpió el continuum amargo del país, los intelectuales del orden –cumpliendo la función policial necesaria- se han dedicado a leer a otros intelectuales llamados de “izquierda” que, quizás, jamás lo hubieran hecho sino hubiera sido por dicho acontecimiento, para “descubrir” cuál de todos ellos está encabezando la yihad orientada a “legitimar” la “violencia”. Frente a dicha campaña, será necesaria una verdadera cruzada proyectada por los buenos de corazón, los que, supuestamente, no promueven la violencia (son santos, verdaderos ángeles del presente) pero que, por sobre todo, creen detentar un concepto de “violencia” como si éste fuera un término “claro y distinto” que no necesita de ninguna problematización, pregunta o cuestionamiento.
Curiosa escena: quienes identifican a los supuestos defensores de la “violencia” son, al mismo tiempo, incapaces de pensarla. En último término, operan inquisitorialmente porque en vez de pensar la violencia la naturalizan y la dan por hecho. En suma, su discurso –por más alternativo que quisiera presentarse, incluso si usa referencias teóricas inéditas para la derecha de las últimas décadas- logró construir un clivaje del orden, una verdadera fortaleza cognitiva no solo para impedir que los bárbaros la crucen sino para perseguir a sus supuestos cabecillas. En este contexto, hay que leer la escena como una operación política destinada a forjar los discursos necesarios para solventar al nuevo pacto oligárquico en ciernes.
Haber asumido la “violencia” sin más convirtiéndola en el cliché más grande de todos estos años, seguramente, ha de ser la operación mediática más eficaz y, al mismo tiempo, la más equívoca. Como la antigua Inquisición, también esta persigue fantasmas. Ante todo, se dirige a aprehender al “quien” está “detrás” presuponiendo que hubiera un “quien” que estaría justamente “detrás” dirigiendo los hilos de la historia de esa pobre masa de frustrados por el sistema de consumo.
Desde un sociologismo que cree coincidir totalmente con la realidad (en él, parece hablar la “realidad” y “adultez”), hasta un conjunto de propuestas más vinculadas al discurso de las humanidades (filosofía, estética) que asumieron un discurso “alternativo” que solo sirvió para confirmar el viejo sociologismo y su ideario de orden, la diversidad de propuestas inquisitoriales ha sido notable. No solo notable, sino normal. Ellas son la normalidad de las cosas, la “realidad” misma, lo que las cosas no solo debieran ser, sino las que son. Por eso, quizás en un noble ejercicio de misericordia nos han propuesto reformarnos, incentivarnos a pedir perdón, a convertirnos al maná de los “30 años” y a evangelizarnos para saber qué es lo que hay que pensar.
Esta resulta ser un asunto absolutamente lógico si se entiende que los inquisidores siempre han pretendido no solo gobernar territorial y económicamente al país, sino también subjetivamente, gobernando al pensamiento, operando como su verdadera policía. Su invitación –noble- es a cristianizarnos, convertirnos en “gente de bien” como ellos. La operación que se resuelve ahí –y que los inquisidores se aprestan a resguardar- es justamente no solo la defensa de un orden que ha sido profundamente impugnado sino de constitución de un nuevo orden que ofrezca gobernabilidad al nuevo pacto oligárquico que se anuncia.
La ilusión de que “alguien” está “detrás” de la revuelta no solo es una operación moral de origen cristiano, sino, además, una presuposición equívoca para el escenario de la revuelta de Octubre: esta última no solo careció de “cabezas” que la dirigieran políticamente sino, además, nunca supo que “mentes” que la inspiraran intelectualmente. Como jamás existió la vanguardia política tampoco existió su vanguardia intelectual. La revuelta fue un momento de conocimiento fulmíneo en que el pueblo de Chile ejerció el complejo “paso atrás” del pensamiento (la epoché, como lo caracteriza la fenomenología).
Aunque a los fans de Portales les pese su propia noche, que la revuelta no tenga intelectuales no significa que ella no piense, aunque para ello no necesite de la sistematicidad ficcionada de la academia, del cinismo de los think tanks u otras instancias tan conocidas. De hecho, una larga tradición –la de los oprimidos por la tradición filosófica- que va desde Al Farabi a Spinoza, desde Averroes a Marx, siempre ha entendido que los pueblos piensan, aunque lo hacen de manera imaginal (alegórica, profética) si se quiere, pero concreta y decisivamente. Los pueblos no piensan necesariamente en la soledad de un escritorio, sino en la vitalidad de las calles que se apropian y que, en determinados momentos, vuelven a poblar.
De esta forma, lo que la revuelta de Octubre expuso a la luz del día es que “detrás” de ella, no había nada ni nadie. La revuelta carece de algún “sujeto” “detrás”, ella es nada más que un acontecimiento de imaginación, irrupción an-árquica y sin cabeza, en cuyo trayecto despliegan formas de organización articuladas en y para enfrentar la contingencia del día a día (asambleas, ollas comunes, primeras líneas, etc). La enorme angustia que produce la revuelta a los inquisidores es, precisamente, que ella no tiene un “quien”, que tras ella no pervive ningún judío, ningún musulmán mal convertido, sino tan solo el fantasma del inquisidor persiguiendo a quienes, supuestamente, han cometido la gran herejía: criticar a los 30 años, destruir su ficción, destituir al Chile devenido monumento neoliberal forjado por el narcisismo de su oligarquía.
[1] Hay que recordar que, incluso, un matutino publicó una noticia acerca del “castrochavismo” que supuestamente estaba “detrás” de la revuelta de Octubre.