Es cuestión de leer los medios en los últimos días en los que Juan Sutil, presidente de la CPC, como si fuera un ciudadano más o una autoridad electa popularmente, aparece discrepando de ciertas decisiones del Parlamento y dando opiniones derechamente políticas sobre el rol que debe o no tener un personaje como Mario Desbordes. Siempre, claro está, apelando a la constitucionalidad, como si el lector fuera tan torpe que no pudiera adivinar intereses de gremio tras sus opiniones.
Por estos días, debido a la discusión de constitucionalidad en ciertos proyectos como el de retiro de pensiones, el presidente Sebastián Piñera anunció que convocaría a una comisión de expertos para que analice si algunas iniciativas legislativas cumplen o no con lo que señala la Constitución aún vigente. Lo hizo con un tono señorial que simulaba aires republicanos que no se lograron. Aunque hablara de una legalidad necesaria para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho, hay que señalar que él no está facultado para tal intervención en el Congreso, por lo que parece un intento por mantener las bases ideológicas de una institucionalidad que ya parece ir perdiendo respeto.
Es cierto que todos aquellos proyectos que carezcan de constitucionalidad no deben ser permitidos, independientemente de si la motivación me guste o no como particular. Es cierto también que para realizar cambios estructurales se requiere de una conversación más grande sobre, precisamente, las estructuras y las bases que las sustentan; sin embargo, eso no puede desviarnos de hacer un análisis político de las razones por las que se intenta resguardar ciertas formas de acción.
Si bien podríamos recurrir a la discusión teórica y leguleya que expuso Carlos Peña en una columna que, de acuerdo a las bases de toda democracia liberal, está correcta, lo que vimos fue más bien la defensa de ideas e intereses que de lo legal. Hay ganas de resguardar una hegemonía y ciertos valores propios de la elite que redactó el texto constitucional, y una necesidad de perpetuar lo indiscutible de algunas premisas.
Es cuestión de leer los medios en los últimos días en los que Juan Sutil, presidente de la CPC, como si fuera un ciudadano más o una autoridad electa popularmente, aparece discrepando de ciertas decisiones del Parlamento y dando opiniones derechamente políticas sobre el rol que debe o no tener un personaje como Mario Desbordes. Siempre, claro está, apelando a la constitucionalidad, como si el lector fuera tan torpe que no pudiera adivinar intereses de gremio tras sus opiniones. Y como si no estuviera claro que toda la configuración constitucional está hecha según miradas claras sobre la ciudadanía y las relaciones de poder.
Habría que ser ingenuo para extrañarse porque estas cosas sucedan en un país en el que la discrepancia fue convertida por muchos años en una herejía por un relato político posdictatorial. Por eso es que parece tan necesario ampliar el debate, en todos los aspectos, sobre las materias constitucionales del futuro, con tal de desarticular algunos caprichos ideológicos que se han instalado como “lo que debe ser”. Episodios como estos son los que deberían motivar a una democracia a poner en disputa sus valores fundamentales, lo que no se ha hecho porque no ha habido una instancia en que las ideas de unos y otros valgan lo mismo. Y la falta de esta instancia es la razón por la que los postulados y los intereses de Sutil y Libertad y Desarrollo- estos últimos representados de sobremanera por Cristián Larroulet en la casa de gobierno-, pueden aún en estos días ser vestidos de una cierta legalidad que invisibilice las gritas de fondo.
La acción de La Moneda fue un intento poco decoroso por agarrar las riendas ideológicas que se creen perdidas, independientemente de que los proyectos legislativos efectivamente carezcan de constitucionalidad. Y es tal vez la gran prueba de que el principal problema no es esa inconstitucionalidad, sino que la Constitución, con el tiempo, se ve más como lo que es como lo que pretendió hacer creer que era: el triunfo de algunos sobre unos contendores domesticados.