La crisis por la deuda de las isapres con sus cotizantes, debido a una mañosa aplicación de tabla de valores, ha permeado toda la discusión nacional. Ante esto, el gobierno ingresó al Congreso una ley corta en la que se busca acordar un método en el que las aseguradoras privadas paguen lo que deben a sus pacientes/clientes.
Como era de esperar, esto no gustó a la industria, la que alegó la desaparición del servicio y, por ende, del acceso de parte de la población. Lo que llama la atención- aunque no debería hacerlo- es la forma en que las isapres afrontan este problema que es exclusivamente su culpa. Lo hacen como si se les debiera algo, como si no hubiera una responsabilidad pública masacrada por un negocio privado que rompió toda reglamentación al respecto.
Debido a que parte de la población, lejos de la mayoría, se atiende con ellas, escarban en algo que está en disputa hoy y es el antagonismo entre lo público y lo privado; en la idea de que el esfuerzo personal de la gente debería dar como fruto poder salir de lo estatal para así llegar a contratar un seguro que los haga libres en materia de salud. Para aprovechar este dilema que atraviesa todo país con los niveles de mercantilización de la vida diaria como el nuestro, de inmediato la asociación encargada de velar por los intereses de estas aseguradoras acusó al gobierno de sobreideologización, que es tal vez la manera más inteligente para efectivamente sacar del debate el problema ideológico que claramente está en juego.
Sin embargo, al hacerlo, al culpar al otro de sus ilusas ideas de la sociedad, lo que se hace es evitar preguntarse por los problemas de la sociedad concreta, que es, en este caso, que un sistema privado esté entrampado por sus propias acciones, sin ningún factor exógeno. No hay conciencia de que, independientemente de cuál sea la solución- y que capaz ninguna sea totalmente satisfactoria para todas las partes-, dicho sistema está sumergido no por los delirios estatistas de un presidente y su gobierno, sino por la fascinación por un mercado desregulado y sin ninguna categoría ética que lo rija, de parte de los dueños, directores y accionistas de estas empresas.
Es acá donde parece interesante detenerse, sobre todo en momentos en que los cambios de ánimo electoral que ha vivido el país han tratado de sumergir ciertas discusiones esenciales, y afirmar que el acceso debe tener ciertos estándares éticos superiores a los de cualquier otro negocio. El hecho de que la gente elija con su dinero pagar más por un servicio de esta índole, no puede jamás ser sinónimo de entregarse a un mundo con reglas corporativas que no se someten a las comunes. Y esto no gusta en algunos, ya que parecen empeñados en seguir nutriendo sus gustitos ideológicos sin asumir nada cercano a la responsabilidad pública con tal de seguir funcionando, gracias al perdonazo del Estado, como si no hubiera pasado nada.
Es curioso, pero pareciera que la idea de un sistema privado, los beneficios que se dice que puede tener por sobre el público, no es ni siquiera defendida por los dueños de los servicios que conforman este sistema. Las ganas de sobrevivir, de salvarse bajo cualquier circunstancia y sin ningún replanteamiento, es la prueba más fehaciente de que no existe una mirada sobre la sociedad más allá que la de seguir sobreviviendo, sin mirarse. Y esa autocomplacencia dogmática ha mostrado su peligrosidad en estos años de crisis nacional.