La evolución política de Óscar Guillermo Garretón es conocida: desde su postura económica socialista durante el gobierno de Salvador Allende, su proyecto insurreccional con el MAPU Lautaro, una militancia en el Partido Socialista que aprovechó como plataforma para convertirse en ejecutivo de la Telefónica y, a partir de ese momento, su entusiasta compromiso con el mundo empresarial. Poderoso caballero es don dinero.
En nota de La Tercera (21-02-2021), Óscar Guillermo Garretón, bajo el título “Una pregunta impostergable”, se atreve a descalificar a los tres poderes del Estado por su incapacidad para reprimir los actos de violencia y el desorden público. Acusa, temerariamente incluso, al poder Legislativo de amparar y azuzar la violencia. Llama entonces a la represión estatal para que nuestro país no marche por el camino de Colombia y México.
La evolución política de Garretón es conocida: desde su postura económica socialista durante el gobierno de Salvador Allende, su proyecto insurreccional con el MAPU Lautaro, una militancia en el Partido Socialista que aprovechó como plataforma para convertirse en ejecutivo de la Telefónica y, a partir de ese momento, su entusiasta compromiso con el mundo empresarial. Poderoso caballero es don dinero.
Garretón está molesto con la violencia de los descontentos, pero no intenta explicársela, no busca los síntomas. Propone a los que mandan en Chile la utilización de la represión estatal (intensificarla supongo) ya que, según él, “los delitos violentos se han vuelto impunes”, “mermando la capacidad del Estado para reprimir, castigar o defenderse”. Coincide así con los agricultores extremistas de la Araucanía y también con el diputado de la “derecha moderada”, Andrés Molina, quien ha señalado que “El Ejército tiene que entrar con todas sus atribuciones y tenemos que estar conscientes de las consecuencias”.
Garretón se olvidó de Gramsci. Porque no basta con la policía y el ejército para mantener disciplinada a la sociedad: se requiere legitimidad, hegemonía. El mantenimiento del control sobre la sociedad requiere consentimiento social. Ningún régimen puede sustentarse sólo mediante la fuerza. Se necesita poseer apoyo popular y legitimidad para mantener la estabilidad política. Es lo que no existe en Chile.
La violencia de los dominados suele surgir de la rabia, la que no es una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento, sino ante el sufrimiento evitable. Donde hay conflicto genuino es razonable esperar un comportamiento violento. Así sucedió en la primavera de los países árabes, así es en la Araucanía y así ha sido con la rebelión iniciada el 18-O de 2019. En todos estos casos existen conflictos genuinos, que la política no ha sido capaz de enfrentar ni resolver.
Hay que ir a los síntomas, como lo dice sabiamente el senador Huenchumilla, cuando se refiere a la insurgencia en la Araucanía. Después de la “pacificación” de la Araucanía, a fines del siglo diecinueve, el pueblo mapuche fue despojado de sus tierras, las que se entregaron a colonos extranjeros y chilenos. Luego, con Pinochet y la Concertación, vinieron las apropiaciones de cientos de miles de hectáreas de bosque nativo, para plantar pinos y eucaliptos, por los consorcios de Matte y Angelini.
El pueblo mapuche ha sufrido durante ciento treinta años de usurpación, maltrato, racismo e impunidad. La deuda del Estado chileno con los dueños originarios de las tierras usurpadas es inmensa. Y, ni siquiera, se les ha entregado reconocimiento constitucional. Se ha eludido sistemáticamente la existencia de la pluralidad nacional y cultural de nuestro país, como lo han hecho Canadá, Australia, Dinamarca y Nueva Zelanda, entre otros.
La insurgencia mapuche ha sido la consecuencia inevitable del desinterés del Estado y de la clase política por abrir espacios políticos de entendimiento para acordar la devolución de las tierras usurpadas. Frente a esta realidad ineludible, histórica, el empresario Garretón recomienda aumentar la represión. En vez de sugerirle a los poderes del Estado que intenten un diálogo político con el pueblo mapuche, los insta a actuar con la fuerza.
La insurgencia en las ciudades también tiene síntomas, que Garretón debiera tener presente. El 18-0 explotó por el alza del transporte. Pero, como ya se sabe no fue sólo por los treinta pesos, sino por los salarios miserables, las pensiones de hambre de las AFP y las trampas de las ISAPRES, así como las tarjetas de crédito, que endeudan a los pobres con tasas de interés usureras y también por la colusión de precios de los dueños de farmacias, pollos y la Papelera de los Matte. También porque es insostenible una educación y salud privada para ricos en desmedro de salud y educación pública de baja calidad para la mayoría de la sociedad. También los cuestionamientos han apuntado a la corrupción de militares y carabineros que roban impunemente, mientras los grandes empresarios pagan a políticos para que elaboren leyes en su favor y aumenten aún más sus ganancias.
Así las cosas, la indignación se ha acumulado y la protesta se hace inevitable. Es el Guasón que se cansó. Resistió agravios y golpes hasta que estalló y se rebeló. Porque así es la vida. Las humillaciones tienen su límite y ese límite se refleja en la pérdida de legitimidad de todas las instituciones y, en particular, del presidente Piñera. Ya no hay nada que perder.
Allí están entonces los síntomas de la rebelión y la insurgencia en las ciudades. Garretón debiera saber (como lo sabía cuando gobernaba con Allende) que las desigualdades y los abusos son las generadoras de las protestas ciudadanas. Allí se encuentra el caldo de cultivo de la violencia. No es un paisaje cotidiano deseable, pero sí explicable.
El empresario se pregunta ¿Qué se anuncia cuando la violencia pasa a ser parte del paisaje cotidiano? Tiene dos respuestas. La de Garretón que, junto a la extrema derecha, exigen endurecimiento de la represión estatal. Y está la respuesta política: dialogar y elaborar propuestas para terminar con el sistema de injusticias y desigualdades que ha vivido nuestro pueblo durante cuarenta años. Esta debiera ser la respuesta impostergable para terminar con la violencia y el desorden público.