El problema de fondo no es si podemos o no pensar por nosotros mismos, como entiende Squella, sino si, pensando por nosotros mismos, podemos pensar con los demás y por los demás. Esto es algo que la ideología liberal nunca ha podido resolver, lo que sí ha hecho el humanismo de Maritain, Mounier, Teilhard y Ricoeur, aportando su filosofía de la persona, de la comunidad y del Bien Común.
Aún creo que Agustín Squella es uno de los convencionales más destacados de la asamblea constitucional, y tal vez sea el más sólido y consistente con sus ideas liberales. Incluso después de leer su columna El derecho a pensar por uno mismo —para mí equivocada, vista desde la perspectiva personalista comunitaria, pero muy coherente, asumida desde la óptica liberal individualista que él pregona—, donde solo importan los propios intereses porque los del resto son obra de la manada, del rebaño, de la incapacidad de pensar por sí mismos, según las propias palabras del abogado.
Asumo que la banalización que hace el convencional de la conducta tránsfuga de la senadora Carolina Goic, puede estar influida por una proyección psicológica, tal vez inconsciente, cual es la fuerte presión que sufre cada día en una institución deliberante donde, al igual que la senadora, es ínfima minoría y debe redoblar esfuerzos para ser atendido y comprendido en su singularidad.
Pero el problema de fondo no es si podemos o no pensar por nosotros mismos, como entiende Squella, sino si, pensando por nosotros mismos, podemos pensar con los demás y por los demás. Esto es algo que la ideología liberal nunca ha podido resolver, lo que sí ha hecho el humanismo de Maritain, Mounier, Teilhard y Ricoeur, aportando su filosofía de la persona, de la comunidad y del Bien Común.
Hace casi un siglo el escritor suizo-alemán Herman Hesse escribió lo que considero que mejor retrata el individualismo de nuestro tiempo, que es el tiempo de la sociedad líquida, donde se diluyen cada segundo los efímeros lazos de lealtad y compromiso por el miedo de fijar nada para siempre. En 1927 se publicó su obra autobiográfica, El Lobo Estepario. Ahí puede leerse una diáfana confesión: “¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención?”.
Si Harry Haller, el personaje principal, habla así es porque desde su posición intelectual desprecia el ambiente social que le rodea, como Squella desdeña a los partidos políticos, a quienes maltrata por juzgarlos rebaños cada vez más pequeños y a la baja. Actúa al igual que Haller, quien, al tiempo que desnuda el mundo extraño e inmisericorde que lo va dejando fuera, revela la superioridad moral y de destino que lo inviste y que despierta su náusea. “A los verdaderos hombres no les pertenece nada ―dice―. El tiempo y el dinero pertenecen a los mediocres y superficiales”. Es la manera autorreferida y supremacista de victimizarse.
Los senadores Yasna Provoste, Ximena Rincón, Ricardo Lagos y Carlos Montes, no dejaron de pensar por sí mismos cuando aprobaron el cuarto retiro y, sin embargo, fijaron un contraste con su colega Goic. Estaban conscientes de los riesgos y desafíos que entrañaba la decisión, como lo estaba Carmen Frei, presidenta de la Democracia Cristiana, que exhortó a tener presente en las deliberaciones del Congreso la voluntad de la colectividad. Y también lo estaba Alvaro Elizalde, presidente del Partido Socialista, cuya orientación, simplemente, no fue escuchada por los diputados Juan Luis Castro, Marcelo Schilling y Jaime Tohá que, con su ausencia y abstención, podrían haber hecho fracasar la iniciativa, pues se necesitaban 93 votos para aprobarla y se alcanzaron 94.
Este cuadro no debería sorprendernos. Así viene funcionando hace años la modernidad líquida que vive la sociedad chilena. Y si en ella abundan los lobos esteparios, es porque los alimenta una cultura y un régimen político presidencialista, anti-partidos, pro independiente, individualista y, como consecuencia, caudillista y clientelar. No por nada el convencional Squella es independiente.
En nuestro país, no solo su economía neoliberal, sino toda su estructura jurídico-política está edificada para tornar cuesta arriba la formación de mayorías y la representación fiel de la voluntad general. Ni hablar del fomento de las comunidades. El peligro real es que nuestra cultura política se ha convertido en caldo de cultivo para el florecimiento de lo que el filósofo alemán de origen judío, Theodor Adorno, concibió como la personalidad autoritaria, aquella que adularon las masas y que llevó al fascismo, al estalinismo y al maoísmo al poder.
Tan lejos, tan cerca. Los liderazgos que adoran fascinadas las multitudes autóctonas, son precisamente los que han emergido, construyendo, destruyendo y reconstruyendo autonomías y colectividades a lo largo de sus cortas trayectorias políticas. Para ello se valen de los partidos, de los militantes y de las instituciones democráticas. Las suyas son alternativas paradójicas, cuando no eclécticas y siempre leves y mediáticas, sin sustancia y sin cursus honorum que mostrar. Podrán prometer una tierra de leche y miel, pero abandonarán la procesión a medio cruzar el desfiladero, frente al abismo.