“Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
El famoso, y extraordinario, inicio de Conversación en la catedral sirve para pensar no solo en la literatura, sino para aplicarlo a la vida misma. Así un chileno, como nosotros, puede parafrasear a Varguitas y preguntarse: ¿cuándo se jodió Chile?
La novela de Varguitas intenta responder la pregunta durante 600, estupendas, páginas. Zavala cada tanto anota: habrá sido ahí el momento en que nos jodimos, pero comprende que no, el momento de la jodedura se le escapa como un fantasma.
Para nosotros los chilenos la respuesta es mucho más sencilla, más simple. De ahí, quizás, que nuestra narrativa no escriba monumentos, como La Conversación, sobre el problema y prefiera indagatorias íntimas sobre un momento terrible que también aborda Zavalita, preguntarse cuándo se jodió uno mismo. Mala onda, La ciudad anterior, Lumpérica, son prueba de ello.
De retorno a la simple respuesta de arriba, anotamos que no es otra que la siguiente:
Chile se jodió el 11 de septiembre de 1973 a las 12 del día, momento en que las fuerzas del terror bombardearon La Moneda con el Presidente de la República dentro de ella. Un ataque feroz. Caían los bombazos, surgían las llamas.
Y unos pocos valientes la seguían defendiendo, cuando ya no había nada que defender.
Ahí fue, ese día fue. No hay duda alguna. Un país que bombardea su mayor símbolo, que destroza su palacio de gobierno, destruye su base mágica, inmaterial. ¿Después de eso, qué? Nada más que la muerte:
Y cuando todavía estaban fusilando, el 26 de septiembre Pinochet nombró a Jaime Guzmán, más bien Guzmán se autonombró, a cargo de la comisión que debía crear una nueva Constitución. Texto legal que rige hasta hoy mismo, momento en que frente a unas frías teclas escribimos el presente ensayo: 31 de enero de 2023.
Del día aciago quedan algunas cosas. La primera, un Presidente heroico que muere con su gran corazón envuelto en humo y llamas, como dijo García Márquez al recibir el Nobel. Se trató de un gesto personal y profundamente político. Personal porque decide voluntariamente inmolarse, morir, dejar a sus hijas y nietos, sus amigos, su vida. Perfectamente pudo haber tomado un avión y huir como han huido todos los gobernantes expulsados; desde siempre ha ocurrido así. Pensemos, por ejemplo, en el patético escape del Luis XVI en una caravana de carrozas descubierto por eso mismo, hasta Perón, Somoza y tantos otros. Y por eso quedarse a luchar es un gesto político, se erige como el Presidente más valiente de la historia. Historia muy presente en el gesto magno, pues repite la tragedia de Balmaceda. Ícono de Allende; de hecho, lo nombra en uno de los discursos del 11. Es decir, reescribe el martirologio del Presidente del siglo XIX. Y al igual que otro suicida ilustre, Cristo, diseña uno a uno los pasos que lo conducirán a la muerte. Pasos muy similares a los de su referente histórico. Ahogado por la élite, a la cual también pertenecía, se niega a renunciar. Luego, insiste e insiste en un proyecto fracasado; se ve solo y abandonado por el pueblo, pero tal y como adelantamos, se diferencia en que no abandona el palacio.
Las similitudes son tales que alcanza aún el trato dado por la prensa. Veamos: “Además de las acusaciones de tirano que le hacían a Balmaceda, también atacaban su persona, se decía que tenía un ‘mezquino espíritu de venganza’, que había lanzado contra la sociedad una banda de asesinos infames, reclutados en los arrabales y en las cárceles. Se le acusaba de tener apariencias delicadas y facciones de mujerzuela, cuestionándose además su salud mental” (Wikipedia). Por su parte, “El diario ultraderechista Tribuna dejó de mencionar a Allende por su nombre y se refería a él, como ‘el bigote blanco’. y lo acusó de alcoholismo y depravación” (resumen.cl).
Pero ahora interesa otra semejanza, los últimos discursos. Leamos a Balmaceda:
“Si nuestra bandera, encarnación del gobierno del pueblo verdaderamente republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla, será levantada de nuevo en tiempo no lejano, y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día para honra de las instituciones chilenas y para dicha de mi patria, a la cual he amado sobre todas las cosas de la vida” (Wikipedia).
Allende, en cambio, escribe:
“Tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor” (rvl.uv.cl).
Ahora, en términos globales, la redención prometida por el mártir del XIX se hace imposible en las postrimerías del XX. El golpe de Estado la cancela para siempre y, para peor, de una manera espantosa. Y ahí es donde Chile se jode, quizás definitivamente. Como prueba, la Constitución vigente. Y aquí también concurre una extensión del problema mágico, inmaterial, que significó la destrucción del símbolo. Hablamos de la mirada del tirano militar, capturada el mismo 11:
Si miramos con atención esta foto tristemente famosa, notamos algo esencial: se le ven los ojos al monstruo. Él sabe dónde está, solo necesita apretar la mano para capturar todo el poder que ya está en su palma. Está pensando qué le falta… ¿Cómo lo hago? Parte de la respuesta fue la masacre, pero no bastaba con ello, necesitaba un aliado en su viaje iniciático. Ese aliado será el tirano civil, el que nos terminó de joder (también en el sentido sexual del término):
En suma, la pregunta en nuestro país se responde sola. Sin embargo, ya dijimos que la literatura sirve para vivir. Recordamos entonces a un viejo cuervo de las letras: Bataki. Él enseña que siempre hay una solución distinta y la de este problema, al que calificamos como mágico, es un conjuro. Hay que conjurar La Moneda, hay que quemarla de nuevo y dejarla como testigo de la muerte y, ahora, de la resurrección. Allí, quemada, debe permanecer para siempre. No hay otra. Mientras ese fantasma blanco presida la nación, Chile seguirá muerto.
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