La idea que ronda por estos días es que el 18 de octubre fue un intento de golpe de Estado. Al comienzo se decía en conversaciones dominicales con familiares más bien de derecha, en un exceso de retórica e imaginación muy propio de esos días, de lado y de lado. Incluso algunos informes poco creíbles del gobierno de entonces querían sugerir algo parecido. Pero nadie tuvo la falta de pudor como para decir que hubo un intento casi sistemático por derrocar al gobierno de Sebastián Piñera.
Hoy, sí. Ahora que los vientos están a su favor, el expresidente ha usado todo tipo de plataforma-incluso radios trasandinas- para decirse víctima de algo parecido a un golpe de Estado; algo que es pero no es. A esto algunos se han sumado diciendo que las intenciones o los arranques verborreicos de algunos agentes de izquierda eran algo casi similar a lo sucedido al golpe de 1973.
No es casualidad que haya comenzado este discurso en los días en que se conmemoraban los complejos 50 años del comienzo del horror. Ya esas semanas se intentaba establecer una suerte de empate, al decir que desde la izquierda se validaron acciones violentas o acusaciones constitucionales.
Pero, ¿es lo mismo acusar constitucionalmente que realizar un golpe de Estado? ¿Es lo mismo valerse del desconcierto epocal y pedir el cargo de un presidente en ejercicio, que tomarse con las Fuerzas Armadas el poder principal sin ningún miramiento? No. Los golpes de Estado son o no son. Por mucho que haya varios matices en el mundo de las ciencias sociales, o el vulgar análisis político, cuando se habla de “golpe blando” o cosas por el estilo, acá no hubo nada de eso.
¿Hubo exageraciones de parte de la izquierda o aquella que cree ser la izquierda? Claro que sí. Se llegó incluso a llamar dictadura al gobierno de Piñera. Se aplaudió a sujetos neoliberales con piedras y escudos como si fueran “el hombre nuevo”. Se los romantizó y hasta se les dio un aura casi sacro. Pero todo, siempre, quedaba en el discurso. Un discurso que ha convertido a ese sector en una alternativa cada día menos probable, porque terminó agotando políticamente (cuestión que sería bueno que comenzaran a darse cuenta si es que se quiere que el progresismo perdure y no desaparezca).
Sin embargo, ¿se puede, sirviéndose del desgaste de un sector, acusarlo de cosas que no hizo? En política todo se puede, es cierto. Pero lo que resulta conveniente es nunca convertir ciertos acontecimientos en cosas que no fueron, con tal de sacar provechos personales. Y eso es lo que está haciendo la derecha.
El 18 de octubre no puede ser frivolizado. Como la izquierda debería recapacitar sobre su nula labor política e intelectual para sopesar dicho acontecimiento- y sobre haberse quedado observándolo como algo intocable y “puro”-, la derecha debería entender que manifestaciones o quiebres de tal envergadura no son simples planes siniestros que no se sustentan en ninguna evidencia social.
Pero más importante aún es que Piñera, con la responsabilidad política que le cabe debido a lo que hizo, no hizo o no quiso hacer, no se refugie en una victimización que no le cabe. No puede ser que a cuatro años de lo sucedido aún no haya pensado nada al respecto.