miércoles, octubre 9, 2024

La obsesión del “acuerdo”: Mayorías, poder y neoliberalismo

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La transición fue exactamente la coincidencia entre poder y capital –y la larga fábula que, según relataron, la democracia necesariamente debía ser neoliberal- ha sido la reciente elección de la Convención la que marcó su fin. Los medios de comunicación no han dejado de insistir sobre la necesidad de la existencia de los “acuerdos” entre los constituyentes. En cada programa de televisión, las preguntas, las conversaciones son dirigidas rápidamente a la cuestión del “acuerdo”.


Una obsesión rodea a la Convención Constitucional. Es la obsesión del “acuerdo”. Apenas a una semana de la elección del 14 y 15 de Mayo en la que los constituyentes que representaban a los sectores oligárquicos fueron casi completamente destituidos, los medios de comunicación no han dejado de insistir sobre la necesidad de la existencia de los “acuerdos” entre los constituyentes. En cada programa de televisión, las preguntas, las conversaciones son dirigidas rápidamente a la cuestión del “acuerdo”. Estrategia que consiste en producir una opinión pública y normalizar a la imaginación popular para apuntalar desde ahí un proceso de oligarquización del dispositivo de la Convención que, después de las elecciones recién pasadas, devino virtualmente en una verdadera Asamblea Constituyente porque hoy no existe el tercio de la derecha que pueda “vetar” iniciativas constitucionales. Al contrario, la derecha política –que no la económica aún- terminó por implosionar.

Algunos constituyentes han sido prudentes en sus entrevistas. Frente a esa insistencia editorial, muchos han contestado que es necesario que la Convención no devenga un segundo Parlamento, es decir, que los constituyentes no se transformen en una nueva “clase política” como la que, por definición, produce el propio Parlamento (a pesar que el sistema de elección de los constituyentes era un sistema “parlamentario” que tendía a oligarquizar de antemano la Convención). De hecho, el objetivo de esta instancia no es generar “acuerdos” porque la Convención perfectamente podría someter a plebiscito todas y cada una de las materias sobre las que no hay “acuerdo” entre los constituyentes. Sea en su forma intermedia, sea en su forma final.

En cualquier caso, la función de la Convención es hacer audibles voces –ritmos- que el poder oligárquico de 1980 pretendió acallar. Hacer audible la voz de los pueblos originarios y poner en tensión la relación que el Estado de Chile ha tenido con la cuestión “racial”; hacer audible la voz de “género” e impugnar la división sexual del trabajo que ha sido avalada por ese mismo Estado; hacer audible la cuestión de “clase” que ha despojado a todo un pueblo de sus bienes comunes posibilitando, a través de un golpe de Estado, el enriquecimiento de una oligarquía rentista.

Hacer audibles voces que jamás han circulado en instancias políticas, significa sostener los conflictos y no neutralizarlos, abrir la tensión y no cerrarla, experimentar una república por su pluralismo, antes que por la uniformización de algún “acuerdo”; a no ser claro está, que dicho “acuerdo” provenga desde las fuerzas de transformación (el partido octubrista) a contrapelo de las fuerzas oligárquicas (el partido neoliberal). Porque no es lo mismo un “acuerdo” cupular como el que se urdió en la transición con mayorías ficticias (en rigor, minorías que ejercían como mayorías) y un “acuerdo” de las mayorías efectivas que fueron excluidas por largo tiempo de la deliberación pública.

La Convención no puede estar exigida por alcanzar “acuerdos”. De eso se puede encargar el pueblo de Chile en un llamado a plebiscitar dichas materias. Porque cada “acuerdo” que se impuso de antemano (ya desde la jornada del 15 de Noviembre) fue completamente excedido por la intensidad del partido octubrista. Este último, ha sabido saltar todos los torniquetes que se le impusieron y da la medida de lo que la Convención ha de ser: un dispositivo en que los nuevos ritmos del país puedan ser audibles, las verdaderas grandes alamedas abiertas a pulso por la intensidad de la imaginación popular. Por eso, necesitamos de formas-de-vida entrando y saliendo de la Convención, que el lugar de la nueva República no sea ni “dentro” del Palacio Pereira, ni solamente “fuera” del mismo, sino en su intersección, en su mixtura. Por dentro democratizar al máximo el dispositivo para llevarlo en los hechos a funcionar como una Asamblea Constituyente y por fuera insistir en su “transparencia” para impedir cualquier “secreto” o renovación de algún pacto oligárquico, por ejemplo, introduciendo plebiscitos intermedios sobre determinadas materias.

“Uno bien puede lanzarse sobre el aparato de Estado –decían por ahí- pero si el terreno ganado no se llena inmediatamente con una vida nueva, el gobierno terminará por volver”. La Convención no puede ceder al “acuerdo” porque en ello se restituye la premisa del “gobierno” y su normalización neoliberal que, tal como ocurrió durante 30 años de transición a la nada, terminará por neutralizar, cerrar y conducir pastoralmente el proceso: al contrario, la Convención tiene que hacer crecer las potencias antes que disminuirlas, expandirlas antes que reducirlas, alegrarlas antes que entristecerlas. Porque la elección sobre los miembros de la Convención dejó en claro un asunto decisivo: el poder hoy no coincide con el capital, exactamente como la democracia no se identifica al neoliberalismo –esta disyunción es en realidad el acontecimiento clave de la jornada.

Porque si la transición fue exactamente la coincidencia entre poder y capital –y la larga fábula que, según relataron, la democracia necesariamente debía ser neoliberal- ha sido la reciente elección de la Convención la que marcó su fin. El triunfo de la Lista del Pueblo, la aplastante derrota de la derecha que había tomado todos los resguardos para triunfar (Lista única, quórum de 2/3, etc.), la emergencia de Apruebo Dignidad (FA-PC) como segunda fuerza política más importante, exponen el verdadero peligro para la oligarquía rentista que se tomó el país por la fuerza el 11 de septiembre de 1973: que el capital ya no tiene poder de seducción y que, por tanto, puede ser desafiado sustantivamente con las múltiples formas de organización política. Ni la democracia puede coincidir con neoliberalismo, ni el poder de las formas-de-vida con el del capital y su oligarquía. He aquí el lema que, intempestivamente, nos trajo –como un regalo- el único partido materialmente existente: el partido octubrista.

Rodrigo Karmy
Rodrigo Karmy
Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.

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