En una democracia madura las policías ejercen la ley de manera consciente, eficaz y ojalá sin dejar a su paso secuelas en la sociedad. Es cierto: eso no siempre pasa porque la perfección no existe, pero todo régimen democrático que busque incesantemente ir construyendo una solidez en sus instituciones, aspira o debería aspirar a ello.
Carabineros hoy no está a la altura de lo que se le pide, ni mucho menos cuenta con la capacidad para cumplir con sus funcionarios, sus vidas y su seguridad. Y sucede porque hay una conversación que no se da, un debate democrático entre nuestros representantes que aún no existe y pareciera que jamás, al menos en el futuro cercano, se dará.
¿En qué consiste este debate? Principalmente en cuestionarse qué rol cumplen los uniformados, cómo lo hacen y a qué costo. Pero para llevar a cabo tamaña tarea, primero hay que salirse de los lugares comunes, de lado y lado, respecto a la institución. Y eso toma bastante tiempo.
Uno de los lugares comunes que ronda tras el estallido es la idea de que Carabineros es una cueva de ladrones y asesinos. Es verdad que hay mucho que puede darle razón a esos argumentos, como por ejemplo los robos conocidos y el actuar de muchos de sus funcionarios en medio del estallido social, pero tal simplificación se vuelve peligrosa cuando hay quienes insisten en ella y no quieren dar su brazo a torcer.
¿Qué es lo que alimenta esta simplificación? Lo mismo que no se quiere reformar; ese visible vicio institucional que carcome a la policía uniformada hace bastante rato, que es algo estrictamente ideológico que permea sus protocolos y sus acciones en la calle. Y, por qué no decirlo, que existe otro lugar común, que ahora se ha tomado con fuerza la prensa nacional, que consiste en eximirlos de responsabilidad por el solo hecho de hacer el trabajo que hacen.
Ahí es bueno detenerse, porque pareciera que quienes levantan este discurso no comprenden el rol democrático del ejercicio policial. Por el contrario, ven en el trabajo de los hombres de verde algo así como una herramienta para desatar todo tipo de venganza individual sobre quien ha cometido delitos. Y en eso no consiste un Estado de Derecho.
En cambio, lo que se debe hacer es lograr que desaparezca la venganza individual sobre el criminal mediante la aplicación de la ley. Pero no es popular, ni vistoso y no florea ningún discurso político, menos en días en que la inmediatez inunda, en todo ámbito, la discusión nacional.
Es mucho más atractivo depositar en Carabineros todas nuestras frustraciones, nuestras rabias y nuestras ganas de matar al que nos ha hecho daño, lo que puede llevar a que el funcionario ponga en riesgo la vida de inocentes y la suya misma. Es más atractivo ver en quien está en las calles combatiendo el delito un superhéroe que, como tal, no debe someterse a ningún tipo de regulación, ningún tipo de mínima responsabilidad social al momento de sacar su arma y disparar.
Algunos dicen que así se ejerce la autoridad, pero lo cierto es que no. Eso solamente puede llevarnos a un descalabro político y social aún más grande del que tenemos, porque la autoridad se funda sobre el actuar severo, pero responsable; drástico, pero con conciencia de cada uno de los pasos a seguir, para que así sus resultados sean más contundentes.
Seguramente quien lea esto dirá que suena bonito pero es imposible, a lo que sólo puedo responder e insistir en que un régimen democrático debe aspirar a ello de manera seria.
Pero eso no se logrará si es que quienes ponen la música son los que ven en las fuerzas policiales casi un objeto erótico con el que quieren saciar todos sus húmedos y violentos deseos contenidos.
Excelente reflexión. Compone todo lo que siento y que no sabría expresar con tanta claridad