Tras un debate televisivo en el que la expresidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon, tuvo un desencuentro con panelistas y con la moderadora del programa, Mónica Pérez, las redes sociales ardieron en defensa de la convencional constituyente. Como de costumbre, la forma en que se defendía a Loncon traía implícito algo de condescendencia.
¿A qué me refiero con esto? A que, al parecer, la discusión política entre los diversos antagonismos-en particular en este caso el que se da entre los mapuche y el Estado de Chile- es acaramelado, endulzado y despolitizado cuando se ve en quien fue o es excluido a un ser virtuoso por el solo hecho de serlo. Es como si no importara lo que Loncon diga, ya que lo único relevante era lo que representa, la vestimenta que lleva y la particularidad que encarna en aquel panel.
¿Por qué pasa eso? Porque la estigmatización del pasado dio una vuelta gigante y hoy quien fue postergado es enaltecido al extremo de ser considerado casi un ser peculiar, al punto incluso de ser tratado como alguien desvalido intelectualmente para defenderse solo. Y así las condiciones materiales siguen siendo las mismas, ya que la simbología, la testimonialidad, devora toda discusión de fondo.
A cualquier persona que crea fervientemente en la equidad simbólica y en la material le debería dar vergüenza ajena ver cómo un grupo de personas se hacen llamar progresistas o de izquierda mientras, al mismo tiempo, tratan a Elisa Loncon como si fuera “especial” por ser mapuche.
¿Esa es la nueva igualdad? ¿Consiste en darle un carácter jerárquico a quien fue masacrado en el pasado? ¿No debería ser una falta de respeto hacia los propios mapuche tratarlos como tarados, e incluso tratar de despojarlos de lo más esencial que tiene el ser humano que es la capacidad de ser malo, mezquino? ¿No califican como personas con vicios? Si es así, digamos que es racismo puro y duro vestido de reconocimiento.
La pretensión de igualdad en una sociedad no debe consistir en darle trato preferencial al que fue desdeñado por el discurso oficial. Para ser más claro: la oficialidad portaliana del Estado unitario- que declaraba sospechosa toda “barbarie” que amenazara su orden- no debe ser combatida con la idea de que el solo hecho de haber sido declarado sospechoso en tiempos pretéritos, hoy te hace alguien superior o empapado de cierta integridad por pertenecer donde perteneces y haber sufrido lo que sufriste. Eso no sólo es una oda a la identidad, sino también creer en esa mentira de la autoayuda que establece que el dolor te hace mejor persona.
Independientemente de si Elisa Loncon y otras personas que representan a pueblos originarios están o no en lo correcto sobre lo que sucede en La Araucanía, el análisis de sus argumentos no puede estar bañado de ningún tipo de prejuicio, ni de uno negativo ni de uno positivo.
Es cierto, es imposible porque, aunque no queramos admitirlo, el prejuicio permea toda nuestra racionalidad (y a veces hasta la alimenta sanamente). Pero hay que hacer un esfuerzo, ir más allá, intentar salir del discurso fácil y de la romantización del dolor y la exclusión, porque, hasta el momento, más que un esfuerzo por la emancipación plena de una sociedad, la manera en que se están tratando los problemas sociales parece más bien un intento de algunos de congraciarse con ellos mismos y su conciencia.
Mirar a Loncon con ojos de ternura progre porque habla como habla y viene de donde viene, es una manera nada sutil de clasismo. Porque, aunque la izquierda lo haya olvidado, las clases aún existen y hablar de ellas es menos vistoso que referirse a la multiculturalidad y plurinacionalidad.