El voto en blanco de un democratacristiano es un voto en contra de Boric y a favor de Kast, y contribuye al debilitamiento de la democracia y de la estabilidad institucional.
No ha sido la falta de ideología, sino el exceso de ideología, lo que llevó a la Democracia Cristiana a una crisis tan profunda que la última elección parlamentaria llegó a ponerla al borde de su ilegalización. La misma junta nacional que se está realizando, y cuyos contrapuntos ya se han ventilado en los balcones de los principales operadores de medios, está capturada por una atmósfera dogmática, anticomunista y reverberante de la tragedia de 1973.
Es la coronación de una década de intolerancias, rupturas y vendettas que, sin embargo, no ha conseguido relegar a figuras de gran ascendiente moral y político, como la actual presidenta Carmen Frei. Son pocas, pero muy respetadas por la militancia más educada o con mayor cultura cívica de la colectividad.
No es sino por este caldo ideológico espeso, que se pueden explicar las rupturas protagonizadas por Progresismo con Progreso y Comunidad en Movimiento. Y sólo por esto se puede comprender la política de los matices operada desde la dirección superior del partido contra el segundo gobierno de Michelle Bachelet y, lo que es de la misma especie, el comportamiento tránsfuga ejecutado en contra del cuarto retiro a contrapelo de la colectividad, de las bancadas parlamentarias y de la coalición a la que pertenecen. Pero el curso de los acontecimientos se ha encargado de desnudar el dogma y de enfrentarlo a su propio descrédito.
Hoy la Junta Nacional no estaría debatiendo apoyar a Gabriel Boric, el candidato de Apruebo Dignidad, o recomendar la libertad de acción, que significa, literalmente, votar por el ultraderechista José Antonio Kast. En su lugar, estaría decidiendo respaldar a Boric o llamando a votar sin inhibiciones por el ex democratacristiano Sebastián Sichel.
Es evidente que la vía seguida por Sichel, Santa-Cruz, Aylwin y Pérez fracasó a manos de sus propios aliados, pero su valor político consiste en mostrar la traducción práctica, real y objetiva del modelo ideológico que ha venido consumiendo las fuerzas y esperanzas de la falange. Porque, la convicción política y la intencionalidad estratégica de convertir a la DC en una fuerza de centro derecha, la puso en escena la incursión de Sebastián Sichel en las primarias del oficialismo y, después, en la primera vuelta presidencial. Así como la confirmación del aforismo de Radomiro Tomic, según el cual «cuando se gana con la derecha es la derecha la que gana», la puso de relieve el alineamiento de Chile Podemos Más con José Antonio Kast, circunstancia en que los leales a Sichel quedaron absolutamente subsumidos en la derecha.
Y ese, no otro, es el destino que ha esperado siempre a lo que eufemísticamente ha sido llamado la conquista del centro, el camino propio y, ahora, la libertad de acción. Una motivación ideológica y normativa que ha torturado la convivencia interna de la Democracia Cristiana, especialmente durante las gestiones de Ignacio Walker, Carolina Goic y Fuad Chahin, que han sido los momentos de más aguda polarización. Una década de confrontaciones, donde los estados de paz, como los de Myriam Verdugo y Carmen Frei, han sido acogidos con alivio por la militancia.
Han sido tan escasas las treguas concedidas por esta impronta autorreferida y autosuficiente, que ni siquiera han dado lugar a un punto de inflexión, de reflexión, de puesta al día, como lo es la realización de su VI Congreso Nacional, máxima instancia de deliberación que define tanto la declaración de principios como la política de alianzas de la tienda, pendiente desde el año 2007.
Aquel mismo espíritu de fronda vuelve hoy con exhortaciones al balance de culpas, interpelaciones al candidato presidencial y apelaciones a pensar por uno mismo. Vuelve para promover el voto en blanco, el voto nulo y la abstención; lo que llaman libertad de acción, conducta sin embargo reñida con la propia historia de la colectividad, y así lo trae a la memoria el voto disciplinado de sus parlamentarios cuando el 24 de octubre de 1970 votaron por Salvador Allende en el Congreso Pleno. Al día siguiente la ultraderecha asesinaba a René Schneider Chereau, comandante en jefe del Ejército.
En esa ocasión, pese a la fuerte y persistente oposición del senador Allende y de la izquierda al gobierno de Eduardo Frei Montalva, y a la candidatura democratacristiana ―«con Tomic ni a misa», dijo entonces el secretario general del Partido Comunista―, la Democracia Cristiana votó por el candidato de la Unidad Popular, quien obtuvo 153 de los 195 votos del Parlamento. Fue en ese contexto cuando la falange propuso incorporar a la Constitución de 1925, mediante la Ley 17.398, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, especialmente, derechos civiles y políticos garantizados, que hoy la Convención Constitucional debería recoger en el texto que se plebiscitará el próximo año.
La libertad de conciencia y el ejercicio del voto son irreductibles, lo que significa que nada ni nadie puede inyectar recuerdos instructivos en la mente de nadie, y nada puede vigilar ni nadie puede entrar a la cámara secreta para vigilar o inducir el sufragio de nadie. No es esto lo que está en cuestión ni es lo que se lleva a la asamblea deliberante de un partido, porque es inverosímil. Lo que se define es la propuesta de voto que la colectividad política le formula a la ciudadanía y a su militancia, como lo hace en cada elección democrática.
Es así como Walker ha instado a votar en blanco. El voto en blanco no significa abstenerse, pues quien se abstiene no ejerce su derecho a voto; no va a votar. Aquel o aquella que vota en blanco concurre a las urnas y en la papeleta no marca preferencia, es decir, lo que expresa con su conducta es que ninguno de los candidatos satisface sus expectativas.
A primera vista, el voto en blanco parece reflejar indiferencia frente a las opciones, pero esto no es así, porque el voto en blanco es un voto invalidado, como el voto nulo. No cuenta en la elección y tampoco en la abstención.
¿Qué significa entonces votar en blanco frente a las opciones de Gabriel Boric y José Antonio Kast? Significa que el voto en lugar de sumar ―de ser aditivo―, termina restando, o sea, convirtiéndose en voto sustractivo.
¿Sustractivo respecto de qué candidato? De Gabriel Boric, por supuesto. Es al candidato de Apruebo Dignidad a quien se le resta votación. ¿Por qué no al candidato de la extrema derecha?
Primero, porque el domicilio de la Democracia Cristiana es la centroizquierda. Así lo sostenía hace cuatro años Carolina Goic cuando era candidata presidencial: «nuestro domicilio es conocido en política; somos un partido de centroizquierda y de ahí no nos moveremos. Nosotros no somos la derecha». Lo que debe leerse como que tampoco somos la centroderecha ni la ultraderecha. Por consiguiente, inhibirse de marcar preferencia no perjudica a la derecha. Por el contrario, la beneficia. Esto que vale para el militante de la Democracia Cristiana también vale para el militante del PRI. Votar en blanco sería votar por Boric porque su sufragio se torna sustractivo de la votación de Kast.
Segundo, porque nunca en sus 64 años de vida la Democracia Cristiana ha gobernado con la derecha, y no lo hará con Kast. En cambio, sí ha gobernado con partidos y movimientos que ahora conforman Apruebo Dignidad.
Tercero, porque el Nuevo Pacto Social, del que forma parte la Democracia Cristiana, también es una alianza de centroizquierda, que fue la que respaldó a la senadora Yasna Provoste, y cuyos partidos han decidido apoyar a Boric en esta segunda vuelta.
Cuarto, porque la senadora Yasna Provoste, representó antes y durante su candidatura presidencial los intereses de la oposición en el Congreso.
Por eso, el voto en blanco de un democratacristiano es un voto en contra de Boric y a favor de Kast, y contribuye al debilitamiento de la democracia y de la estabilidad institucional.
¿Qué consecuencias tiene para el mañana votar en blanco?
La más importante es que al convocar a sustraer su voto, la Democracia Cristiana puede provocar la derrota de Boric y, si ello ocurre, puede privar a la centroizquierda de su fortaleza y, sobre todo, del vigor democrático necesario para ser oposición a un eventual gobierno de extrema derecha.