Quienes creemos que la política se trata de una lucha por construir verdades y horizontes compartidos no podemos alegrarnos simplemente con proclamar la belleza de nuestras ideas, culpando a los periodistas, al adversario o al mismo pueblo por no elegir nuestra vereda.
La primaria de Apruebo Dignidad resucita un debate siempre abierto sobre el sentido de ser de “izquierda” y su impacto en alterar la distribución del poder. La medalla por la moral y la limpieza ideológica consume buena parte del tiempo de quienes se han volcado a construir ese otro mundo posible en pleno cambio de época. ¿Cuál es la frontera entre el soñado cambio y la traición? ¿Por qué la bella idea no culmina como ya quisiéramos?
Quienes creemos que hay otra sociedad posible más allá del capitalismo (sí, capitalismo), necesitamos algún vehículo que nos haga llegar lo más lejos posible. La escala de valores que predicamos, en las antípodas del individualismo, las elegimos por ser preferibles, correctas o moralmente superiores en nuestras vidas. Sentirnos “de izquierda” nos da una razón, una verdad o un sueño trascendente. Pero esa misma preferencia y superioridad del valor nos conduce a un dilema: la propiedad de la verdad, la soberbia y el sectarismo. Y no es un dilema estético cuando te arrastra a la derrota.
Si nos sentimos de “izquierda” y creemos que la verdad real del mundo está oculta, a la espera de que el pueblo la descubra, entonces mi trabajo como dirigente consiste solo en develar a los mentirosos, para desencadenar una gran revolución. “Todo esto es culpa de los medios y los periodistas que tergiversan la verdad”, refunfuñamos. Y podríamos conformarnos con ello, pero nos volvería un semillero de derrotas, porque la dominación jamás es mecánica.
Décadas del “sálvese quien pueda” sedimentan una cultura, unos miedos y unas expectativas que no se resuelven a martillazos de “verdad”, por más cierta y heroica que ésta sea. Lejos de ser una masa prefigurada esperando abrir los ojos, un Pueblo se construye. Y construirlo nos desafía a tratar con sus contradicciones, sus (y nuestras) imperfecciones, su heterogeneidad, afinando el horizonte con la realidad, forjando acuerdos lo más allá posible para unir corazones y avanzar. Pero creerse dueños de una verdad moral dificulta ese acuerdo entre pares, debilita el pluralismo y el disenso como principio democrático, porque “con la verdad no se negocia”. Esta superioridad moral, a la larga, deviene en sectarismo, división y derrota.
Quienes creemos que la política se trata de una lucha por construir verdades y horizontes compartidos no podemos alegrarnos simplemente con proclamar la belleza de nuestras ideas, culpando a los periodistas, al adversario o al mismo pueblo por no elegir nuestra vereda. Nuestra verdad moral solo se convierte en verdad política cuando libramos la batalla cultural por lo hermoso en medio de una selva horrenda, cambiante y siempre pendular. Si criticamos al pueblo chileno porque no se comporta como ese pueblo de los cuadernillos militantes, estamos condenados a ser minoría.
Igualmente, si en la batalla por construir mayorías nos alejamos de los principios trascendentes, del combustible que mueve a muchísima gente hoy a dar la vida por un Chile diferente, terminamos cediéndole la conducción de la sociedad a los mismos valores de siempre, pero con otros rostros. Entonces se vuelve clave dimensionar la crisis global de la socialdemocracia y la Ex Concertación que hoy se reduce a resistir, mientras otros pasamos a la ofensiva y corremos cercos. Pero el desarme de la esperanza no solo se produce por la derrota, sino también por una victoria mal proyectada, que arriesgue diluir la fuerza vital que te llevó a ganar una primaria.
Las izquierdas tenemos la obligación de abrazar la trascendencia de nuestros valores, de amar nuestro combustible ético, pero sin sentirnos cómodos hasta que sean una verdad histórica, siempre arrojados a construirla.
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