En Chile, bajo un Estado subsidiario, lo sabemos de sobra: nadie tiene un derecho asegurado sino que debe ser objeto de atención estatal focalizada. Debe “merecer” su derecho, si cabe el término, sea por ser lo suficientemente pobre o lo suficientemente meritorio. Una vez “merecido” el derecho, se obtiene un bono para asistir a alguno de estos servicios.
Una persona que trabajaba en tribunales comentó en medio de una celebración social: “si no hubiera juicios de papitos corazón o de gente endeudada, yo no tendría trabajo”. Y la afirmación tiene base real. Según datos oficiales, el 78% de las causas civiles en 2017 tuvieron que ver con el endeudamiento. El 61% de todas las causas en 2017 están relacionadas con deudas, cobranzas y problemas familiares.
Algo parecido ocurre con las formas emergentes de empleo. A los trabajadores de plataformas digitales -como UBER, Rappi o Pedidos Ya- se les niega su condición de tal, por lo que sus conflictos van a parar a tribunales civiles, sin reconocerse sus labores como trabajo.
Los problemas de una vida que depende del endeudamiento, las transformaciones y dilemas en las familias de hoy, y los conflictos laborales de las nuevas formas de empleo; son solo ejemplos de un sinnúmero de aspectos cotidianos del nuevo Chile que desbordan la institucionalidad existente. Se trata de ámbitos cada vez más extensos de la vida donde las personas, simplemente, carecen de derechos. Los conflictos aquí aparecen como problemas individuales, familiares o como juicios entre privados. Es así como la ausencia de una esfera institucional legítima que los enfrente termina abultando instancias que deberían tener otros fines, como los tribunales de justicia.
Estatal o privada, una idea trasnochada de derechos sociales
Visto así el problema, era esperable que esta sociedad estallara como ocurrió en Octubre de 2019. Un factor clave para mantener la ceguera institucional ante los conflictos del nuevo Chile -aunque no el único- ha sido el modo en que se han entendido los derechos sociales. Desde la constitución de 1980, y con retóricas conservadoras, liberales y progresistas, se les ha reducido al acceso a servicios o prestaciones. Incluso el debate entre lo público y lo privado se ha dado, lamentablemente, en ese marco: si los servicios o prestaciones las debe dar el Estado o terceros. También así se ha dado la discusión sobre su universalidad o focalización, y sobre la gratuidad o el régimen de regulación de los mismos.
Ciertamente la idea del derecho social como acceso a un servicio ha facilitado su mercantilización: basta que un privado quiera ser oferente, para que luego el Estado garantice el derecho permitiendo el acceso (subsidio) a ese servicio. En Chile, bajo un Estado subsidiario, lo sabemos de sobra: nadie tiene un derecho asegurado sino que debe ser objeto de atención estatal focalizada. Debe “merecer” su derecho, si cabe el término, sea por ser lo suficientemente pobre o lo suficientemente meritorio. Una vez “merecido” el derecho, se obtiene un bono para asistir a alguno de estos servicios. Pero antes de discutir si el servicio es estatal o privado, o si la cobertura es focalizada o universal, hay que examinar la noción misma de derecho social como acceso a servicios o prestaciones.
Esta idea, propia de la posguerra y sus dolores, aparece cuando el problema era garantizar la sobrevivencia. Ello se expresó en diversos servicios: el derecho a las prestaciones de salud para seguir con vida; el derecho a la escuela para que las personas pudieran insertarse en la economía y ejercer la ciudadanía; el derecho a la previsión para que los adultos mayores pudieran subsistir.
En términos históricos, el derecho social apareció como combinación de derechos laborales (que intentaron institucionalizar el conflicto entre capital y trabajo) y acceso a atención hospitalaria, escolar, determinada jubilación, entre otras prestaciones. Un ejemplo icónico de esto es el seguro de salud británico (NHS), que centra el carácter de derecho universal a la salud en el acceso gratuito a la atención médica. En su época, esto tenía sentido. Se trataba de universalizar recién los cuidados de la salud, donde la expectativa de vida era mucho menor que hoy, y la visita al médico era algo también mucho más esporádico.
El mundo actual es completamente distinto. La incorporación de la mujer al trabajo, los cambios en la familia y la extensión real de la jornada laboral, han hecho que cada vez más se dependa de servicios sociales en aspectos antes propios del hogar. Hoy, con una expectativa de vida muy superior, con una educación terciaria casi universal, y con una presencia cada vez más nutrida y sistemática de la atención y cuidado de la salud en la vida -veamos el problema de la salud mental, entre otros-, lo que antes eran las prestaciones mínimas para luego participar en sociedad, se han vuelto parte importante de nuestras vidas. No son “prestaciones”, sino más bien espacios amplios de la vida. Agreguemos a esto las nuevas formas de trabajo, que difuminan su espacio y tiempo, invadiendo ámbitos antes ajenos. Hoy, la participación en sociedad está altamente determinada por estos servicios y relaciones laborales. Si agregamos aquí la centralidad de las redes sociales para la vida cotidiana, el panorama se complejiza mucho más.
Por eso es que, en todo el mundo, los antiguos sistemas de prestaciones o servicios están siendo discutidos. La sociedad los desborda, y aparecen nuevos problemas, con nuevos conflictos, que requieren a su vez nuevas esferas de derechos (de ahí las discusiones sobre derechos de segunda, tercera y hasta cuarta generación). En Chile, lamentablemente, estas discusiones de frontera son forzadas dentro del paradigma de subvencionar prestaciones. Despunta así una especie de “lista de supermercado” de cosas que subvencionar. Llámese pilar solidario en pensiones, subvención en educación, subsidio de vivienda o garantías explícitas en salud (GES); el Estado ha subvencionado crecientemente al mercado, consolidándolo de hecho. Pero incluso cuando ha tenido éxito, y el acceso es masivo, los conflictos de la nueva sociedad son tales que, de nuevo, le desbordan. Así, nos llenamos de atención privada de salud y no por eso estamos más sanos, aumentamos la cobertura escolar y de nivel superior y no por eso garantizamos la educación, y ahorramos toda la vida y no por eso tenemos previsión.
El desafío constituyente: Chile, República de la Dignidad
Tras décadas de este tipo de políticas -y sus tanto fútiles como hipertrofiados mecanismos de control técnico-, debemos asumir que es la idea misma de derechos sociales como acceso a servicios lo que ya no da para más. Bajo este paradigma la única respuesta es subvencionar más y más prestaciones, en una inagotable lista de supermercado. Ello implicaría -entre otras cosas- un despilfarro enorme de recursos, como ya ha ocurrido en los dramáticos incrementos presupuestarios para educación superior, sin que se tengan los resultados buscados.
El problema de fondo con este paradigma es que la sociedad ha mutado en sus expectativas y en sus dinámicas. No es posible reeditar los antiguos servicios públicos. Hoy ya no se demanda simplemente acceso. Se demanda dignidad. No basta el acceso -incluso gratuito- a una educación que no se corresponde con la estructura productiva ni con la sociedad, ni basta el acceso a lo que hoy es una verdadera industria de la enfermedad antes que de la salud. Ya no coinciden el derecho a la educación con el acceso a escolaridad, ni tampoco se garantiza el derecho a la salud -a una vida saludable- con el puro acceso a atención hospitalaria. Si se miran como se nos presentan hoy, los procesos reales de educación, cuidado de la salud, previsión, y cuidados en general -con sus desafíos como la interrupción del embarazo y la eutanasia-; todas estas cuestiones confluyen en un mismo problema: la responsabilidad cada vez mayor de todos y todas como sociedad para con el desarrollo integral y libre de la vida humana.
Lo que despunta con la consigna de dignidad es, de cierto modo, el problema clásico de la igualdad y la libertad como cuestiones cualitativas, no cuantitativas. La dignidad no es cuantificable, ni estandarizable, ni susceptible de focalización. Se es digno o no se es. Por lo mismo la dignidad no se satisface con una prestación mínima, ni siquiera máxima. Es una categoría política y no prestacional, por ende, no es un problema técnico sino político. Si se interpretan de este modo, las discusiones recientes sobre derechos sociales encuentran en la añoranza de dignidad, que surgió del propio pueblo chileno, un impulso nuevo.
El desafío constituyente es sentar las bases institucionales para una vida digna, y no sólo para una vida con bienestar. Aparece en el horizonte una vida cuyo eje ya no es la necesidad -el trabajar para sobrevivir- sino la libertad. Esto da sentido para formar una república hoy. Supone más que la garantía de derechos individuales o incluso colectivos. Se trata de incorporar la dignidad en la definición y estructura misma del Estado. La dignidad parte del propio pueblo soberano, no es algo que se derive de la condición individual de ciudadano, sino que se ancla en nuestro consenso sobre la vida humana, del mismo modo que ocurre con los derechos humanos. Chile será, en el futuro próximo, una república de la dignidad.
Esto supone dar rango constitucional en la definición del Estado a principios que permitan edificar nuevas instituciones y cambiar el entramado jurídico de distintos ámbitos. Ciertamente esto no obsta la garantía de derechos individuales y colectivos. Todo lo contrario: permite organizarlos, de tal modo que no queden -como ha pasado en otras experiencias de cambio constitucional- reducidos a meras declaraciones. Sentar las bases de una institucionalidad pública que aborde esto de modo integral permitiría sintetizar bajo un nuevo paradigma esfuerzos estatales hoy dispares y no coordinados. Además, permitiría crear instituciones que hoy no existen.
Por ejemplo, la salud, la educación y la previsión han sido instituciones hasta hoy diferenciadas unas de otras. Más que financiarlas o definir su “calidad” técnica, debemos repensar si separadas así satisfacen su sentido sustantivo. En el siglo XXI el derecho a una vida saludable ha de estar ligado tanto a la educación como a la alimentación y el trabajo digno, y no a un incremento cada vez mayor de la atención médica, que al final del día, sólo lleva a más gastos y deudas. Lo mismo la educación, debe reimaginarse como un espacio y una práctica que trasciende el aula y atraviesa de modo más general el desarrollo de la vida. Y la dignidad en el tiempo de vejez es más que una pensión: supone valorar y reconstruir el espacio de los mayores en la sociedad. Una pensión digna es sólo el inicio de esta tarea, pero no el final.
En todo el mundo la vieja división entre Estado, mercado y familia, está siendo superada. El cuidado y desarrollo de la vida -lo que con mucha lucidez ha instalado el feminismo-, deviene entonces cada vez más una tarea donde todos somos responsables por todos. La sociedad -por medio de nuevas instituciones que coordinen lo que hoy es salud, educación y otras instancias- concurrirá al cuidado de las nuevas generaciones, pero no para reemplazar a la familia, sino precisamente para liberarla. El cuidado de la vida ya no será una tarea femenina, sino simplemente humana. Más se hará por la vida familiar con la reducción de la jornada de trabajo y con una institucionalidad que apoye los cuidados, que con una gastada retórica de la familia como núcleo de la sociedad. Para ello se requiere de preceptos constitucionales que permitan actualizar la legislación en todos estos planos.
Lo que hoy entendemos como derechos sociales, en lugar de prestaciones, serán espacios para el desarrollo de una vida digna. La reducción de la jornada de trabajo, las discusiones emergentes en nuevas esferas de derechos; todos estos procesos apuntan a entender la vida con cada vez más tiempo libre, base también para una mayor y más amplia participación pública, y con ella, de la esfera política y deliberativa. La nueva República garantizará espacios para que las personas puedan desarrollarse plenamente, considerando el derecho al tiempo libre, a la felicidad, a la recreación, a llevar adelante los proyectos que les sean significativos, y no sólo a satisfacer necesidades. En suma, no entenderá el derecho social como prestación para, luego, participar en la sociedad, sino como espacio de formas directas y legítimas de construcción de sociedad.
Hoy, atribulados en tribunales con conflictos no reconocidos por la ceguera de una institucionalidad superada, y con voz de protesta, las y los chilenos han abierto la posibilidad de imaginar una nueva República. Si insistimos sólo en izar las banderas de antaño, seguiremos atrapados en el pasado. Pero hoy, lo que toca es abrir el futuro.