Es domingo 21 de agosto y Zalo Reyes (69) no volvió a levantarse. Si bien no fue del todo sorpresivo –ya había desafiado a la muerte más de una vez–, sí lo fue la causa: un fulminante cáncer de páncreas. “Tuvo dos comas inducidos, en donde salió muy lúcido. Y después tuvo bajas grandes, que ya no tenían relación con la diabetes. Nos dimos cuenta, por las endoscopías y todo lo que le hacen, que él tenía cáncer, uno del que nunca supimos”, relató su hijo mayor, Boris González.
Para nadie es un misterio que el “gorrión de Conchalí” devino en ícono pop. Generaciones que nunca lo vieron en vivo lo idolatran. Éxitos como ‘Ramito de violetas’ (1985) y ‘Mi prisionera’ (1988), a medio andar entre la canción romántica de anclaje AM y la balada eléctrica labrada en esta patria, acumulan millones de reproducciones en las plataformas de streaming, y desde que se conoció la triste noticia de su muerte no han parado de aumentar. Su origen humilde, las adicciones, su personalidad desafiante y magnética, su repertorio doliente y su conexión única con el público lo volvieron leyenda. Un relato casi heroico que entendió y alimentó con los años, antes de partir.
Se volvió trending topic, fue nota obligada en los noticiarios, radios, portales digitales, y su música, fotos, memes, memorabilia y recuerdos inmortalizados en cámara –buenos, chistosos, anecdóticos y otros para el olvido– comenzaron a poblar las redes sociales y los grupos de WhatsApp. Dos palabras se repiten una y otra vez: ídolo popular.
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Corre el minuto dos con 23 segundos cuando en el video de ‘Mi caminar’ (2009) –el último éxito que anotó en su carrera–, Zalo Reyes aparece entrando a una iglesia. “Si la noche y su inmensidad / Ya quisieran aferrarse de mí”, interpreta el gorrión no cantando, sino hablando, con ese recurso tan bien manejado en los boleros que tanto le gustaban y que lo inspiraron desde que era un adolescente conchalino que se hacía camino como cantante en quintas de recreo en el sector norte de Santiago. No pasa mucho tiempo para darnos cuenta que el gorrión está asistiendo nada menos que a su propio velorio. Ahí se enfrenta a sí mismo y a la muerte.
Aquella canción fue uno de los mensajes más sinceros de Zalo luego de décadas de constantes vaivenes y de sobreexposición mediática, incluso más allá de lo artístico. ‘Mi caminar’ representa el calamitoso relato de su vida, entre el éxito, la fama, las drogas, la rebeldía, el ocaso musical, el amor, la soledad y sus propios miedos, como la muerte, pero sobre todo, el olvido en la memoria de su pueblo. Por eso en el video, tras verse adentro del ataúd, luego se muestra recuperado, fortalecido y en colores, retornando con fuerza a su hábitat natural: los escenarios de bares populares (en este caso, La Tuna).
En paralelo, algo muy bonito estaba pasando en nuestra escena musical que coincidió con este resurgimiento: se dio en el contexto donde una nueva generación de jóvenes comenzaba de a poco a abandonar cierto dogma de polarización en la música pop. Así, músicos provenientes del rock –como Angelo Pierattini– o el dancehall –como Shamanes Crew– comunican abiertamente su fanatismo y respeto por el gorrión de Conchalí, mientras él mismo vencía sus propios miedos y se daba cuenta del arrastre que aún generaba en los más jóvenes, alcanzando de paso a anotar un momento de culto en su biografía artística: presentarse en el festival de música electrónica Mysteryland 2013. Ovación incluida.
Esta fue la forma que Zalo encontró para curar las heridas internas provocadas por décadas de ninguneo clasista, invisibilización artística y bullying mediático: volver a recibir el amor de la gente, sin intermediarios. Fue la oportunidad de dejar de ser el artista estigmatizado por su origen y por querer sobrevivir luego del éxito que se fue extinguiendo al llegar la democracia.
Pero también por su forma de hablar: varios de los que lo despreciaron lo hicieron porque su irreverencia era incorrecta, incómoda, indigerible, y ya sabemos lo que pasa cuando los que estaban destinados a ser pobres y nadies, se consagran: arden las buenas conciencias del statu quo.
Por cierto la diabetes que lo aquejaba y el inclemente paso del tiempo hicieron que perdiera parte de sus aptitudes, desde lo vocal a lo performático, pero en los últimos años, cuando se quedaba sin voz en el vivo, era el público el que cantaba por él, como un karaoke orgánico. Así fue como sus canciones pasaron a ser del pueblo. Porque Zalo, con su enorme ego, se acostaba y se iba durmiendo –entre la vigilia y el sueño– con las miradas de su público en sus shows en la cabeza. Por eso no es de extrañar que a esa audiencia le hiciera y dedicara una de sus canciones preferidas, ‘Como quiero a mi gente’, que escribió durante su juventud y grabó en los años ochenta, en el apogeo de su carrera, y con la que deseaba ser recordado después de morir.
“Y viajando por tantos lugares
Buscando otros mundos hoy tan diferentes
He podido sentir en el alma
Como quiero a mi gente”.
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Desde los mismos días en que triunfaba tras las luces estelares de la TV dictatorial –tanto de cantante como showman–, de los discos de platino gracias a la hoy inmortal ‘Con una lágrima en la garganta’, y de echarse al bolsillo al público del Festival de Viña en 1983, algunos quisieron copiar el estilo de Zalo Reyes, ese de canciones románticas cantadas con mucho sentimiento, pero nunca se le pudo imitar (a pesar que incluso en los noventa él mismo apadrinó a un joven baladista oriundo también de su amada comuna: Santos Chávez). Y si bien varios de sus mayores éxitos son covers, Zalo moldeó un estilo único que supo llevarlo hasta donde pudo, con una interpretación que logró hacer de las canciones verdaderas crónicas testimoniales de aquello que se habla poco: infidelidades, traiciones, cobardía, posesión. Esos temas que muchos hombres callan, pero que al cantar parecen fluir. Un poco de liberación de lo reprimido a través de la música popular.
Pero Zalo se hizo famoso porque le cantaba a la desdicha, al punto que le pedía al cielo “motivo y razón” para olvidar –¿signo de una masculinidad frágil?– muy en la senda lastimera entre el bolero y el tango, en el ejercicio de la melancolía y el desamor. “En la historia de la cebolla y la canción de amor chilenas, Zalo Reyes tiene un estatus diferente a cualquier otro. Supo darle a su canto y a su trato con las audiencias un estilo que, más allá de su impronta musical, tuvo efectos huracanados en los grandes medios y en la definición que entonces estos le daban a la cultura popular local; a sus entusiasmos y sus gustos, su expresión y su orgullo”, dice la periodista Marisol García en su libro Llora Corazón (2017).
Así fue como en el Chile gris de los ochentas, el pueblo comenzó a hablar de sus otras penas, las del corazón, a través de la música de Zalo, que captaba y atravesaba la dimensión de la tristeza amorosa. La receta era un poco Ramón Aguilera, un poco Lucho Gatica, un poco Germaín de la Fuente. Y el ingrediente secreto: “su arrollador carisma, tan magnético y seguro de sí mismo, tan orgulloso y displicente con las reverencias –explica Marisol García–, que su éxito llegó a desafiar convenciones de clase, género y trato social”.
Y también fue un poco James Brown y un poco Johnny Cash (más allá de la inspiración para el video de ‘Mi caminar’, de la versión que el hombre de Arkansas hace de ‘Hurt’ y el clip de Mark Romanek): a pesar de sus claroscuros y de que la haya pasado mal, estaba contigo. Porque el corazón se parte, se rompe y también se vuelve a reconstruir, aunque lloremos más de diez veces por amor. Y se hace con gracia.
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“Idéntico a sí mismo”. Así describió Nicanor Parra a Zalo, enalteciendo –a su manera– la figura de “roto chileno”, esa virtud de ser un “morenazo pinganilla”–citando ahora a Lemebel– soñando con convertirse en una estrella de la música popular, llegar a serlo siendo el mejor de su generación y disfrutándolo sin composturas ni represiones, pasando incluso por el rol de ser el “picante simpático que entretenía a los cuícos”.
En sus casi 70 años de álgida vida, Zalo Reyes se transformó en una leyenda inmortal más allá de la canción, porque instaló su marca y se posicionó como un ídolo popular, desde el Zalo cantante quinceañero aficionado al Zalo instagramer, pasando por el Zalo que versionó a Nat King Cole, el Zalo que se armó una banda con rockeros para sus primeros discos, el Zalo que conquistó la Quinta Vergara sin aún poseer sus más grandes éxitos, el Zalo que se infiltró en la siútica y conservadora televisión de los ochenta para darle realismo y credibilidad, el Zalo que fue objeto de burla en el horario prime de la Transición (comiéndose una cebolla en un supuesto estado de hipnosis o peleando a tablero vuelto con su doble). El Zalo que se paró con orgullo en cada escenario al que se subió, hasta que su salud empezó a empeorar cada vez más y lo alejó de ellos.
Dicen que los gorriones son aves inteligentes, curiosas y vivarachas. Boris Leonardo González Reyes entonces tuvo bien merecido su apodo por antonomasia, sobre todo por lo que significa ese último adjetivo coloquial: ser vivaz, despierto y alegre.
Si algo nos enseñó Zalo mejor que ningún otro ídolo popular de estas tierras fue el goce, la irreverencia, la bravura de desafiar lo establecido; el valor de lo humano con matices y fisuras, con errores comunes y desaciertos graves; un poco de esa potencia plebeya que desde abajo nos empuja a resurgir y seguir insistiendo en reclamar por nuestros derechos en la adversidad y en la fiesta popular, callejera, incómoda y disidente. Como alguna vez dijo él mismo: “Zalo Reyes es sentimiento, verdad, corazón, fuerza, amor, coraje e inteligencia”. Buen viaje, gorrión.