Un 9 de octubre, hace 57 años, nace en Rancagua, la primera payadora chilena. Pero como las poetas que pare la madre tierra traen consigo la magia y los milagros, el 8 de octubre, en medio de décimas improvisadas, tonadas y valses, dejábamos el cuerpo de María Cecilia Astorga Arrendondo en el cementerio de Codegua.
La “Ceci” -para nosotros, su familia payadoril- abrió un camino en la historia. No sólo lo abrió, también lo escribió. Es que, quien nace del canto se hace canto en ese camino abierto.
Junto a su hermano, el maestro de muchos de nuestros flamantes payadores, Francisco Astorga, vinieron escribiendo este camino desde muy niños, cantando tonadas, valses, cuecas, valses peruanos, tangos, y un extenso repertorio de un cancionero popular que tiene años de boca en boca. Pero fue en las ruedas del canto a lo divino y a lo humano, que junto a su hermano, y los maestros Manuel Gallardo, Luis Cantillana y su tío Jaime Ramírez, donde, como una agricultora, sembró y fue cosechando su canto. Toda la magia sucedió entre el Rincón, de San Francisco de Mostazal, Codegua, (lugares de origen de su madre y padre respectivamente) y Graneros.
Ya a los 18 años estaba grabando un cassette junto al conjunto de música tradicional Cantalar. Se estaba moldeando, entonces, esta escultura de maestra que iba a tener la Paya. Porque la Paya no nace tan sólo de la Paya. Para llegar a la Paya hay que nutrirse de otras artes y oficios tradicionales, hay que comprender la vida desde un entendimiento universal, hay que entrar en la espiritualidad de la reunión, en la espiritualidad del rito, del canto, de la palabra, de la fiesta, de la divinidad y de la historia.
Desde los 90 y más específicamente del año 1998, Chile recibió en un escenario a una mujer que tenía versos improvisados para decir. La Payadora había nacido. Desde allí se podía ver junto a Pedro Yañez, a Santos Rubio, a Eduardo Peralta, a Manuel Sánchez a Moisés Chaparro, al Manguera, Hugo González y muchos más… Esta Payadora de falda larga y sonrisa grande había llegado para quedarse y sin saberlo, para abrir el camino a todas las que vinimos después.
Tenía una dulzura y una ternura muy conectada con lo femenino, con lo mágico, con lo sabio, con lo maternal y lo ancestral. Con decirles que su sala de ensayo, su sala de clases y su taller de estudio, era su cocina.
Desde allí entre agüitas de yerba, guisos y cazuelas nacían y nacían nuevos y nuevas payadoras. A los animales los trataba igual que a los niños, a los compañeros como hermanos, a sus alumnos como hijos. A su compañero Carlos Sotomayor -quien la cuidó estos últimos años de forma devota-, lo escogió como su amor al terminar la primera cueca que se bailaron. La Cueca los emparejó y ella leyó inmediatamente esa señal. Así de conectada estuvo siempre.
El día que debuté como payadora Cecilia estaba a mi lado en el escenario, esto fue el 2018, aunque yo venía de otra fuente Payadoril, cuando podía daba un consejo o hacía un comentario en que uno decía, ¿será para mí? “Sí, lo está diciendo por mí”. Estaba enseñando algo, incluso con su silencio.
Siempre rodeada de jóvenes que la acompañaban a todos lados, eran algo así como entre escoltas e hijos, ella generaba esos vínculos, tal como eran Margot Loyola, Gabriela Pizarro, la misma Violeta Parra, rodeadas de aprendices, amigos, estudiantes que luego se convertían en hijos, hijas, su motivo de vida y de continuidad.
No siempre yo estaba de acuerdo con ella, en momentos quería que opinara como yo, pero en el tiempo fui entendiéndola, a medida de conocerla. Un día del 2018 fuimos a promocionar un evento en una radio y ella respondió: “No, no hay machismo en la Paya, yo siempre me he sentido recibida, valorada, respetada y muy querida por mis compañeros” y a mí me dio una feroz rabia. No podía creer lo que estaba diciendo cuando tan sólo yo, que venía llegando, podía observar un sinfín de actitudes machistas en nuestro gremio.
Sin embargo, fui entendiendo a lo que se refería y a ese camino que estaba abriendo para las mujeres, a cómo sus compañeros le permitieron habitar un terreno que fue siempre masculino y el lugar que tenía no por ser mujer, sino por ser la artista que era. La lectura era más profunda de como yo, todavía con mi imprudente juventud, podía ver. Estaba hablando desde la sabiduría.
Compartimos, por lo menos la última década, no sólo en escenario de la Paya, sino reuniones, fiestas, algunos viajes, cumpleaños, estuvimos juntas de jurado en concursos. También momentos tristes de asuntos familiares que le aquejaban, otros muy íntimos de confidencia y algunos actos feministas que quedaron escritos en la historia de la música, como la intervención con Mon Laferte. Nunca fuimos amigas del alma, ni yo su discípula, siempre tuvimos complicidad y respeto. Distancia cuando ameritaba y cercanía cuando era necesario.
Donde ella estuviera se respiraba su maestría, aunque no hablara. No había quien, estando a su lado, no sintiera estaba frente a una genuina maestra. Su compromiso social, su consciencia y su claridad con las luchas sociales, siempre amarradas de una ternura, de una dedicación, un carácter y un sello que tienen algunas mujeres, sobre todo que traen la sabiduría rural, la comprensión espiritual de las cosas profundas.
A mí me emociona escribir esto y sólo tengo agradecimiento de haber coincidido en mi existencia, con la primera Payadora de Chile. Porque si no existiera ella, tampoco existiría yo.