Recién se acuerdan de la “responsabilidad” y, sin quererlo, vía sus intelectualillos de poca monta (“expertos” en realidad), comienzan a hablar de la “catástrofe” que significaría que Chile tuviera que elegir entre Lavín y Jadue para una presidencial. Catástrofe, porque muchos de ellos, como bien sabría Lavín, votarían por el alcalde de Las Condes; sobre todo si frente a un “comunista” –esa denominación oprobiosa que la derecha incrustó en el corazón de muchos- Lavín supo declararse “Aliancista-Bacheletista”. En verdad, Lavín es el candidato del orden. No solo de la derecha, sino también, de esa pequeña ruina llamada Concertación.
Hablemos de la existencia de la Concertación. Como Pinochet –acaso siendo una extensión de su cuerpo político- se supone que ella se declaró muerta muchas veces y que, incluso, sin proyecto en mano, se arrimó a las faldas de Michelle Bachelet por segunda vez para triunfar electoralmente y gobernar desde el 11 de Marzo de 2014 con un nuevo nombre (“Nueva Mayoría”) que integraba al Partido Comunista por vez primera desde el gobierno de Salvador Allende.
Pero digamos que esa Concertación sigue existiendo. Al modo de think tanks, partidos políticos y alguno que otro que escribe en La Tercera, El Mercurio o el Líbero. Hace meses su política ha sido el silencio. Y su único acto relevante fue ir a salvar a un gobierno que, desde el 18 de Octubre, parece que se caía a pedazos en la articulación consensual de un plebiscito para cambiar la Nueva Constituyente. Un consenso que no incluyó la Asamblea Constituyente, ni menos alguna que otra Convención “Constituyente”, sino “Constitucional” y que, por tanto, deviene prefigurado en muchos de sus aspectos. La oposición –salvo raras cartas- ha sido sinónimo de silencio o de complicidad.
Desde el Frente Amplio que aprueba proyectos del ejecutivo a favor de la “seguridad” con un espectáculo público y vergonzoso de arrepentimiento por redes sociales, hasta un conjunto de extraños personajes –espectrales en su aparición- que temen la emergencia de Daniel Jadue como candidato presidencial. Recién se acuerdan de la “responsabilidad” y, sin quererlo, vía sus intelectualillos de poca monta (“expertos” en realidad), comienzan a hablar de la “catástrofe” que significaría que Chile tuviera que elegir entre Lavín y Jadue para una presidencial. Catástrofe, porque muchos de ellos, como bien sabría Lavín, votarían por el alcalde de Las Condes; sobre todo si frente a un “comunista” –esa denominación oprobiosa que la derecha incrustó en el corazón de muchos- Lavín supo declararse “Aliancista-Bacheletista”. En verdad, Lavín es el candidato del orden. No solo de la derecha, sino también, de esa pequeña ruina llamada Concertación. Hasta ahora, él es el único que puede garantizar la continuidad del Pacto Oligárquico de 1980 establecido desde 1973 y consolidado durante los últimos 30 años de mayordomía concertacionista.
Por esta razón, con su silencio y complicidad está pavimentando su asalto. No solo desde 18 de Octubre, sino desde que Jadue despunta en las encuestas. Seguramente han visto atentamente lo que sucedió en Inglaterra con Corbyn y en EEUU con Sanders: más allá de los errores de campaña, los mismos laboristas y los mismos demócratas bajaron a su mejor candidato. Pero también, han de estar observando la catástrofe política de nuestro continente y, nuevamente, creyéndole al discurso neoliberal sobre los peligros del “populismo” (quien sabe qué sería eso).
En cualquier caso, más allá de las posibles presidenciales (que es un punto), la cuestión constitucional deviene el acontecimiento más importante de los últimos 50 años (después del golpe de Estado de 1973). Sin embargo, la estrategia es medianamente clara: se trata de un asalto decisivo que la Concertación pretende capitalizar yendo más allá tanto de la derecha pinochetista que optó por el Rechazo como de las posibilidades de una izquierda de proyecto anti-neoliberal. Se trata de favorecer el Apruebo para la elaboración de una Nueva Constitución para que, a partir de dicha plataforma, erigirse en los “demócratas” que habrán ofrecido gobernabilidad al país y, a través de una Nueva Constitución, darle legitimidad al régimen neoliberal que se mantendrá intacto. Harán uso de su lugar de mayordomía, aquél administrador encargado de guardar el fundo. Legitimar democráticamente al neoliberalismo fue lo que intentó la Concertación desde 1990, incluso intentando reformas constitucionales, pero sin cambiar el fantasme golpista que vertebra a dicho texto y, más aún, sin modificar su carácter “neoliberal” que se expresa pornográficamente en su Artículo 1.
No solo su “falla de origen” –como frecuentemente se critica- sino también su uso propiamente neoliberal hace de dicho texto una Constitución privada de pueblo, tal como la foto de Piñera que se toma en la Plaza Dignidad sin un pueblo al que gobernar. Esa fotografía expresa la forma de la Constitución que articuló una democracia vaciada de deliberación, pero, paradójicamente, plagada de instancias de votación: en Chile hay votación, pero no deliberación puesto que la votación fue casi siempre irrelevante pues expresa la existencia de una democracia puramente procedimental, exenta de cualquier forma soberana, incapaz de transformar los enclaves constitucionales más importantes que les habían sido impuestos. Y, quizás, esa coalición llamada Concertación siempre supo que, lo que decía que era su mal (la imposibilidad de modificar dichos enclaves fundamentales), en realidad era su ventaja (pues así podía ejercer su mayordomía). Solo así podían gobernar el reino de la derecha, administrar la hacienda del poder.
La mayordomía concertacionista intenta desde los primeros días de la revuelta de Octubre, asaltar el poder, ofreciendo lo que sabe hacer: la mayordomía, su trabajo de gobernabilidad. Para eso, tendrá que intentar reconstituir el oxímoron que hoy se ha vuelto completamente visible: la compatibilidad entre democracia y neoliberalismo. En otros términos, la estrategia del mayordomo es ofrecer legitimidad al neoliberalismo a través de dar Apruebo a una Nueva Constitución. No será más la Constitución de Pinochet, la izquierda no podrá molestar más con la “falla de origen”, con la “traición” ejecutada al ideario popular. La Constitución será por fin, de todos los chilenos. Eso dirán, eso instrumentalizarán. Así, pondrán en juego el Nuevo Pacto Oligárquico y, tal como ocurrió en la experiencia tunecina después de la Asamblea Constituyente, las presiones del capital financiero global se dejarán caer y erigirán a los concertacionistas –como sea que se llamen- en los nuevos heraldos del sistema.
Si la Nueva Constitución mantiene explícita o implícitamente los principios del Artículo 1 que economizan al Estado entonces todo quedará igual, aunque legitimado democráticamente. No habrá sido necesario Pinochet; el mismo pueblo habrá entrado a la boca del lobo. Es posible que ese sea el plan. Pero, como sabemos, a veces la eternidad irrumpe en los momentos menos pensados, cuando la imaginación abre una vía jamás explorada. Esa vía fue abierta el 18 de Octubre y su fuerza debe disputar en todos los frentes el que se cree una Constitución que cumpla mínimamente su función: darle poderes al pueblo (cuestión que justamente la actual Constitución no hace) para contrarrestar al poder oligárquico que intentará imponerse de todos modos.
A la inversa de la que nos rige actualmente, es preciso imaginar una Constitución que no se clausure sobre sí misma (via tutela militar o tribunal constitucional), sino que contenga posibilidades que mantengan viva su modificabilidad sustantiva con todo el riesgo que ello implica. Para ello debemos apostar a una Constitución que no neutralice a la potencia destituyente (esquema hobbesiano), sino que la abra al libre juego de las formas de vida (esquema maquiaveliano) que permanezcan intraducibles al régimen de la representación, pero que, sin embargo, abra a dicho régimen más allá de sí mismo e impida que dicha Constitución se clausure sobre sí misma manteniéndola abierta a las transformaciones ritmadas por la imaginación popular. Solo una Constitución que contenga un “afuera” irreductible a su unidad, en que el diferencial de intensidades sea inmanente a su juego puede llamarse “republicana”. Pero de una república “expresiva” y no “representacional” en la que las intensidades no puedan ser diversidades abstractas reducidas al régimen de equivalencia general, sino que estén abierta al conflicto y posibilite el libre juego de los vivientes, ritmo de un ethos que, como una ventana, siempre habrá que dejar abierto sino se quiere sucumbir.
LA REFLEXIÓN DE KARMY BOLTON REFLEJA LA LINEA QUE DEBE SUSTENTAR LO ESPECÍFICO O LO MÁS PROPIO DE LA NUEVA CONSTITUCIÓN, O MEJOR, DE LA CONSTITUCIÓN DE LAS MAYORÍAS.