Es importantísimo que la representación de la Presidencia de la República en Chile no se mueva según los caprichos de quien ejerza el cargo. Hay algo más grande que la persona de Piñera y es el símbolo que encarna. Pero para entender eso se requiere mirar más allá de los intereses personales del momento, el instante, y quien nos gobierna no sabe cómo hacerlo. Todos sus triunfos fueron saltándose las reglas, ya sea en materia económica o cuando lanzó su primera campaña en un sector que ya había elegido a Lavín como abanderado, a comienzo de los 2000, por lo que no es capaz de sentir algo que sea más fuerte y grande que él.
El presidente Sebastián Piñera quiere más de lo que puede hacer como mandatario. Hay quienes glorifican sus impulsos como virtudes de una personalidad activa, decisiva, alejada de toda la ritualidad que la política requiere para funcionar. A los pocos que aún rescatan estos aspectos, la libertad con la que Piñera salta sobre las restricciones burocráticas, con tal de obtener su propósito, fue lo que los motivó a votar nuevamente por él; según dicen, es un hombre de acción, aunque esta sea poco consistente y transitoria.
Algunos esta transitoriedad la ven como poco ideológica, pero no hay nada más ortodoxo que la idea de que la acción política es solo oportunidades, momentos breves, e impulsos. Es la ideología del mercado, esa que no ve a quien se encuentra al lado o al frente, con tal de obtener un objetivo determinado que, con el pasar de los días, será desechado por otra motivación pasajera. En la que la personalidad del mandatario calza tan bien.
Y al mando de un Estado, donde todo debe ser cuidado según los márgenes que son necesarios para su funcionamiento, lo cierto es que no resulta en el fondo ni tampoco en la forma. Lo hemos visto, independientemente de la pésima e improvisada gestión en pandemia, con cosas como sus fotos frente al monumento del general Baquedano, en su actuar en el funeral de su tío Bernardino, y ahora, en menor grado pienso, en su salida a comprar vinos en un contexto en el que su propio gobierno está cuestionando si es que es de primera necesidad el alcohol a la hora de pedir un permiso.
Es cierto, muchas veces se exagera el ojo hacia el personaje por lo desagradable que resulta su figura para muchos. Si es que cumple con las restricciones necesarias, puede ir a comprar un par de botellas de vino. Pero, claro está, hacerlo en medio del debate mencionado, y no pensar tal vez en mandar a comprar, habla mucho de ese impulso en el que sus siempre insatisfechas ganas de estar por sobre los símbolos que representa ganan la batalla al interior de su cabeza.
Tal vez la muestra más importante de ello, y que debido a la eterna estupidez política y comunicacional de este gobierno fue transmitida por la llamada televisión pública, fue cuando una de las parientes que estaban en el funeral del tío sacerdote de los Piñera corrió a abrir parte del ataúd para que el jefe de Estado mirara al hermano de su padre. Mientras otros miembros del clan, entre ellos el exministro Andrés Chadwick, gritaban que no se podían cumplir los deseos del sobrino presidente, la pariente repitió “Sebastián quiere”, como si eso estuviera por sobre todo protocolo en momentos como este.
Ese es el problema: Sebastián quiere más de lo que su investidura le debiera permitir. Aún no toma conciencia de la responsabilidad que requiere estar en su cargo, su rol, por mucho que aparezcan fotos con papeles en su escritorio, dando a entender un grado de trabajo sobrehumano. En La Moneda no se requieren tantos papeles, solo se necesita hacer política y, digámoslo, se carece profundamente de ella.
Es importantísimo que la representación de la Presidencia de la República en Chile no se mueva según los caprichos de quien ejerza el cargo. Hay algo más grande que la persona de Piñera y es el símbolo que encarna. Pero para entender eso se requiere mirar más allá de los intereses personales del momento, el instante, y quien nos gobierna no sabe cómo hacerlo. Todos sus triunfos fueron saltándose las reglas, ya sea en materia económica o cuando lanzó su primera campaña en un sector que ya había elegido a Lavín como abanderado, a comienzo de los 2000, por lo que no es capaz de sentir algo que sea más fuerte y grande que él.
El “Sebastián quiere”, pronunciado por la pariente, no hizo más que recordarnos bajo qué carácter estamos. Nos respondió, una vez más, esa pregunta que nos hacemos, aunque sepamos la conclusión desde mucho antes que todo esto sucediera. Y es que tenemos en la casa de gobierno a alguien que no sabe cómo vivir en sociedad como civil, y mucho menos como primera autoridad de un país.