Miércoles, Abril 17, 2024

Marca de agua en la hoja

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Cuando el relator de Naciones Unidas pone de relieve los casos de Petorca y Santiago, cuyos habitantes empiezan a percibir el deterioro de sus estándares de salud y de vida, lo que está haciendo en la práctica es anticipar los ribetes del debate constitucional que se avecina. Esto significa que la disputa institucional subirá, desde donde la dejó la desembozada mercantilización del vital recurso impuesta por el Código de Aguas y la Constitución de 1980, varios peldaños en la escala de complejidad técnica y de solvencia moral.

Hace unos días Léo Heller, Relator Especial de las Naciones Unidas Sobre Derechos al Agua y al Saneamiento, denunció en el organismo que el Estado de Chile podría estar incumpliendo sus obligaciones internacionales de respeto a los derechos humanos. El relator pidió al Gobierno que responda a las denuncias formuladas por diversas organizaciones de la sociedad civil, acerca de los nocivos efectos que podrían estar teniendo la canalización del agua hacia las explotaciones agroexportadoras de paltos en la provincia de Petorca, La Ligua, y el proyecto hidroeléctrico de Alto Maipo, en Santiago. Esto, considerando que el país —el cuarto en el mundo con el mayor número de contagios por habitante― se encuentra librando una sistemática lucha contra la covid-19 que extrema las necesidades de cuidado de la población y las protecciones sanitarias.

La preocupación del observador no solo es pertinente, legítima y autorizada, sino que, además, muestra los márgenes dentro de los cuales escribirán la Constitución Política los convencionales elegidos en abril de 2021.

Estado constitucional y convencional de derecho

Chile ha asumido en el pasado compromisos internacionales que debe cumplir. Entre estos están la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto de Derechos Económicos Sociales y Culturales, y la Convención de Derechos del Niño, que no se suspenden con la puesta en vigor del nuevo texto, sino que son refrendados y acaso cobren mayor impulso e imperio que el que tenían hasta entonces. En estricto rigor significa que no habría una hoja en blanco sobre la que escribirían el destino y uso de las aguas los futuros constituyentes, sino una de papel oficial, que viene con sangría y membrete, y que, por virtud de los controles de convencionalidad y las interpretaciones conforme que se han venido practicando, dispone ex ante los derechos prevalentes de las personas y de los pueblos que quedan consignados en la Constitución Política.

¿Es esta una cesión de los Estados nacionales a favor de una justicia universal? Por supuesto que lo es. El juicio al fenecido general Augusto Pinochet es un antecedente firme y elocuente. «Para Naomi Roth-Arriaza, profesora titular de Derecho de la Universidad de California Hastings College of Law, con el caso Pinochet se empezó a revalidar la justicia universal como una forma complementaria de justicia internacional, al lado de la emergente Corte Penal Internacional —el Estatuto de Roma se firma el mismo año que la detención― y de los tribunales ad hoc».

No es, pues, el régimen político el que corona la institucionalidad del Estado, sino los derechos fundamentales de las personas, a los que está subordinada la democracia. Primarán en el nuevo ordenamiento el principio pro persona, los ajustes entre las normas jurídicas nacionales e internacionales, y la jurisprudencia existente en materia de garantías explícitas de derechos. De modo tal que el límite a la soberanía popular estará precisamente dado por el respeto a la dignidad esencial de la persona, pre-escrita en los tratados y convenciones ratificados por Chile, así como en sus permanentes actualizaciones.

Por eso, lo que adviene no puede ser sino un Estado constitucional y convencional de derecho. En sí mismo, un Estado personalista y social. De ahí la trascendencia histórica de la voluntad popular que se expresará en el Plebiscito del 25 de octubre, y abrirá el camino hacia una sociedad de derechos garantizados.

El agua, un derecho humano autónomo

Por consiguiente, cuando el relator de Naciones Unidas pone de relieve los casos de Petorca y Santiago, cuyos habitantes empiezan a percibir el deterioro de sus estándares de salud y de vida, lo que está haciendo en la práctica es anticipar los ribetes del debate constitucional que se avecina. Esto significa que la disputa institucional subirá, desde donde la dejó la desembozada mercantilización del vital recurso impuesta por el Código de Aguas y la Constitución de 1980, varios peldaños en la escala de complejidad técnica y de solvencia moral.

Donde la controversia dejará de estar subordinada a un asunto de compra y venta de patrimonios y dominios, de camiones aljibe satisfaciendo a altos costos necesidades de acceso, de niños con diarrea por la baja calidad del agua que ingieren o por el mal saneamiento que les está permitido. En fin, de personas imposibilitadas de cumplir, por falta de agua, la recomendación sanitaria del lavado frecuente de manos, episodios todos que desnudan la lacerante realidad de ciudadanos que no pueden exigir sus derechos porque tampoco pueden judicializar su demanda.

Donde la discusión acerca del tipo de desarrollo que el país anhela se instalará en el lugar al que la elevó hace más de una década, el 28 de julio de 2010, la Resolución 64/292 de la Asamblea General de las Naciones Unidas; la máxima según la cual el agua potable limpia y el saneamiento son esenciales para la realización de todos los derechos humanos. Porque sin agua no es posible la vida. Pero, con independencia de todos los derechos, el agua es en sí misma un derecho.

La realización de todos los derechos se refiere también, como es obvio, a la libertad de permanecer en el lugar donde nacimos o donde hemos elegido vivir. La población de Petorca, no puede ejercer este derecho en plenitud. Y esto es así porque desde hace años lo que se viene configurando en esta provincia de la región de Valparaíso es un escenario de extremo hidrológico, es decir, un cuadro en el que la falta de agua ha terminado por afectar las condiciones de vida de sus habitantes al punto que se han visto obligados a migrar. Estudios confirman que la correlación entre disponibilidad de agua y migración no ocurre solo en la dirección de expulsar población de ciertos territorios, sino también al revés, en el sentido de concentrarla en lugares donde los desplazamientos provocan como consecuencia escasez hídrica.

La región Metropolitana, una cuenca donde viven ocho de los veinte millones de habitantes de todo el país, no será la excepción cuando el megaproyecto Alto Maipo entre en operación el próximo mes de diciembre, y amenace la calidad del ambiente y, especialmente, la calidad de las aguas para consumo humano de la mayor concentración urbana en cuarentena de todo el territorio nacional. El Estado de Chile tiene la palabra frente a la interpelación de Naciones Unidas.          

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