El racismo está en los espacios del máximo poder, en el gobierno, en las gerencias de las empresas, en los rostros de las teleseries, de los noticieros, donde la gran mayoría tiene un origen de barrio alto, de apellido vinoso o europeo, donde es casi imposible encontrar un apellido indígena, donde es un milagro el González o el Tapia de rasgos andinos surgido en periferias. Porque la norma implícita del sistema es que el moreno no manda y nunca llega tan alto.
Miles de chilenos, como tantos en todo el mundo, están gritando su indignación por tanta crueldad e injusticia en la muerte del afroamericano George Floyd en Estados Unidos. Y es tan pura y auténtica la impotencia, que dan ganas de que se grite con la misma fuerza y sin descanso, las muertes, golpizas y torturas que se han dado y se siguen dando a los George Floyd con que en Chile cargamos, y que son tan invisibles a los ojos del poder que hoy muestra compasión por el oprimido de Minneapolis; ese poder que tan poco se ha interesado en las víctimas del racismo de por acá. Porque Brandon Hernández Huentecol, el adolescente de dieciséis años acribillado con más de cien perdigones en la espalda, fue abatido en el suelo con la misma técnica con que asfixiaron hasta la muerte a George. Mordiendo el polvo resistió el rostro de Brandon la bota y la rodilla de un carabinero en su espalda por el sólo hecho de ser mapuche. Porque Camilo Catrillanca sintió el mismo miedo que sintió George cuando se vio acorralado por los carabineros que lo buscaban como presa en una guerra ficticia por llevar la sangre de su pueblo, la piel de sus padres, los ojos de su abuela, las palabras de su lengua. Imaginemos el terror que recorrió y sigue recorriendo al menor que acompañaba a Camilo y que vio morir a su compañero, el terror que siente cada día al mirar a un carabinero en un campo, el terror que a Chile se le olvida con tanta fragilidad a más de un año de un crimen sin condenas.
Lloremos a George, pero también lloremos al George Floyd chileno que cargamos todos los días y que no vemos, nublados por el racismo que está impregnado en nuestras conversaciones, en nuestros hábitos y en la cultura nacional chilena forjada en el desprecio al indígena, en la vergüenza por los apellidos mapuche, en el menosprecio a un color de piel, a la forma de un cabello. Porque a veces no nos damos ni cuenta, pero mientras compartimos fotos de niños blancos abrazados a niños negros no nos percatamos que allí no reside todo el racismo del mundo.
El racismo está también en los detalles, en las trampas en las que caemos todos cuando valoramos más a un rubio que a un moreno en un trabajo, cuando desconfiamos de los rasgos negros en la calle, guardándonos el celular por miedo a un robo, pero nos relajamos si es un rubio, porque los rubios no roban. El racismo está en la loca desproporcionalidad de blancos y rubios de la televisión y la publicidad, que parecen desconocer que esta es una República en que la mayoría somos morenos. El racismo está en los espacios del máximo poder, en el gobierno, en las gerencias de las empresas, en los rostros de las teleseries, de los noticieros, donde la gran mayoría tiene un origen de barrio alto, de apellido vinoso o europeo, donde es casi imposible encontrar un apellido indígena, donde es un milagro el González o el Tapia de rasgos andinos surgido en periferias. Porque la norma implícita del sistema es que el moreno no manda y nunca llega tan alto.
Pensemos en George Floyd y su desamparo ante la violencia estatal estadounidense, pero pensemos también en la violencia que este Estado ha ejercido contra la población haitiana, con un gobierno que los expuso como los causantes de tanto daño y objeto de tanta miseria, mostrándolos en aviones que los devolvían a su origen porque acá no sirvieron sólo por ser haitianos. Pensemos en Joane Florvil y preguntémonos cuántos de los que comparten la imagen oscura en señal de luto por George Floyd conocen la historia de la mujer haitiana muerta luego de una serie de discriminaciones de una sociedad que le quitó a su hijo, la metió presa creyéndola una mala madre, y de un calabozo la trasladó a una sala de hospital donde pasó de casi sana a moribunda deprimida y luego muerta. Tantos medios que hoy lloran por George a Jaoane la mostraron como la peor mujer del mundo, el ejemplo de las malas madres. Medios que poco y nada dijeron cuando, ya muerta, la declararon inocente. Y eso pasó aquí, en Chile.
Junto a George Floyd, podríamos llenar páginas con los nombres de los muertos por el racismo en el primer mundo, el tercer mundo y en nuestro Chile extenso y solidario. Podríamos decir mil veces José Huenante, primer detenido desaparecido en democracia. Y ojalá pudiéramos hacerlo tendencia. Podríamos decir mil veces Matías Catrileo, Alex Lemún. Y ojalá despertar la mitad de la conciencia que genera transversalmente el asesinato de un afroamericano en Estados Unidos. Pero cuando la paja hay que mirarla en el ojo propio es tan difícil que las voces se amplifiquen.
Porque los mismos medios que hoy se sorprenden y tratan de explicar el horrendo crimen de los policías de Minneapolis, hace un par de semanas estaban instalados afuera de una residencia en Quilicura, nombrando una y otra vez la nacionalidad haitiana para designar contagio, insalubridad e irresponsabilidad, para luego provocar desprecio y violencia, esa que de tantas formas se expresa hacia personas que reciben pedradas, completos en la cara y patadas de guardias en espacios públicos.
Lloremos a George, pero también lloremos al George Floyd chileno que cargamos todos los días y que olvidamos en nuestra normalidad, esa normalidad que contrata a personas extranjeras para que hagan el mismo trabajo pero más barato. Pensemos en el venezolano que murió hace horas en un albergue en Providencia. Pensemos en el racismo con que nosotros mismos cargamos cuando de pronto decimos que una persona sólo por ser de tal nacionalidad es desagradable, altanera, soberbia, viendo en ella todos los prejuicios que ya hemos armado en torno a su bandera, sin antes ver a una persona y su humanidad. Porque nadie, ni los que lamentamos el asesinato de George Floyd, ni en Estados Unidos ni en Chile, está libre del racismo que nos ha educado y formado por siglos y generaciones.