El resultado de este domingo no era algo que no estuviera en la mente de quienes analizamos el proceso constituyente con mirada crítica, ya que, a diferencia de lo que se creía en la Convención, la idea de un triunfo eterno, en el que todos los conflictos serían solucionados, no es real, y es una mezcla de cristianismo con el peor Marx. Y también, por qué no, una conclusión bastante simplona.
Eso parecía haber mucho en la Convención Constitucional. Se creía que una victoria electoral era una victoria sobre todo y todos, para siempre, y que el camino estaba pavimentado para la llegada a ese lugar en el que el futuro estaba ahí, finalmente resuelto, con antagonismos que se irían acabando.
Eran discursos encendidos y enrabiados los que traían consigo esta mirada peregrina de la historia y de la ciudadanía. La política era observada de reojo, con desdén, como algo sucio y del pasado, que no tenía cabida en este mundo perfecto de personas llenas de virtudes y repletas de injusticias que reparar. Pensar siquiera instalar un sentido común, y trabajar una estrategia política para hacerlo, era casi como un insulto. El “nuevo Chile” era otra cosa, y las lógicas del Antiguo Régimen no tenían nada que hacer.
Pero la historia en tiempo real nos enseña mucho. Es un baño de realidad. Nos recuerda que si bien no existe la perfección, la política es la vía por la que se debe intentar hacer que se olvide eso. Las controversias, si es que se quiere llegar a algo parecido a lo estable- más aún en momentos como los que vivimos-, deben ser conducidas mediante la planificación y el convencimiento, incluso -y sobre todo- si es que el plebiscito de entrada arroja resultados a favor de uno.
Esto, los testimoniales, los que abrazan la idea de que nunca hay que ir más allá de la pureza de la inacción, no lo entienden. Prefieren quedarse contentos con sus pequeños y pasajeros triunfos, y últimamente con la concepción, bastante neoliberal por lo demás, de que mientras su identidad sea reafirmada por él mismo y su grupo de pertenencia, todo está bien.
No existe el otro, por lo que no existe la intención de convencerlo, de atraerlo y de hacer lo posible por que se someta a reglas comunes. Lo común baila en sus lenguas, en su bella y sufrida oratoria, pero no se quiere caer en el reverso perverso, en ese que debe lograr que se materialice.
Y es que aunque no se crea, la responsabilidad existe y a veces está en uno y no afuera, en ese contexto que es tan fácil culpar cuando uno no ha estado a la altura. Los medios son y han sido siempre lo mismo. Sus ideas políticas y sus líneas editoriales siempre han apuntado hacia un lugar. Responsabilizarlos de lo que siempre han hecho, es creer que por arte de magia dejarán de ser un panfleto vestido de “seriedad” institucional.
La misión era derrotar políticamente todo lo que representaban en la cancha y no quedarse llorando lo obvio. Pero ya no se hizo y la historia continúa, porque esto no termina acá. Porque nunca nada termina. Porque ni el infierno ni el paraíso son eternos. Son fuerzas en disputa. En eterna disputa. Ahora solo queda comprenderlo de una buena vez.