Jueves, Abril 18, 2024

Jaime Guzmán. Coqueteos conservadores

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                                              a los días meméticos,

                                              a su democracia sentimental.                                                                                

A pesar de los cambios implementados bajo la “modernización pinochetista”, el conservadurismo chileno no responde a una contigüidad con las premisas que inspiraron el programa encabezado por los “Chicagos Boys” (1976). Tampoco hay una relación evidente entre pensamiento conservador y partidos de derechas. De otro modo, también hay conservadurismo centrista o de izquierdas. La colosal crisis del liberalismo decimonónico en los años 20 -entre otros factores- impide una “comunión estable” entre ambas tradiciones en lo que respecta a sus fronteras de sentido.

Por fin no es posible hablar de una “ontología unitaria” en el entramado liberal-conservador. Carlos Ruiz y Renato Cristi han consagrado algunos análisis a la “singular transición ideológica” de Jaime Guzmán (El pensamiento conservador en Chile, 1992). Tal nudo se extiende desde Jaime Eyzaguirre (un devoto hispanista), Osvaldo Lira (tomista hispánico), Encina (anti-espanismo), Michael Novak (la teología americana de la vía media), hasta el propio Hayek (aceleración de los mercados). De suyo, las tesis prevalentes de Mario Góngora (planificaciones globales), que concedió el voto a Salvador Allende, quedan excluidas de facto del itinerario modernizador.

El “momento conservador” no es un universal genérico, invariante, o una identidad cristalizada como se suele sostener en el campo de las izquierdas, y su rezago cognitivo, sino un concepto trenzado que goza de “porosidades”, efectos de contaminación y trayectorias inestables. El árbol “genealógico” como un concepto mixto, más allá del sujeto de fe, dota al término de una sistematicidad, perdiendo univocidad en sus hermenéuticas políticas. Y así, aumenta la heterogeneidad discursiva, la demografía oscila bajo un campo de fuerzas que invocará diversos rostros y acentos.

Si bien el núcleo gravitacional de “lo conservador” -como raíz o incluso formación discursiva- se suele oponer a reformismo, progresismo, marxismo y democracia, tal cuestión fue capturada por la fuerza fáctico-discursiva de la Dictadura chilena. Pero ello no agota sus posibilidades de sentidos. Al punto de asimilar las fracturas críticas que asisten a toda tradición, donde la discursividad efectista de Hugo Eduardo Herrera normaliza la discusión desde una racionalidad homogénea cuando publicita al mundo chicago-hacendal como un bloque monolítico (sin fisuras, ni disputas de sentido) donde se torna recursiva -reiterativa- la economización del “campo político”. Más allá de las insalvables diferencias ideológicas, no es que Jaime Guzmán pueda ser reducido sin más al binomio economía más moral. Quizá el ideólogo del Pinochetismo realizó la más intensa “revolución conservadora” con una libido liberalizante en consumos y servicios.

Ello nos permite identificar al conservadurismo como un sistema de creencias que –parafraseando a Alberto Edwards– apela a la figura de un Estado soberano e impersonal (que el propio historiador reconocía en la figura de Carlos Ibáñez del Campo). Tal pasaje fue hostil con aquellas posiciones utilitaristas que están a la base del paradigma aplicado en los años 80’ (privatizaciones del shock anti-fiscal). Esto último comprende la herencia interrumpida del “Estado en forma” como sucesión colonial de la monarquía y ausencia de revolución democrático-burguesa. En suma, la vigencia reinante del mito portaliano como figura monarcal (Homus nationalis).

Cabe agregar que el paradigma managerial -en tanto política neoliberal- expulsó cualquier lastre ético-normativo proveniente de las “épicas militantes”. Toda significación que pretenda abrumar la nueva “asepsia económica” debe ser erradicada de facto, por cuanto el emergente plan económico-social de fines de los años 70’, se debe alorden qua orden. Entonces, el giro obligatorio del conservadurismo relacional/agonístico -un término que contra todo cultiva la equivocidad- es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de adaptarse al factum de las desregulaciones ya activadas desde la segunda mitad de los años 70’ por los halcones de Chicago. Y provenientes de un mismo tronco, liberales y conservadores fueron interpelados por una vocación anti-estatista y abrazaron el “principio de subsidiariedad” inaugurando otro “momento conservador”, cual es la modernización post-estatal.

Contra el sentido común, una concepción conservadora de la política económica quedó “parcialmente” excluida en los primeros años de la modernización pinochetista (1976-1981). En aquel contexto se apelaba a las leyes infalibles del monetarismo científico, a una conducción “no” ideológica del proceso social que años más secuestró la imaginación política de las izquierdas. Entonces, se asume, dadas las circunstancias históricas, un “juicio de factibilidad” y una tecnificación del proceso social. Aquí se imponen un conjunto de procedimientos técnicos basados en la expertise que evitarían –según este paradigma– la regresión populista (“decisión colectiva”) al periodo nacional-desarrollista que experimentó América Latina.

El discurso conservador guarda otras implicancias conceptuales respecto al plan económico-social impulsado por economistas e ingenieros de Chicago. Se trata de una distinción incomoda, pero muy necesaria, por cuanto es evidente una distancia constitutiva con los supuestos de Adam Smith y los típicos mecanismos de autorregulación del mercado, a saber, la conocida  mano invisible y su preponderancia bajo el periodo de la libre concurrencia –periclitada en la década de los 30–. En este sentido, el conservadurismo clásico busca defender poder y orden contra el mercado y no con el mercado. Esencialmente desde su univocidad en asuntos valóricos asociados a una ontología religiosa.

En un mundo librado a la babelización, el relato conservador se ha ganado una demonología en el lenguaje político de los progresismos. La comunión moral intenta compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y las patologías del liberalismo occidental, cuyo paradero fue el jueves negro de 1929. A pesar de esta tremenda lección histórica, a comienzos de los años 80’, el trabajo de Mario Góngora denunciaba las crisis de tradiciones cívicas en su célebre “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile” (1981). Sin embargo, las implicancias públicas de su obra fueron incapaces de frenar la travesía neo-conservadora que Guzmán ya había iniciado.

Hasta aquí, podemos constatar una diferencia conceptual que nos obliga a discernir entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado –expuesta en la conocida obra de Mario Góngora, respecto de las premisas del paradigma managerial–. Si bien es posible trazar una primera “fricción” entre las tesis de Chicago y el discurso conservador, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización.

Si bien la década de los 70’ marca una inflexión colosal en la gramática del mundo conservador, por cuanto la modernización tiene un carácter vinculante con un conjunto de tecnopols, ello viene a representar un potencial riesgo “identitario” y “programático”, por cuanto los partidos de derechas quedan capturados bajo el viraje liberal hacia el  paradigma  subsidiario. Quizás este momento del conservadurismo, proveniente de ramificaciones más genuinas, se entroncó con los aspectos utilitarios-atomistas más sombríos de la propia modernización –representados crudamente en la figura de los “Chicagos Boys”.

A partir de lo anterior el discurso neoconservador se consagró a “anudar” dos campos ontológicos que derivan en posiciones antagónicas  fusionadas por la vía de la modernización post-estatal, contribuyendo a reducir el margen de acciones que anteriormente era gestionadas desde la autoridad estatal (ideario monarcal). De tal suerte, no podemos obrar de soslayo respecto de esta “peculiar” mutación entre mixturas argumentales que obedecen a diversos sistemas de significación y que dieron lugar al tronco liberal-conservador y su actual cisma.

Podemos arriesgar una explicación tentativa para abordar esta paradoja que acompaña el mentado eje liberal-conservador. Existe una abundante literatura que demuestra con rigor inapelable que el inicio de las políticas de externalización, privatización, desindustrialización y transformación del Estado chileno, tienen lugar a partir del año 1976 bajo un expediente anti-fiscal que buscaba dejar atrás los desbordes inflacionarios del periodo populista. Tenemos la impresión de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de blindar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70’ por la escuela de Chicago; esta vez liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista y suscriben al principio de subsidiariedad.

Esta mutación a procedimientos, axiomas y definiciones técnicas, da cuenta de un pragmatismo que explica alguna de las tensiones coyunturales que actualmente tienen lugar entre conservadores y liberales dentro de la propia Unión Demócrata Independiente y Republicanos. Pero debemos ser claros. A pesar de su impulso inicial, Guzmán giró hacia recetas liberalizantes y debe ser recordado como el arquitecto de la más desenfadada (y eficiente) fusión del “neoliberalismo integrista”. Fusión que años más tarde develó la obcecación revolucionaria del pensamiento conservador: nacionalizar la globalización y mundializar Chile.

Mauro Salazar J.
Mauro Salazar J.
Investigador del centro internacional de Estudios Frontera y Doctorado en Comunicación, UFRO/UACH.

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