Viernes, Marzo 29, 2024

Escenas de la vida postmoderna: El Cóndor Rojas y la postdictadura

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Los sucesos del fútbol (con la trampa del arquero patriota, el llamado Cóndor Rojas) fue el rito fundante de la viscosa transición chilena a la democracia. Era un tiempo donde Aylwin, Büchi y Errázuriz estaban largados a la competencia electoral. Con todo, y de modo premonitorio, por aquellos días se comenzaba a fraguar el más eficiente mecanismo deshistorizante para un «Chile dócil» por medio del «simulacro».


                                                                                              a los marxistas de siempre.

Transcurría el año 1989 y nuestro valle se preparaba para ingresar a la “democracia pactada” y cumplir el mandato del mundo informacional -léase espectacularizante- interrumpiendo la estructura narrativa del tiempo histórico. El cumulo de imágenes terciarias, untadas en memorias comerciales presagiaban la miseria cognitiva que la coalición del arcoíris -Tironi/Correa- debía administrar. Todo el tren del progreso implicaba fragmentar la vida cotidiana en escenas de fugacidad, desmemoria y consumo.

En Brasil, en el contexto de una eliminatoria para el mundial de Italia 90’, la selección chilena apeló a la metáfora de la “mano negra”: una herida patriótica auto-infligida por un futbolista dejó al descubierto la lepra heredada de una oligarquía rentista -abstracto-financiera- que posteriormente fue sancionada ante la comunidad internacional. En lo doméstico ello estaba agudizado por la irá parroquial contra las instituciones eurocéntricas, combinando la rabia periférica, el nacionalismo catolicista y la saturación mediática.

Por esos años la Confederación y la FIFA eran los enemigos de turno. Bajo la metáfora de un pueblo homogéneo-oligarquizante, la confabulación se puso en marcha y contempló diversas hebras, personajes lúgubres, corporativismos travestidos, agencias mediáticas y maridajes espurios que auguraban el colofón de la post-dictadura. Las falsas lealtades del equipo, los sofismas de los médicos ante el escándalo (Maracanazo), las militancias serviles hacia el régimen, la obsecuencia de los dirigentes, la información sesgada de los medios, fueron los hitos fundantes de la “democracia carnavalesca” (1990). Ello incluye al utilero de aquella selección que recién el año 2019 -coincidente con la revuelta nómade- sugirió nuevos nombres enlodados en la trama del «maracanazo»: hito fundante del Chile de la post-dictadura. Y sí, todos estuvieron confabulados en una trama de clandestinajes.

Una secuencia de transgresiones e impensadas bastardías -en la cita en 1989- solo podían ser retratadas por un mecanismo espectacularizante. Aquí concurrieron sucesos ruines, pueriles, propios de un clima sedicioso -herencia del golpismo republicano- como sala de parto del partido matinal y pivote de la “política de los consensos”. Todo conjuraba en favor de la anulación de cualquier público articulado y un travestismo infinito de los hábitos perceptivos. Al mismo tiempo el imperativo de asistir al sacerdocio de la FIFA en interminables caravanas (“primer mundo de la futura OECD”) e higienizar a las elites ensombrecidas por el botín estatal, presagiaba un frenético «credencialismo globalizador» que debía establecer una comunicación basada en fragmentos y unidades aisladas para diluir el tiempo histórico y sus ideologías.

En suma, los sucesos del fútbol (con la trampa del arquero patriota, el llamado Cóndor Rojas) fue el rito fundante de la viscosa transición chilena a la democracia. Era un tiempo donde Aylwin, Büchi y Errázuriz estaban largados a la competencia electoral. Con todo, y de modo premonitorio, por aquellos días se comenzaba a fraguar el más eficiente mecanismo deshistorizante para un «Chile dócil» por medio del «simulacro». Hay que subrayarlo; los matinales han sido el partido político más efectivo a la hora de producir un pueblo pedagógico-hacendal por la vía de una democracia audiovisual. El tiempo atomizado abrió una nueva economía cultural, a saber, una comunicación discontinua -hermafrodita- donde no hay nada que pueda religar los acontecimientos en un relato. El tiempo informacional representó un golpe a la lengua que abjuró de toda ética de la comunidad. Hoy se ha intensificado el desmoronamiento de las relatorías sociales que antes proporcionaban continuidad, duración y horizontes de sentido.

Lo anterior supone dos simulacros. De un lado, y con pobreza franciscana, el «caso Rojas» develó un descontrol de metas y arribismos modernizantes. Luego se precipitó una lepra arribista para los años venideros. Emprendedores fue el termino instruido por elites sin destino. Y, de otro, el matinal post 90’ se instauró como el más fiel exponente del Aylwinismo y un ritualismo purificante para consumar una mutación antropológica: el llanto de la unidad nacional fue la liturgia de aquellos años.

De tal modo, el arcoíris con su estribillo «Chile, la alegría ya viene» fue la perpetuación inquebrantable del axioma clasemediero destinado a desplegar la modernización como un eje de la comunicación neoliberal. El matinal oligárquico-pinochetista,  de alta concentración mediática, fue concebido para masificar los simulacros múltiples. La disputa por la comunicación virtual fue la batalla -del día a día- por preservar la acumulación originaria de capital y domesticar la violencia fáctica de la acumulación. Nuestra oligarquía nunca ha tolerado la comunicación fluida que comprometía la mayordormía modernizante encarnada en la dupla Tironi-Correa.

El nuevo formato televisivo se consagró a fragilizar lo público, evitando la deliberación política, administrando la separación incremental del chileno con el sistema de partidos, impulsando las memorias fugitivas de la cibercultura. En suma, llegó el turno de un pinochetismo coral, que limitaba los disensos a la diferencia turística y reorganizaba las memorias insípidas en una clave testimonial en materias de DDHH. El matinal fue el recurso espectacularizante que mejor supo domiciliar los mapas de existencia bajo la dominante neoliberal. Una intensificación de los “contratos de temporalidad” donde las redes sociales devinieron en un “tiempo informacional” (no lineal) que se opone al “tiempo histórico”.

Todo migró en la intimidad pública del populismo medial: Tonka Tomicic y el catolicismo liberal. Camiroaga, el bacheletismo sodomizador y un progresismo de derechas fue la estética anestesiante para el imaginario popular. Matamala como un demócrata del grupo Turner. Julito Cesar en su afán carnavalesco manosea la marginalidad urbana de la revuelta derogante (2019) como un “ahora de la segmentación” (discontinuidad) -sin horizontes de integración social. Julito administra la simbolicidad de los oprimidos. Lejos de las tropelías de un partido político, el matinal capturó los lenguajes del progreso y fue capaz de ambientar la estridencia del consumo, la codiciosa del acceso Piñerista, ofertando una semántica del reconocimiento para la glotonería de los grupos medios.

No es casual que cuando el padrón electoral comenzó a caer, a mediados de los 2000’, el formato televisivo mediatizaba malestares y consolidaba el control de la vida cotidiana. Y así quedaba consumada una coreografía hedonista que prometía estilos de vida, consoladores de boutique, objetos  psiquiátricos, aspiraciones gerenciales y accesos simbólicos, desplazando los lenguajes de la disidencia. Toda la épica se centraba en consumar la iconografía hedonista del emprendizaje. A poco andar, y con nuestra parroquia castigada ante la comunidad internacional, se agudizó el aislamiento y la vileza elitaria.

La frustración popular se extendió y eso fue revertido desde un incontrolable deseo de legitimidad que implicó transitar desde la FIFA a los paraísos galácticos (OCDE) exaltando de modo muy creativo el «milagro chileno» (PIB). La consigna fue erradicar la endogamia -la marginalidad pordiosera- y las elites (gente con dinero) en un movimiento populista apoyaron la masificación de los servicios. Y así, nuestra plebeyización, reflejada en el «Chile de Huachos» (40% de pobreza en 1989) debía migrar por la vía crediticia, moderando las «poblaciones callampas» y recreando inéditas formas de pipiolaje digital, segregación urbana e indigencia simbólica que hoy son la prueba de fuego para el pacto Apruebo/Dignidad.

En este contexto el matinal dejó de ser un programa marginal al estilo «Cocinando con Mónica», Jorge Rencoret o Pepe Guixé -los rostros autoritarios de los años 80’-como emblemas de un mundo gris y misógino. Y así transitamos hacia figuras de alta mediatización.

El matinal (pos)transitólogico, higienizador de antagonismos, como el dispositivo más flexible, fluido y eficiente para domesticar la vida cotidiana escenificando aquello que el coro transicional sentenció: la convivencia centrada en un historial de felaciones entre viejos militantes de izquierda, grupos de presión, conversos y guionistas del marketing, reyezuelos de la edición, políticos, civiles y funcionarios de la Dictadura, cincelando el fetiche del capitalismo alegre. Y cabe admitirlo: el territorio virtual del matinal estableció la perfomance de los consumos culturales. Contra todo pronóstico este formato ha logrado sobrevivir al viejo mundo que la revuelta (2019) vino a emplazar. En suma, aún funciona -aunque a menor escala- aquel formato que ayudó colonizar por más de dos décadas el sentido común, so pena de que fue radicalmente denunciado por el «movimiento octubrista» (2019).

Contra la ola negra que representó la revuelta se ha desplegado un nuevo rectorado visual que -pese al estallido- aún controla el relato medial, sobreviviendo a su propia destrucción, cuando el movimiento de calle condenó su régimen de desigualdades, clasismos e injusticias cognitivas. El matinal sobrevivió a su propia derogación el 2019. Un formato lleno de silogismos de orden y trampas visuales, capaz de tornar prevalente un orden semiótico de una eficiencia neutralizante para aquietar toda insurgencia o imaginación política. Más allá del aluvión de las redes sociales, comunicación memética y su combustible, la participación ciudadana fue desplazada por el raiting.

Lo popular fue sometido a una despopularización, lo social fue transado por lo estadístico. La gobernanza cedió a una economía mediática y pacificadora de los antagonismos. Por su parte los grupos medios henchidos en la vulgaridad consumista el 2011 decidieron marchar ante el estupor de la pobreza.   Todo esto es parte de la época de la nueva cultura digital que nos anuncia la llegada de la comunicación cibernética. Con todo, algunos críticos no interrogan la ferocidad de la época, e insisten en denunciar la tragedia imaginal del pacto Apruebo/dignidad. Quizá es la hora para que el nuevo progresismo pueda implementar una nueva política comunicacional y rompa el eterno luto de la comunicación oligaquizante.

Al Trizano 312, Temuco

Mauro Salazar J.
Mauro Salazar J.
Investigador del centro internacional de Estudios Frontera y Doctorado en Comunicación, UFRO/UACH.

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