Como han visto los constitucionalistas Gerken & Fishkin, el problema de la financiación de los partidos y de las contiendas electorales, no es un problema limitado a la publicidad, sino que se vuelve un problema porque fomenta nuevas “facciones en la sombra” (contribuyentes, asesores, y consultoras) que terminan por protagonizar la mediación entre el partido y sus intereses. Cuando esto sucede, los vínculos de la representación simplemente se decantan por ganancias opacas, mientras que la fracción del poder constituyente pasa a un segundo plano.
No es un hecho menor que la crisis política norteamericana se haya decantado por su eslabón más dinámico: la erosión del voto electoral. Como sabemos, a diferencia de la tradición republicana antigua que optaba por la elección por sorteo en lugar de la votación ciudadana, una de las innovaciones originales del republicanismo de los Founding Fathers de Filadelfia fue haber situado el sujeto de la soberanía no solo en el pueblo, sino también en la mediación del voto en un complejo sistema institucional. En realidad, esta es la sustancia del federalismo que fue capaz de generar un consentimiento pasivo de sus gobernados.
El voto y el sistema de colegios electorales, sin embargo, desde hace décadas viene generando una profunda desconfianza que ha desgastado la legitimidad de formas políticas como el partido, el estado, o el Congreso. Sin lugar a duda, este no es un proceso que ha iniciado Donald J. Trump, aunque sí lo ha conducido a su mayor punto de intensificación, pues ahora la movilización total se asume como la energía ilimitada de una minoría (la base trumpista, aunque pudiera cambiar de signo) que desborda los límites de la forma partido.
Desde la controvertida decisión de la Corte Suprema Citizens United vs. FEC (2010), en la cual se aprobó el uso ilimitado de financiación en campañas electorales, el sistema de partido se ha visto erosionado en lo más profundo de sus capacidades de representación. Como han visto los constitucionalistas Gerken & Fishkin, el problema de la financiación de los partidos y de las contiendas electorales, no es un problema limitado a la publicidad, sino que se vuelve un problema porque fomenta nuevas “facciones en la sombra” (contribuyentes, asesores, y consultoras) que terminan por protagonizar la mediación entre el partido y sus intereses. Cuando esto sucede, los vínculos de la representación simplemente se decantan por ganancias opacas, mientras que la fracción del poder constituyente pasa a un segundo plano.
En otras palabras, la crisis de la estructura del partido político norteamericano ha sido la condición de posibilidad del desborde de una movilización total que roza con la insurrección y que camina rumbo al abismo de la ilegalidad. Obviamente, toda política democrática tiene un polo de movilización, como lo ha demostrado la fuerza del We The People en sus distintos momentos.
Sin embargo, la movilización total desatada contra las mediaciones es de otra índole. Y cuando la caracterizamos de “total” queremos tematizar al menos dos rasgos: es total porque se eleva por encima de las formas políticas del orden concreto (instituciones, partidos, estado); y, porque, aunque permanezcan vinculadas a un líder hegemónico, el movimiento total tiende a desbordar la propia transferencia de la conducción. Como vio con lucidez Carl Schmitt en su ensayo “Estado-Movimiento-Pueblo” (1933) durante el periodo polémico, el movimiento se convierte en la mediación entre el partido y la “totalidad de la unidad política” contra el propio ordenamiento estatal.
Cuando esta conjugación entre movimiento-partido-liderazgo ha tenido lugar, la legalidad se ubica en un segundo plano, a pesar de que permanezca como “guardián” del orden concreto. De ahí que la actual discusión norteamericana sobre los límites del auto-perdón presidencial o de la efectividad del impeachment son secundarios si lo colocamos a la luz de la fuerza política de la movilización total, ya que un movimiento no puede perdonarse ni puede ser frenado mediante un impeachment. Esta es la dimensión del desborde político que el constitucionalismo tanto de derecha como de izquierda no pareciera estar en condiciones de responder de manera efectiva. Probablemente la noción de movimiento sea la zona indistinta entre la politización total pospartido y la caída de la legitimidad incapaz de renovar su autoridad institucional.
Cuando un constitucionalista como Noah Feldman (Harvard Law) sugiere que el artículo 14 de la Constitución norteamericana entiende por “insurrección” una guerra civil – y que, por lo tanto, el presidente Trump no podrá ser vetado de la oficina presidencial por la incitación a la rebeldía – pasa por alto la dimensión efectiva del movimiento trumpista en curso. Mientras que la insurrección depende de la intencionalidad y de una clara prescripción de la violencia política contra una autoridad (el gobierno de los Estados Unidos y el Congreso), el movimiento es una zona intermedia que se eleva desde el dogma y la “fe”, y no desde la razón deliberativa propia de una normatividad republicana.
La dimensión fideista del movimiento es un sobrevenido de las transformaciones comunitarias norteamericanas de los últimos cincuenta años en los ámbitos de la economía y de la moralidad del derecho. Como se ha recordado recientemente, hay que entender la nueva fase del conflicto social norteamericano a partir del pasaje de la división de poderes clásica del “E pluribus unum” a la “In God We Trust” del dinero, que ahora se sustenta mediante una liturgia que ordena el psiquismo singular.
No deja de ser curioso que los mismos Federalist Papers 43 y 44 abordaran la insurrección y el orden; seguido de la “confianza, el dinero, y la deuda”. Alexander Hamilton, quien también llegó a ser el fundador de la Banca Nacional y Primer Secretario del Tesoro, sabía que la forma compensatoria a un conflicto interno (la guerra civil) necesita de la “confianza” (trust) y de la fe en el dinero para poder estabilizar la interioridad comunitaria. En efecto, Hamilton escribía en el Federalist 43 contra la “pestilencia del dinero impreso”, ya que la “verdadera confianza se establece entre los hombres”. Pero Hamilton percibía que la fe era una mediación precaria y volátil.
Desde luego, en la modernidad fordista la banca y la universalidad de los modos de producción podían estabilizar esta confianza desde la omnes et singulatim concreta. Sin embargo, en la fase de aceleración neoliberal, solo la deuda se convierte en el mecanismo por el cual la relación intercomunitaria se plasma a condición de que sea el objeto impolítico de una fe crediticia. De este modo, ya no hay espacio para la confianza entre los hombres y las formas políticas intermedias. El agotamiento del consenso político ahora queda supeditado a la fuerza del valor.
De ahí que a mayor elevación de la fe en el dinero, mayor intensificación de compensaciones psíquicas promovidas por la deuda y la competencia de la valorización. En el “Federalist 44” se prohibía que los estados (state-rights) tuvieran el poder de regular la moneda, porque podía suscitar “daños interestatales”. En cambio, hoy pareciera que solo la valorización asumida desde la fe del crédito es la única forma de mantener la fragilidad de un cuerpo político que fragmenta la unidad. En este sentido, la movilización total norteamericana no debe entenderse bajo las viejas rúbricas ideológicas o políticas del pasado siglo; es una nueva liberación enérgica que vuelve a poner en escena la guerra civil tras el agotamiento de las mediaciones económicas y políticas que alguna vez estabilizaron el pluralismo de los intereses y de la comunidad, pero que ahora se muestran incapaces de cumplir su labor.