El argumento fundamental de por qué una ciudadanía activa es el mejor seguro democrático para un verdadero proceso constituyente, radica en que la voz de las instituciones, así como la voz de la calle son campos en disputa política. Luego, nadie puede estigmatizarlas, despreciarlas o anularlas como medios legítimos de conquista del poder, precisamente porque en ellas se juega la distribución del poder.
¿Por qué la participación activa de la ciudadanía es la mejor garantía democrática y pluralista de un genuino proceso constituyente? De entrada, es preciso responder a otras tres preguntas previas antes de profundizar en ésta.
La originalidad de nuestro proceso
Primero, ¿qué es una ciudadanía activa? Es un estado de deliberación permanente de los ciudadanos y ciudadanas en el debate sobre la nueva Constitución y sobre el contexto en que ésta se resuelve. Dicha acción se emprende a través de diversas formas de expresión de las ideas y necesidades de la gente. Como la primaria no institucionalizada, pero autorizada y organizada, habida el pasado domingo en la comuna de Santiago para nominar la candidatura a la alcaldía por los partidos Comunista y Liberal, la Asociación de Barrios y Zonas Patrimoniales y el Movimiento Dignidad Popular. Otras metodologías semejantes ensayadas hasta ahora han sido los cabildos ―de antigua data y hoy por hoy invocados por los candidatos a gobernadores―, las reuniones y manifestaciones públicas, la recolección de firmas a favor de determinadas demandas, o, simplemente, la realización de conferencias e interacciones a través de las redes sociales, que son todos testimonios consuetudinarios de un Estado democrático, pluralista y racional de derecho.
Segundo, ¿por qué la necesidad de una ciudadanía activa en circunstancias que habrá convencionales elegidos con el solo propósito de deliberar acerca de la futura constitución? ¿No bastaría acaso con su desempeño para sentirnos confiados y tranquilos? La razón estriba en que una cosa no excluye a la otra. Los convencionales cumplen una función específica, en un lugar acotado y con una fecha de término; la ciudadanía, en cambio, ejerce sus derechos civiles y políticos de manera permanente y sin interdicciones. Y lo que es aún más crucial, la deliberación de la ciudadanía no es algo que se agote en la pura elección de representantes, sino que es una facultad que comprende el deber de participar en la formación de la ley, pues la democracia es un régimen de auto-institución, es decir, un orden social e históricamente construido por personas. Sería absurdo, por lo tanto, vedar la opinión, la reunión y el desplazamiento de la gente, porque ya existen unos órganos que, como la Convención Constitucional, están cumpliendo la función de debatir sobre un texto que nos comprometerá a todos.
Tercero, ¿por qué hoy más que en ningún otro momento es necesaria una ciudadanía activa? El motivo de esta urgencia salta a la vista cada día que pasa, con cada episodio, en cada dato estadístico, cada sondeo de opinión, cada decisión del Gobierno. El país no vive un periodo de normalidad política, sino uno de inestabilidad y de pérdida irredimible de gobernabilidad. Persiste un recién renovado estado de excepción constitucional, el toque de queda y el control sanitario de la población, a instancias de una gestión pública que, al mismo tiempo que incentiva el contagio, desespera por el relajamiento de la disciplina de la población, la falta de camas para hospitalización y, por cierto, de vacunas. Se anuncia una nueva ola de la covid-19, pero los estímulos para el rebrote provienen del propio Ejecutivo.
Toda la región Metropolitana regresa a la cuarentena, mientras miles de comerciantes de ferias navideñas quedan a merced del desempleo y la pérdida de ingresos. No obstante, los alejamientos del cargo del ministro del Interior y del general director de Carabineros, lo que prometía un progreso cualitativo en el trato hacia la gente, los excesos policiales continúan lesionando derechos y libertades de las personas, mientras miles de causas judiciales van quedando congeladas y abandonadas al olvido, sin justicia y sin reparación a las víctimas.
Una democracia, dos campos de fuerzas
Despejadas estas interrogantes, el argumento fundamental de por qué una ciudadanía activa es el mejor seguro democrático para un verdadero proceso constituyente, radica en que la voz de las instituciones, así como la voz de la calle son campos en disputa política. Luego, nadie puede estigmatizarlas, despreciarlas o anularlas como medios legítimos de conquista del poder, precisamente porque en ellas se juega la distribución del poder. Quien no tiene representación en las instituciones de la democracia representativa, no tiene decisión sobre el curso futuro de esas instituciones, partiendo por la Constitución. Y, viceversa, quien no tiene presencia en los territorios, en las organizaciones sociales, en los espacios y redes públicas, donde se confrontan las motivaciones de la acción política, no tiene influencia sobre el comportamiento del movimiento social y, en consecuencia, tampoco sobre la legitimación del proceso constituyente.
Es tan ineficiente abandonar la lucha en las instituciones formales para librarla en el campo social, como recogerse de este último para incursionar en la esfera de las asambleas deliberantes. En el actual trance histórico abierto el 18 de octubre del 2019, ambas luchas de reconocimiento son simultáneas y complementarias. Los lobistas de las AFPs, de los patrimonios privados sobre el agua, de las transnacionales mineras, de las corporaciones agroindustriales, de las inmobiliarias, o de las concesionarias, no cesarán de defender y representar sus intereses ante la Convención Constitucional, por otras vías e instrumentos, claro, distintos de la protesta social. Es probable que —como ha sido costumbre durante décadas— ya hayan confeccionado la nómina del vicariato a cargo de bregar por la defensa de sus modelos de negocios.
Pero, entonces, ¿por qué habrían de resignar sus luchas los pueblos originarios, las mujeres, los jóvenes, los consumidores, los pensionados, los activistas de derechos humanos? ¿Por qué habrían de renunciar a sus prerrogativas aquellos millones de hombres y mujeres que comprobaron, e incorporaron a la memoria colectiva, que la protesta social pudo descerrajar las trabas constitucionales, generar el acuerdo transversal del 15 de noviembre del 2019 a favor de un nuevo estatuto y, finalmente, dar origen a la mayor movilización electoral de la historia nacional, como fue la del 25 de octubre de este año? ¿Por qué habrían de arrancar de sus recuerdos que el cese de la presión social durante los meses más duros de la pandemia, solo permitió más abusos de la administración, más impunidad policial y más restricción de derechos civiles y políticos?
La única simetría política que permite controlar y poner a raya a la violencia estética de pequeño grupo que instrumentaliza a los movimientos sociales, y la única que permite limitar y someter a protocolo a la violencia policial, es la práctica, funcional y simultánea, de la democracia de las instituciones y la democracia de los territorios, en la original experiencia constituyente que se está desenvolviendo en Chile. Por consiguiente, debería desecharse aquel dualismo según el cual lo que ocurre en las calles y plazas es subversión del orden, como aquello que ocurre en el parlamento y en la convención es política de salón. Deberían ser vistos como campos de fuerza donde se resuelve el diálogo y el conflicto político y social.