Los chilenos son unos hijos de puta, fueron aliados de los ingleses en la Guerra de Malvinas.
Sigo escuchando esa frase en Argentina. La repiten personas queridas e inteligentes. Hoy pienso en cómo se divide a los pueblos y en cuánta de esa buena gente, aquí en Chile, votó por el Rechazo: mucha.
Mis padres escuchaban a Violeta, Víctor, Silvio; algo me llegó de aquel Chile de la épica y la resistencia. Con los años los libros y las películas me acercaron más a este país. Pero así y todo, antes que Chile, prefería conocer cualquier otro país de Latinoamérica. No me atraía para nada ese Jaguar desigual donde el neoliberalismo había triunfado.
Pero un día mi trabajo de periodista me trajo hasta aquí -en realidad a Gulumapu, a La Araucanía-, y desde entonces, hace cuatro años, viajo cada vez que puedo. En auto, en bus, en avión, más de 20 veces crucé la cordillera.
Por qué vas tanto a Chile, me preguntan.
El viernes a la mañana tenía pasaje a Santiago. Fue la primera vez que dudé en viajar. La noche anterior le habían gatillado a centímetros de la cabeza a la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Millones estábamos en shock, y ese viernes se esperaba una masiva marcha de repudio a la violencia política.
Pocas veces -ahora no recuerdo ninguna- alguien en Chile me habló bien de Cristina. O me preguntó. Casi todos dan por sentado que es una política corrupta. No importa que aún no haya sido condenada; tampoco que fue elegida dos veces Presidenta y hoy mantiene un fuerte apoyo popular. “Esa Cristina se robó todo”. La influencia de los medios hegemónicos y de (no solo) la derecha en mi país.
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Al lado, en el avión, viajaba otro argentino, ingeniero, durante 30 años cruzó la cordillera porque armó una sociedad comercial. Me dijo:
– Chile venía creciendo y haciendo las cosas bien hace muchos años. Pero ahora, si llegan a votar el Apruebo, van a dar un paso hacia el precipicio.
Estos días en Santiago, hablando con mucha gente en las calles, me sorprendió escuchar que “la nueva Constitución era para favorecer a los comunistas”. O a los mapuches. También escuché que si ganaba el Apruebo se le quitaría la casa a la gente y sería muy perjudicial en cuanto a salud y educación.
Algo de ese Chile consciente del estallido se había esfumado, se iba perdiendo. Los ojos ya no se cerraban a balazos. Expertos en comunicación y redes sociales magnificaron hasta el cansancio cada error o escándalo de la Constituyente (que los tuvo) y que sirvieron para alimentar un sentido común chileno y conservador. Hubo muchas mentiras en redes y medios. Mientras políticamente forzaron la ampliación del padrón electoral con el voto obligatorio (una de las claves), también manipularon mensajes y discursos a través de los medios de comunicación. “Pon algo de eso en tu artículo, por favor”, me pide una amiga que me recuerda que hasta congresistas de Estados Unidos advirtieron sobre la “campaña de desinformación” y las fake news.
También el discurso anti mapuche y racista se hizo más frecuente en políticos y periodistas. Algo similar ocurre en Argentina. ¿Cuándo estas repúblicas bicentenearias reconocerán oficialmente el genocidio a un pueblo preexistente, la ocupación de su territorio?

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Cada viaje era confirmar que en Chile todo estaba en movimiento: la juventud, el feminismo, el pueblo mapuche, el estallido que contagió a otros sectores. Una política desde abajo crecía, ponía en jaque al poder. Se organizaban resistencias colectivas en las calles y en los territorios. Con valentía, con alegría, con contradicciones. También con rabia, por supuesto. Las conversaciones eran muchas y cada quien tenía su lugar. Del otro lado venían balas, torturas, cárcel, amenazas. Pero ni quinientos ojos menos ni quinientos años de historia frenaban a este pueblo, un pueblo que es y no es Chile, que es y no es Gulumapu, un pueblo que parece ser otra cosa, algo amorfo que aún no existe, que puja por salir, que grita de dolor e impotencia, pero también canta y baila mientras tira piedras y estudia, se autogestiona, propone, es creativo, se toma tiempo para los detalles, para compartir un mate o una oncecita, para construir, quizás como nunca antes -sin un guía político, sin una figura, sin hombres encabezando- un futuro. Un futuro digno que no existía y que de pronto se hizo posible.
Estaba ahí nomás, el sistema crujía. La transición más larga del mundo llegaba a su fin, de una vez por todas se enterraba el espíritu de Pinochet.
Pero el domingo Chile despertó de esa primavera. La bota continúa filosa y bien lustrada sobre la cabeza de todas las chilenas y chilenos.

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Empecé a conocer Chile por la parte menos chilena. Una tarde de noviembre de 2018, junto al fotógrafo Pablo Piovano, llegamos a Ercilla, en La Araucanía. Una pareja nos esperó junto a la Ruta 5. Conversamos un instante. Nos dieron una wenufoye, una bandera mapuche para que la pusiéramos enganchada en la ventanilla del auto, a la vista. Y nos dijeron que no andáramos solos, que en esa zona no eran bienvenidos los periodistas: solían sapear o mentir. Nos guiaron, por caminos de tierra -cada tanto se veían eucaliptos talados que cortaban el paso-, hasta el eluwun (el funeral) de Camilo Catrillanca.
Me averguenzo hoy del pensamiento winka de ese día, pero fue así: al ver a miles de personas con sus macunes y trariloncos, cientos y cientos de familias mapuche, decenas de machis y lonkos con sus ropas de ceremonias, weichafes con pasamontañas y a caballo por todos lados, sentí que había entrado en otro tiempo, que había traspasado una puerta que me llevó al pasado.
¿Dónde estaba toda esta gente, cómo puede ser que siendo periodista, e incluso interesado en el tema desde hacía un tiempo, yo no tenía dimensión de la masividad y del poder de organización de este pueblo?
Misma pregunta se hicieron miles de chilenas y chilenos durante las manifestaciones espontáneas de octubre, un año después.
-Yo pensaba que vivía en un país de mierda, en una sociedad que bajaba la cabeza y no se quejaba. ¿Dónde estaba toda esta gente?
Decían, con palabras similares, muchas personas en las calles de Santiago, cuando alrededor se daban las escenas más inverosímiles:
Jóvenes y no tanto cantaban, rayaban paredes, tiraban piedras, lloraban, ofrecían aguita con bicarbonato, corrían, se caían, bailaban, puteaban, levantaban a una persona caída, escapaban de las garras de la policía, se besaban, gritaban paco culiao, organizaban brigadas de salud, ollas populares, se pintaban el cuerpo, andaban sin remera, llegaban en bicicletas, a pie, en Metro, saltaban torniquetes, portaban una wenufoye, una guitarra, ofrecían limones, fanzines, piedras, arrancaban semáforos, intentaban ponerlos en las ruedas de los blindados, eran llevados de los pelos, recibían lumazos, un balazo en una pierna, en un brazo, perdían un ojo. O los dos. O la vida.

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Hoy me duele escuchar ¿y todo para qué? En estos años conocí a mucha gente hermosa, valiente, honesta, solidaria. Muchas de esas personas son mi familia. Aprendí en las calles de Santiago y en las comunidades mapuche del sur que es posible otro mundo. Que nos podemos cuidar, acompañar y que el poder no siempre se impone. Que valen la pena la solidaridad y la dignidad. La memoria y la verdad. Que el miedo, ese que ahora volvió con toda su fuerza, quizás no se pueda evitar, pero es más fácil afrontarlo con otros al lado.
Mientras termino esta crónica se escuchan sirenas. El martes al mediodía hubo incidentes con estudiantes en La Moneda, la estación de Metro fue cerrada. Me bajé una antes, en Universidad de Chile, y caminé por Alameda. Puertas adentro del Palacio de Gobierno, el Presidente Boric daba otra muestra de debilidad al modificar su gabinete. Puertas afuera, Carabineros cortaba la principal avenida del país. No dejaban pasar a nadie. La credencial de periodista tampoco sirvió. Del otro lado del vallado, a unos cincuenta metros, se veían las espaldas de los blindados, los chorros de los guanacos y miles de piernas adolescentes corriendo. Esas piernas corrían para atrás. Pero unos metros después frenaban. Y avanzaban todas juntas. Con gritos y lienzos. También con piedras. Cuerpos adolescentes enfrentando a bestias blindadas. Algunos fueron detenidos, con violencia; una niña fue arrastrada varios metros por dos efectivos que la golpearon.
-A nuestros papás les quitaron todo, a nuestros abuelos también. Como ellos, muchos están cagados. Por miedo votaron por el Rechazo. Nosotros no tenemos miedo. Nos sacan la chucha pero tenemos más bronca que miedo. Y vamos a luchar para que esta hueá cambie.
Por protección, una niña de 16 años pide que no ponga su nombre en el artículo. Dice:
– Los que empezamos todo esto fuimos nosotros. Luchamos mucho por una Constitución necesaria, pero no nos dejaron votar. Estamos decepcionados con esta sociedad que no pensó en el bien común. Las vidas que se perdieron, los heridos. Y ahora vendrá más violencia, porque la derecha tiene un apoyo del 60 por ciento para perseguirnos. Pero nosotros no vamos a parar.
Los ricos son dueños de los medios y por lo tanto de la narrativa. Son principalmente a ellos a quienes culpo por todas las noticias falsas y la caída de la aprobación. A las personas no se les enseñan habilidades de pensamiento crítico y, por lo tanto, los falsos profetas las influencian fácilmente. Hasta que estos falsos profetas sean condenados y nosotros, que no pertenecen a la élite, responsabilicemos a los medios y a esos actores por sus palabras falsas, nosotros, como la mayoría del mundo, no sobreviviremos en sus manos. Chile, defiende la verdad, la libertad de expresión, la igualdad y la dignidad de todos nuestros pueblos! Porque estas son algunas de las únicas formas en que podemos tomar el control de los Oligarcas y ponerlos en nuestras manos, donde pertenecen.