Viernes, Abril 19, 2024

Adelanto del libro ‘Náusea: Crónica de una Zona de Sacrificio’ de Esteban David Contardo: Capítulo 1

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Foto: Twitter La Pollera Ediciones

1. La nube, la escuela y las chimeneas

Inmensas praderas se formaban en cada una de las arcadas,

las nubes rompiendo el cielo

y los cerros acercándose.

Canto a su amor desaparecido, Raúl Zurita

Todo está cubierto de ceniza industrial, las hojas de los árboles, los techos, los corredores. La Escuela de La Greda está desmantelada, de las puertas y ventanas solo quedan sus umbrales. Parado en el centro del patio, las primeras chimeneas del complejo industrial parecieran salir del techo de la escuela. Rojo, blanco, rojo, blanco, rojo, blanco, rojo, como si las pintaran para marcar el ritmo de vida de los pobladores, de los profesores, de los niños al tirarse por el resbalín o al jugar con una margarita: un día sí, al otro no, un día sí, al otro no, un día sí, al otro no.

En el piso de cerámica de una de las salas, el hollín solo es removido por huellas de quiltros que llegan a husmear o cobijarse. En una de las paredes de color amarillo está impregnada la silueta que dejó una pizarra; un rectángulo rosado sin tanta mugre pintado en otra época, indemne al paso del tiempo de una escuela construida en el año mil novecientos. Camino por el interior e imagino los bancos y los niños leyendo silenciosamente. Repaso en mi mente el relato de Claudia sobre lo ocurrido ese 23 de marzo de 2011: el primer alumno del cuarto básico que se levantó de su asiento y caminó hacia el escritorio de la profesora ubicado a un costado de la pizarra. Del rollo sacó un trozo de papel, se limpió la nariz y se volvió a sentar para continuar con la lectura silenciosa. Un compañero repitió los movimientos y luego otro, y otro. Claudia se extrañó por esta marcha, caminó por los bancos —de los que no queda ninguno— y miró detenidamente a cada uno de los niños y niñas: muchos acercaban el rostro a la manga de la cotona para secarse la nariz. Estaban inquietos, se movían incómodos en sus asientos. 

Cuando regresó a su escritorio, la profesora miró con extrañeza a través de la ventana y observó que descendía una niebla que cubría los techos de la escuela. Las salas de enfrente —que están a menos de quince metros de distancia— fueron las primeras en desaparecer, luego los árboles y los cardenales fucsias que están a un costado del corredor, hasta que solo se divisaron los pilares de madera. Claudia reconoció el sabor metálico —se había criado con él—, pero ese día fue distinto. Al regresar la mirada confirmó su peor temor y observó que de la boca de uno de sus alumnos salía un vómito compulsivo. Probablemente, algunos compañeros hicieron muecas de asco para molestar, pero otros, afligidos, le dijeron que sentían un dolor punzante en el estómago. Mareos. Náuseas.

 Después de ayudar a sus alumnos, Claudia salió de la sala y corrió hacia la oficina del director. Agitada, se apoyó en el umbral de la puerta y dijo lo que estaba pasando. El director le ordenó que pasara solicitando el cierre de puertas y ventanas para evitar el ingreso de la nube, pero cuando Claudia recorrió la escuela se encontró con alumnos y profesores ya desmayados. 

De regreso a su sala, Claudia se enteró que a sus niños les picaban los ojos y la garganta y les escurría la nariz; a otros, el vómito les salía con fuerza y unos cuantos se desmayaban. Mientras las secretarias, inspectoras y docentes llamaban por teléfono a los apoderados, a la puerta de la escuela llegó una ambulancia y, enseguida, la autoridad comunal y funcionarios de la Seremi de Salud con sus chaquetas azules. La mayoría de los profesores y alumnos afectados fueron derivados al Centro de Salud Familiar de Ventanas, donde Claudia, aún pendiente de los niños y sus apoderados, llegó para hacer una lista de los afectados. Al terminar de escribir cada uno de los nombres, las piernas de la profesora flaquearon hasta desplomarse. 

En el pabellón más cercano a la puerta principal se encontraba la oficina del director, la sala de profesores y la de fonoaudiología, todo reducido a un espacio muy pequeño que, en su centro, tenía también un módulo de madera para la radio escolar. Una vez dentro encuentro todo roído. La ceniza industrial se mezcla con la ceniza de los dos incendios que hace algunos años afectaron al sector. El techo de una de las oficinas tiene el agujero que hacen los bomberos para expulsar el calor y el humo; a través de él, se ven algunos árboles con sus ramas quemadas y de las que caen gotas del rocío matutino. En la sala contigua cuelgan algunos adornos de navidad, pinos hechos de cartulina que se mecen por el viento que entra por el hueco que alguna vez hizo de ventana. Las paredes tienen extensas manchas negras por efecto el hollín y el agua; sobre ellas, hay grafitis de colores y textos de adolescentes declarándose o prometiéndose amor. De todos, hay uno que guarda una particularidad sombría. Apoyada en un rincón, en una tabla carcomida por el fuego y la humedad —y que posiblemente hizo de diario mural—, alguien escribió detenidamente con lápiz grafito: “Este es el verdadero colegio de La Greda”.

Vuelvo hacia el patio, hasta la explanada de concreto que se utilizaba como multicancha y me siento en una de las gradas de tres peldaños que están a los costados. Veo que la carretera está a unos cinco metros por sobre la superficie de la escuela y observo pasar camiones con residuos, vehículos, micros y colectivos a gran velocidad. Desde aquí, también, puede verse parte de la termoeléctrica de Aes Gener, la división Campiche, la cuarta central termoeléctrica que instaló esa empresa en el lugar y la última construida en el Parque Industrial. 

Las operaciones comenzaron en 2013 y no sin un intenso lobby por parte de la embajada de Estados Unidos y el apoyo del entonces gobierno de la presidenta Michelle Bachelet. Cuando llevaban casi un cincuenta por ciento de avance, la Corte Suprema ordenó detener la construcción del proyecto acogiendo un recurso de protección contra su aprobación ambiental: el suelo donde se emplazaba estaba destinado a áreas verdes. Sin embargo, mediante un sinnúmero de reuniones diplomáticas y cartas —que años más tarde serían filtradas por Wikileaks—, las partes involucradas realizaron gestiones para revertir la situación que terminaría en el Decreto Supremo N°68: se modificaba, así, la norma respecto al uso de suelo de actividades productivas y quedaba sin efecto la resolución de la Corte Suprema.

Con mi teléfono mido la distancia entre la escuela y la termoeléctrica: se encuentran a menos de seiscientos metros entre ellas y pienso que, a pesar de estar tan cerca, a pesar de ver la pintura roja y blanca elevándose hacia el cielo, esa termoeléctrica no fue la responsable de la intoxicación ni tampoco las otras termoeléctricas del Parque Industrial. En realidad, fue la Fundición y Refinería de Cobre de Codelco —la de la gran chimenea que aparece de vez en cuando en los titulares noticiosos— que, por una falla en su planta de ácido sulfúrico, liberó una nube con contaminantes al exterior que dejó a cuarenta y dos personas afectadas: treinta y tres menores y nueve adultos. 

—En ese entonces —dijo Claudia—, yo arrojaba 38 microgramos de arsénico y 1.8 microgramos de plomo. Yo fui una de las más altas junto con mi colega Gladis González, y el director Víctor Cisternas. Él sacó 40 microgramos de arsénico y ni siquiera vive acá en la zona, vive en Viña del Mar. Pero había niños que tenían su piel manchada, tenían incrustaciones, sarpullidos, y esos niños fueron con nosotros a los exámenes, con los que sacamos más altos microgramos de arsénico. A nosotros nos compararon con una norma europea de donde realmente hay gente que trabaja en minas, y dijeron que nosotros estábamos bajo el rango de lo permitido. Nos llevaron al Servicio Médico Legal en Valparaíso. Allí nos hicieron llenar un formulario y, supuestamente, nos iban a derivar a médicos profesionales especialistas. Y hasta ahí quedamos. Nunca se hizo un seguimiento.

A Claudia, al igual que a Gladis y Paula Clavería, la llamé desde Santiago en junio de 2020, mes en que la pandemia alcanzaba su primer peak de contagios y se hacía imposible alguna reunión. Ella vive en Ventanas, población colindante a La Greda. Actualmente trabaja como jefa de la Unidad Técnica Pedagógica en la escuela. Su voz era delgada, las palabras le salían pausadas. Desde agosto de 2019, Claudia se encuentra con licencia médica producto de un cáncer pulmonar. 

—Primero fue un cáncer que se dio en la parte de los tabiques nasales —dijo—. Bajó a la yugular y actualmente está en un pulmón, la quimioterapia que me están haciendo ahora es de cáncer al pulmón. Mi madre murió de cáncer al estómago. Acá en la zona hay muchos fallecimientos por cáncer. Nunca se ha comprobado realmente si la causa es por el arsénico que tenemos en nuestro cuerpo. Yo no sé si el cáncer que tengo ahora sea parte del costo de eso, de vivir acá, en una zona de sacrificio.

A los meses de nacer Claudia, su padre, José Luis Tapia, consiguió trabajo para construir la planta en ENAMI, actual Codelco. A raíz de ello se mudaron a Ventanas que, en ese entonces, no eran más que terrenos baldíos esperando a que llegaran los trabajadores a construir casas con sus propias manos. Él trabajó treinta y seis  años en la empresa, es uno de los pocos sobrevivientes del grupo de funcionarios de aquella época: la mayoría fallecieron producto de infartos cardíacos, cáncer al estómago o a los pulmones. 

Claudia recordó que en ese tiempo los trabajadores ni siquiera tenían los equipos de protección personal que debían tener para trabajar: José Luis trabajaba con un overol, sus bototos, un casco, y un paño harinero que era el que suplía la mascarilla. 

—Para mí es una bendición que él cumpla ochenta y dos años y todavía esté vivo, porque ha tenido compañeros que los han abierto. Y me refiero a los casos que exhumaron, a “los hombres verdes”. Hemos tenido vecinos que los abrieron y los cerraron porque estaban verdes. Él también pertenece a esa asociación de exfuncionarios. Yo me crié con el sustento que mi papá traía de allá, lo que soy es gracias a los treinta y seis años en los que mi papá trabajó; entonces, para una todo esto tiene un doble sentido, un doble pensar: esto nos está matando, pero también nos da la posibilidad de vivir.

Después del primer evento, el 24 de noviembre del mismo año, una nueva intoxicación se produjo en la Escuela de La Greda, y con ello el Ministerio de Salud la clausuró indefinidamente. Ese día Claudia estaba ensayando en la multicancha junto a su curso para la revista de gimnasia y a eso de las diez de la mañana volvió a sentir el sabor metálico en su boca. A diferencia de la primera vez, supo rápidamente de lo que se trataba y avisó al resto del colegio lo que estaba sucediendo.

—Ya era algo instantáneo en los niños, el que empiecen a convulsionar y a presentar el resto de los síntomas. Recuerdo que en ese tiempo, a nivel de colegas, nos catalogaron muy mal. De otros colegios pensaron que todo esto había sido un invento… Por eso, va a sonar un poco sarcástico y feo lo que te voy a decir, pero cuando pasó en Quintero di gracias a Dios. Yo creo que ahí recién se dieron cuenta de la dimensión de lo que nosotros habíamos vivido ese día, que yo creo que ni siquiera fue una cuarta parte de lo que vivimos nosotros.

Camino por la escuela, e imagino a los niños tapándose la boca con las manos para evitar respirar el aire tóxico. Llorando, sin entender lo que pasa, conmocionados al ver a sus compañeros cayéndose. Cuando entro a los baños y camarines me encuentro con el escenario más lúgubre. Algunos de los inodoros tienen restos de fecas y sus contornos están cubiertos de una ceniza por donde hay marcas de goteras que caen por los cielos falsos que se desploman a pedazos, al igual que las paredes de tabique en las que se ven las estructuras del interior. Advierto, en este sector, que hay un escrito junto a un dibujo que se repite por casi toda la escuela. 

—Se siente cuando hay viento —dice Gladis González Cortés—, se ve en las plantas, porque lo que tienen las plantas es carbón, las hojas de los árboles están negras de carbón. En un principio, yo hacía clases en las salas viejas que eran de madera, ahí no se notaba mucho porque la madera del piso era muy vieja. Pero cuando me cambiaron de sala, a la otra ala, me tocó una sala de las nuevas, de cemento, con piso de cerámica. Yo todos los días tenía que barrer. Cuando uno abría la puerta quedaba una línea en el piso, una línea negra, y yo hacía el aseo todos los días por cariño a mis niños. Y así pasó todo ese tiempo, uno tenía que barrer la sala antes de empezar las clases. Cuando limpiaron la escuela, sacaron toneladas yo creo, cientos de kilos de carbón de los entretechos. Era por eso que siempre había un olor tan malo, todas las personas que estuvimos en la escuela antigua, desde los más viejos hasta los que llegaron en 2011, respiramos partículas todos los días. 

Gladis González Cortés nació en Santiago. El año 2000, pensando en darle una mejor calidad de vida a sus hijos, se cambió a Chocota, población a tres kilómetros al norte de La Greda. Desde el 2007 trabaja en la escuela como profesora de enseñanza general básica. Lo primero que sintió el 23 de marzo fue un dolor de cabeza, luego náuseas, falta de aire, y su corazón latía tan rápido que sintió que se le iba a detener. Cuando llegó al consultorio le dieron medicamentos y le pusieron una vía intravenosa que le hizo efecto.

—Yo lamentablemente fui la que tuvo el nivel más alto de contaminantes, 40 mg de arsénico. Hay un colega, Ariel, que está con cáncer hepático. Bueno, Claudia también. Yo tengo cálculos en los riñones constantemente, esta es la tercera vez que tengo. En Santiago no tenía nada, no tenía nada. Aquí, toda la gente, mis vecinos se mueren de cáncer, gente mucho más joven que yo. De hecho, el año pasado, un vecino de cuarenta y dos años murió de cáncer. Tengo otro amigo que vive acá, también está con un cáncer a los riñones desde hace un montón de tiempo. Toda la gente muere de cáncer. Al final todos sabemos que vamos para allá. 

Durante el año y medio que tardó la construcción de una nueva estructura para la escuela en Campiche, a dos kilómetros de distancia, la institución continuó funcionando provisoriamente: toda la comunidad educativa pasó a tener las clases en contenedores. Para Gladis, después de la segunda intoxicación cambió todo. Les cerraron la escuela y se quedaron sin poder sacar nada, la sala quedó tal y como la dejaron, tuvieron que dejar todas sus cosas allí: se clausuró hasta nuevo aviso, el que finalmente fue para siempre. 

—Nunca volvimos, nuestras cosas quedaron ahí. Todo botado. Después se metieron a robar. Al día siguiente ya no teníamos escuela, no se podía entrar, de hecho, pasaron meses antes de que pudiéramos sacar los libros de clases. Ahora se convirtió en un lugar de delincuencia, de drogas, de destrucción, porque han roto todo, rompieron todo. Cuando la escuela ya estaba en malas condiciones hicieron incendios adentro, de a poco se fue perdiendo todo lo que teníamos construido. Hubo un tema emocional tremendo, en los niños, en los apoderados. A mí no me afectó mucho el cambio de escuela, porque yo venía viendo que ahí iba a suceder algo; aparte, la escuela estaba tan vieja. Uno entraba a la sala y todo el tiempo había un olor metálico. Vi cómo se afectaron mis alumnos y mis apoderados, vi cómo desapareció la identidad que sentía la gente de La Greda; de hecho, tenemos familias con tres o cuatro generaciones que han estudiado en la escuela, el cierre fue una destrucción de raíz, de pertenencia, que es lo que más ha costado recobrar. La gente iba y venía a buscar a sus niños y, de pronto, ese sector quedó desolado, se empezó a transformar. Los niños han ido cayendo en el tema de las drogas y, ahora, la gente parece zombi, gente que también estudió en La Greda, adultos. La desaparición de la escuela influyó en todos los problemas que existen.

En el fondo de la escuela, en la pandereta que colinda con un terreno en donde hay maquinaria pesada, a unos metros de lo que fue la cocina y el comedor, hay un pequeño cuarto de madera y ladrillo que se utilizaba para reciclar desechos. Hay un mural pintado, una cordillera con las cumbres nevadas por donde desciende un arroyo celeste en medio de praderas verdes y, en las paredes de los costados, desiertos en donde aparecen algunas flores rojas y amarillas bajo un cielo de nubes blancas. Por fuera, a un costado del cuarto de reciclaje, hay un techo de zinc sostenido por cerchas de madera, un huerto del que queda una tabla con las fechas de siembra:

Septiembre > Siembra directa: Betarraga – Melón – Sandía – Zapallo – Calabaza – Alcayota – Perejil – Pepino ensalada – Porotos verdes – Rabanito – Zapallo italiano – Acelga – Alcachofa. 

Octubre > Almácigos: Ají – Apio – Coliflor – Lechuga – Pimentón – Repollo. 

—Lo que más recuerdo era ese huerto —cuenta Paula Clavería—, cuando cultivamos hartas cosas. El colegio ahora lo ocupan para hacer actividades, está todo destruido, la misma gente de aquí se ha robado las cosas. Los más jóvenes se van a tomar justo atrás del colegio donde hay un árbol que tapa todo y no se ve para ningún lado, ni para la calle, ni por el lado de la entrada, ni por atrás. 

Paula Clavería tiene dieciocho años, vive en La Greda, a un par de cuadras de la escuela antigua. Alcanzó a estudiar en los containers y en la nueva escuela hasta que se graduó en octavo básico. En las movilizaciones posteriores a las intoxicaciones, Paula se encontraba embarazada; en su vientre, sus compañeros le escribieron “No más industrias”.

—Yo tuve a mi hija hospitalizada por los gases cuando tenía ocho meses. Un día hubo un olor muy fuerte. Me acuerdo de que iba al consultorio para llevarla a hacerse los exámenes que se hace por el asma y los médicos me dijeron que tenían que hospitalizarla. Estuvo hospitalizada catorce días y después me pidieron desde el mismo hospital si yo podía cambiarme de casa, irme a otro lugar donde no estuviera cerca de las empresas, porque a ella le hacía súper mal respirar esos aires. Pero nunca me cambié, y siempre que voy al hospital me dicen lo mismo: que ella sigue enfermándose por el lugar donde vivíamos. Todo lo que hizo que ella quedara hospitalizada fueron los olores que se sienten acá. Mi abuela siempre anda con dolores de cabeza y, bueno, los doctores le decían a mi mamá que debía irse de acá porque le afectaba más, porque ella respiraba ese aire malo. Ella tenía un cáncer, falleció.

El día de la primera intoxicación, Paula tenía nueve años y estaba en cuarto básico. Sus recuerdos son algo difusos, pero lo primero que recuerda es la preocupación de su profesora Claudia al acercarse a ellos, sus alumnos, y preguntar qué era lo que sentían. Recuerda los punzantes dolores de estómago y de cabeza y la picazón en los ojos; recuerda a sus compañeras desmayadas y a las que llegaron sin desayunar; recuerda el centro de salud, los exámenes y los paros.

En una de las paredes de una sala dibujaron dos chimeneas con rojo y blanco, y entre ellas, se lee: “Les quitaron tanto que luchamos por ellos”. Del piso recojo una pequeña bola de papel arrugado. Es el dibujo de una flor amarilla, como un tulipán en flor, flotando en medio de la nada, esperando a ser recogido.  

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