La imagen del ministro Mañalich hoy bordea el patetismo. Su voz aparece como desautorizada, y sus seguridades no se amparan en ningún criterio de realidad. El jefe de salud chilena debe ser una persona en extremo respetable, pues es el encargado de poner orden en un estado de emergencia sanitaria. Pero lo que tenemos es a un personaje coronado como el emblema de lo errático, dando pie a una virtual caricatura, más cercana al contenido de memes y videos graciosos que al de un líder en tiempos adversos. Y este es un camino que él mismo se encargó de construir con actitud deliberada que lo alejó de la conversación democrática y respetuosa y lo acercó a la figura de una especie de patrón porfiado, llevado a sus ideas por sobre el sentido común, negado a opiniones externas, siempre forzado a tomar decisiones drásticas cuando la realidad grosera ya estaba tocando su puerta.
Con el ministro Mañalich ha pasado algo extraño. De una soberbia bruta, que se burlaba de quienes pedían cuarentena -porque eso según él no se estaba haciendo en ninguna parte del mundo-, ha pasado a una honestidad bruta, que reconoce como ministro de Estado que no conocía la realidad del país, la pobreza y el hacinamiento que no estaba en su cabeza y que ahora -según él mismo- sería la responsable del fracaso de su gran plan que nos tendría como un país líder en el mundo. Es la pobreza y el hacinamiento el golpe de realidad que ha derrotado su preparación mejor que la italiana. Los pobres y los hacinados del sector poniente derrumbado el castillo de naipes de un país que se salvaría de la hecatombe. Un país de mentira con el que el Ministerio de Salud diseñó sus cuarentenas dinámicas, sus nuevas normalidades, su liderazgo moribundo.
La imagen del ministro Mañalich hoy bordea el patetismo. Su voz aparece como desautorizada, y sus seguridades no se amparan en ningún criterio de realidad. El jefe de salud chilena debe ser una persona en extremo respetable, pues es el encargado de poner orden en un estado de emergencia sanitaria. Pero lo que tenemos es a un personaje coronado como el emblema de lo errático, dando pie a una virtual caricatura, más cercana al contenido de memes y videos graciosos que al de un líder en tiempos adversos. Y este es un camino que él mismo se encargó de construir con actitud deliberada que lo alejó de la conversación democrática y respetuosa y lo acercó a la figura de una especie de patrón porfiado, llevado a sus ideas por sobre el sentido común, negado a opiniones externas, siempre forzado a tomar decisiones drásticas cuando la realidad grosera ya estaba tocando su puerta.
Es como que durante todos estos meses se haya presentado a hablar en La Moneda sólo para demostrarnos que él tiene el poder, que él habla de frente -como si aquello por sí solo fuera una virtud-, que todo está bajo su control, aunque día a día se haya ido alejando de lo que verdaderamente está ocurriendo en las profundidades del fundo, hasta quedarse solo, acudiendo a matinales para decir, en un arranque de patética honestidad, que existe “un sector de Santiago, donde hay un nivel de pobreza y hacinamiento, perdón que lo diga con esta… del cual yo no tenía conciencia de la magnitud que tenía. Esa es la verdad”.
Muchos podrán valorar la honestidad que está manifestando Mañalich, pero lo cierto es que a estas alturas su verdad aparece como una gravísima ofensa para todo un país sometido a sus ordenamientos ¿Merecemos seguir con Mañalich? nos preguntamos todos quienes vivimos en ese Santiago Poniente que Mañalich desconocía y que hoy describe como el mundo perdido de un libro de fantasía que no había llegado a sus manos; cuando la experiencia indica que este es su sexto año al mando del ministerio de Salud.
¿Merecemos seguir con Mañalich? se pregunta una señora de El Bosque, vecina de una de las poblaciones convertidas en guetos por los gobiernos de la dictadura y la Concertación, y que en dos meses escuchó al ministro decir que el sistema chileno resistiría, que las camas críticas alcanzarían, que no colapsaremos, que los ventiladores no serían problema; para luego encontrarse con ambulancias que se acumulan de a decenas afuera de los hospitales en una capital que encuentra camas cuando los muertos desocupan sus lechos.
¿Merecemos seguir con el que casi nos trató de estúpidos por pedir que los niños no fueran a clases, dos veces? ¿Merecemos seguir con quien hace sólo unos días volvió a hablar de nueva normalidad? ¿Merecemos a un ministro de salud que diseñó la política de enfrentamiento a la peor pandemia del siglo pensando que toda la nación vive como los acomodados del puñado de comunas del sector oriente? Hoy nos estamos muriendo de a cincuentenas, estudios pronostican que junto a Perú y Brasil seremos los más afectados en un par de meses, a juzgar por la curva de contagios que llevamos, la misma que el propio Mañalich se esforzaba en celebrar que estábamos aplanando. Vale la pena preguntarse si es necesario un cambio de jefe. Porque en política así se actúa cuando se manifiestan errores garrafales, con cambios. Y aquí no cuentan las amistades con el Presidente, ni el poder de quien reconoce el error, ese poder del que Mañalich se ha jactado tantas veces, como el más ordinario cabrón de la pandilla.
Hace sólo semanas, Mañalich decía que lo llamaban hasta el cansancio para felicitarlo por lo bien que lo estaba haciendo Chile, como respuesta a los cuestionamientos de los periodistas y el colegio médico.
Seguramente, hoy nadie lo llama para alabar sus casi cien mil contagiados. Ante esta triste realidad, otra vez el ministro traspasa la autocrítica a terceros: nada más que el pueblo de Chile. Un día, los culpables son la minoría de incautos que se juntan a hacer una fiesta. Otro día, la responsabilidad está en comunas completas, en la mitad de una ciudad que vive pobre y hacinada; realidad de la que él -acostumbrado a la Clínica Las Condes, y al sistema privado que se ha encargado de fortalecer como política pública- simplemente no tenía idea. Su confesión funciona como un lavado de manos; los culpables son los pobres, que viven hacinados y que salen a la calle para obtener sus monedas y alimentos. Pero también como un último recurso.
La culpa no es mía, es de todos. La culpa era previa, es del sistema. Y yo -desde un Chile de lujo, que es mi realidad- no tenía idea ¿Merecemos seguir con Mañalich? Lo cierto es que ya no somos Corea del Sur. Somos el santiago poniente, pobre y hacinado, respirando en las heridas de un ministro cuya imagen ha pasado del poder omnipresente a la patética atracción de un circo desmoronado.