Y cuando despertamos, el portaaviones seguía allí, en la rada de Valparaíso.
Si: ya sabemos que es una chatarra, y que la llevan remolcando a su destino final, que es el desguace en un puerto de Texas.
Su perfil de máquina imperial en desuso igualmente instala una inquietud en nuestras aguas. Un arma, incluso oxidada e inútil, conserva en su metal el espíritu de la confrontación, la antigua sangre derramada.
El portaaviones de paso por el viejo puerto se llamaba Kitty Hawk. Fue el último navío de su clase con propulsión convencional, es decir sin energía nuclear. Participó en acciones de combate en las guerras de Vietnam, Afganistán e Irak. Piensen en eso. La sangre derramada.
Pero hay más hechos en su historial. Despegue de aviones espías desde su cubierta. Disturbios raciales entre la tripulación. El choque con un submarino soviético. La filmación de la película “Top Gun” usando sus instalaciones.
Despertamos entonces otro día, y un auténtico buque fantasma flota en las aguas de Valparaíso. Trae el recuerdo de batallas reales y combates imaginarios. ¿Será que es necesario tener esas imágenes a la vista, justo ahora en que los medios nos proponen una guerra en cada minuto disponible?
No oculto mis temores. Cuando apareció el Kitty Hawk en el horizonte, sentí el espanto del conflicto como un espectro vuelto realidad. Claro, deberíamos sentir alivio: es sólo un desecho naval que está de visita por estos mares. Pero no puedo dejar de pensar que el portaaviones representa la sombra de un imperio que se niega a desaparecer. El recuerdo de sus guerras pasadas, no hace más que aumentar las siniestras resonancias de las batallas de hoy. Es un recordatorio, pero también es un aviso: nuestro Océano Pacífico es zona de disputa. Su inmensidad ya fue campo de batalla. Y puede volver a serlo. Los barcos fantasmas siempre darán miedo.