Para lograr audiencia hoy en día hay que agarrarse del murmullo, del del ruido balbuceante y de lo que se repite en las redes sociales, en las conversaciones familiares o entre amigos. Lo que se repite hasta el cansancio, claro está, no es necesariamente verdad, pero sí causa efectos emocionales, sensación de abuso o de presión en quienes se creen cada cosa de lo que dice ese ruido.
En algún momento esto lo entendió La Red al tratar de convertirse en algo así como un recipiente en el que toda la indignación, la rabia o la impostura del 18 de octubre pudiera contenerse. Su línea editorial se empapó de ese clima carnavalesco nacional en el que todos querían cambiar todo sin necesariamente cambiar nada. Estaban vueltos locos, bañados de un aire emancipador que no buscaba emancipar nada, sino defender identidades, particularidades, sensibilidades que si no habían sido vulneradas, hacían como si lo hubieran sido para así no perderse la fiesta en curso.
La idea era tomar todo lo que estuviera en los márgenes del discurso transicional. Todo lo que cuestionara la simulada “amistad cívica consensuada” de las tres décadas posdictatoriales. Al extremo incluso de darle un espacio a Checho Hirane y televisar sus delirios de Radio Agricultura.
Luego de haberse quedado pegado en eso y esperar que la sola idea de tener la razón los hiciera tener éxito, el canal terminó con problemas económicos graves por no tener una estrategia comercial más allá de la eterna espera de un “Chile justo”, sin saber muy bien en qué consistía eso tampoco.
Con el paso del tiempo, como sucede en toda crisis de la intensidad de la que aún vivimos, los ánimos cambian y las prioridades y molestias fluctúan. Como sabemos y se ha repetido hasta el cansancio, las seguridades que busca la ciudadanía han ido mutando. Y, por lo mismo, el tono también.
¿Qué pasó entonces? Apareció un programa por internet y por cable que tomó la posta de La Red, pero con otra lógica, con la necesidad de convertirse en una especie de intérprete de un nuevo malestar, que sería el de la inseguridad, el del enojo en contra del gobierno de Gabriel Boric y con lo que significó la Convención Constituyente.
Si bien este programa tuvo una versión más calmada en medio de las elecciones de convencionales, hace un año y tanto, y como una clara campaña por el Rechazo del texto constitucional pasado, se convirtió en una delirante guerra de escupitajos entre gente muy molesta no sólo con el progresismo (aunque haya quienes digan defenderlo en un panel de “izquierda”) sino también con ellos mismos, con sus vidas, con su rol en los medios tradicionales. Es cosa de ver al conductor y a algunos de sus panelistas, quienes parecen felices con su renacer televisivo.
Al igual que en el caso de La Red, quienes trabajan en Sin Filtros están convencidos de que tienen una misión. Creen fervientemente que cuestionan a lo establecido y que el poder los persigue por ser algo así como una bocanada de aire fresco en una prensa “censurada” según sus delirios. Tanto así que, de una manera muy inteligente, aprovecharon problemas de otra índole (al parecer con platas y auspiciadores) para alegar una supuesta censura de parte del gobierno en la que nunca profundizaron, sin dar detalles y siempre, de manera muy inteligente insisto, hablando someramente de lo que había sucedido.
¿El resultado? Pararon un par de semanas y volvieron fortalecidos, con más gente pendiente de su vuelta, con más seguidores y vestidos de superhéroes imaginarios en contra de un gobierno sin poder alguno. Brillante, ¿no? Aprendieron del fracaso de La Red porque, a diferencia de la directiva del canal durante los años “estallistas”, tienen metas cortas, puntuales, sin grandes ilusiones. Van al objetivo, que en este caso parece ser que se apruebe el nuevo texto constitucional escrito casi enteramente por el Partido Republicano, cueste lo que cueste.