Sebastián Piñera fue el único presidente democrático de la derecha en 60 años. Sin él, Chile Vamos habría estado mucho más tiempo sin llegar a La Moneda y tal vez la lógica transicional de una Concertación temerosa y una oposición poderosa habría durado más tiempo del que ya duró.
Hijo de un destacado personero de la Democracia Cristiana, Piñera habitaba dos mundos, el de su tradición familiar y el de los negocios, al que entró desde joven. A diferencia de su padre, que era funcionario público, él miraba el Estado de manera limitada, como un lugar carente de eficiencia y de gestión.
Si bien hablaba de historia y recordaba fechas como nadie, el expresidente no tenía sentido histórico. Para él el palacio de gobierno era un lugar de cuadros, de pasillos, de bustos presidenciales, pero no así de grandes trances históricos, y por eso, a pesar de estar siempre preparado para catástrofes naturales, nunca lo estuvo para las catástrofes políticas.
¿A qué se deberá? Tal vez a que miraba el ejercicio político con algo de desdén aunque haya hecho jugadas de pasillo durante su estadía en el Senado y para arrebatarle el liderazgo de su sector a Joaquín Lavín a comienzos del 2000.
Entendía cómo lograr triunfos cortos, pero no sabía construir a largo plazo. Le fascinaba la inmediatez de las soluciones, pero no comprendía la paciencia que se necesita para que duraran en el tiempo.
Tal vez esta sea la razón por la que el Estallido Social le pareció algo tan extraño, extranjero y casi extraterrestre. Las controversias sociales no entraban en su léxico; los antagonismos de estas controversias ni siquiera le parecían lejanos, porque los ignoraba. No existían problemas, sólo resultados, cifras, logros, planillas excel en las cuales anotar una a una las vallas superadas.
Por esto es que logró sacar a los mineros de la mina San José, pero no supo cómo articular a su sector y crear esa Concertación de derecha que siempre quiso construir.
Quizás también debido a su poca paciencia y poca capacidad para crear estructuras duraderas es que la derecha lo necesitara a él una y otra vez para ganar una elección y no pudiera dejar a un heredero político. Porque no le gustaba delegar.
No soportaba estar lejos. No le gustaba no estar. No podía mirarse desde la distancia. Por más que sus cercanos hayan intentado vestirlo de estadista, y hasta él quisiera incansablemente serlo, lo cierto es que le parecía aburrido. Por más que quisiera muchas veces parecerse a Ricardo Lagos, su incomprensión de la parsimonia de la ritualidad republicana se lo impidió.
La manera en que murió este martes 6 de febrero no se aleja mucho de la forma en que vivió, siempre tratando de ver todo, sin lograr realmente ver mucho; tratar de ir más rápido de lo que podía, sin lograr escapar a la fatalidad, como en octubre del 2019.