Tal vez no estoy descubriendo nada, pero es la primera vez que veo con atención los Premios Caleuche, ese acontecimiento en el que los actores chilenos premian a sus pares. Al hacerlo, me di cuenta de la noble intención de darle cierta impronta internacional al evento. Sin embargo, también entendí la diferencia entre intentarlo genuinamente y hacerlo de manera sobreactuada-extraño cuando hablamos de actores-, intentando ser lo que no se es.
Desde el monólogo de la conductora- o “host”, para ponerme a tono- del espectáculo, la actriz Javiera Contador, que hoy pretende ser comediante, hasta los malos textos que los presentadores de los premios trataban de interpretar “cómicamente”, todo provocaba en mí un gran sentimiento de vergüenza ajena que no me dejaba ver tranquilamente la premiación.
El lector dirá que el problema es mío por algo así como un odio a “lo chileno”; pero lo cierto es que no había odio, sino simplemente vergüenza por quienes querían no serlo, aunque dijeran que sí en cada una de sus intervenciones.
Tal vez lo más ridículo de la noche fue cuando la presidenta de Chile Actores, la actriz Esperanza Silva, vestida elegantemente, como si fuera a presentar un gran premio, comenzó a mostrar chilenidad a pesar suyo. De pronto, y con un acento muy pronunciado, Silva comenzó a quejarse de la evidente precariedad laboral de los actores chilenos, celebrando grandes acuerdos con empresas de streaming. Lo que quería ser un show elegante, terminó siendo un evento sindical; es decir, por más que intentaran ser lo que no son, terminaron siendo lo que, debido a las condiciones del arte en Chile, son.
Lo único que faltó es que dijera “apoyen al arte nacional”, como esas bandas de rock chileno que, debido a su nula calidad, cierran con esas consignas (o cerraban, ya que afortunadamente la música actual de nuestro país está repleta de personas que se gestionan solas y gozan de gran independencia) para tratar de que lo tocado pase al olvido.
Pero este no es el caso. Si hay algo bueno en la industria de las teleseries y las películas chilenas son los actores. El gran patrimonio, aparte de los poetas- si es que lo siguen siendo-, son los intérpretes. Y sucede precisamente porque derraman el sarcasmo de nuestras tierras y esa sana costumbre de no tomarse muy en serio a ellos mismos ni a los demás.
¿Dónde estaba eso? No lo vi en ninguna parte. Al contrario, vi gente ensimismada, demasiado empeñada en ocultar sus inseguridades jugando a ser otra cosa. Gente que buscaba ser más humilde de lo que es, y una que otra comediante intentando cumplir su sueño de hacer lo que ve en la televisión gringa. Un juego de impostura que, de nuevo, lo único que me provocaba era vergüenza ajena.
Pero no sólo eso. También aparecieron los artistas humanitarios. Personas como Catalina Saavedra, quien dijo que no podía bajarse del escenario sin acusar lo que sucedía en con el pueblo palestino de la mano del Estado de Israel, como si ella fuera la primera en decirlo; como que si no lo dijera ella, entonces todos estaríamos sin saber lo que pasaba allá, y claro, para también parecerse a esos actores gringos que dan sus mensajes de paz y amor cuando reciben galardones para así tratar de aplacar el sentimiento de culpa que sienten por pasearse por alfombras rojas.
Todo era una escenificación de lo que se ha visto por años en la televisión internacional. Y está bien, hay modelos a seguir en este tipo de eventos; pero lo divertido y hasta patético es que se hiciera con eso tan chileno que es la siutiquería, la que consiste en no otra cosa que negar el carácter nacional.
Insisto: vergüenza ajena tras vergüenza ajena.