viernes, septiembre 13, 2024

Lucha armada en el Walh Mapu

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En memoria de Juan Segundo Catril Neculqueo

Por la evidencia recogida en el lugar, el crimen de Juan Catril habría sido una emboscada planificada y ejecutada con alevosía, es decir, con cautela y sin riesgo para los victimarios. Los más de tres miembros de la banda habrían actuado sobre seguro, con la certeza de que nadie repelería el ataque, pues sus objetivos eran hombres inermes y el camino estaría desprovisto de controles policiales y militares, no obstante el Estado de Excepción constitucional que rige en la zona. El fiscal piensa que, por la cantidad y calidad de las armas y proyectiles empleados -escopetas calibre 12, pistolas calibre 9 y fusiles de guerra, calibre 1.62-, las consecuencias de la agresión podrían haber sido aún más graves. 

¿Qué se buscaba con la acción? Este no fue un ataque directo a las fuerzas de orden y seguridad, como los atentados que estaban sucediendo al mismo tiempo en otras áreas vecinas. Tampoco contra instalaciones, vehículos o maquinarias industriales. Por consiguiente, la ofensiva no buscaba desafiar abiertamente la razón de Estado, ni menguar las capacidades económicas de las forestales. Estaba selectivamente dirigida a civiles desarmados, para enviar una señal ejemplarizadora a la población local acerca de quién ejerce el verdadero dominio sobre el territorio, y de qué les podría suceder a aquellos, incluso de origen mapuche, huilliche o pehuenche, que colaborasen con Mininco. Pero la de los insurgentes no es una disputa puramente política y militar; es también una pugna económica por los recursos y bienes transables que permiten financiar y sostener material, y simbólicamente la organización. Por eso, su propósito es inhibir los pactos entre las comunidades locales y las industrias forestales. No quieren los acuerdos; quieren a Mininco.

Lejos de los superados conceptos de restablecimiento del orden público, de contención de la violencia social, del derecho al reconocimiento y a la identidad originaria de los pueblos, y del sistema de explotación de las tierras indígenas, lo que se configura en estas acciones generalizadas, sistemáticas y progresivas de violencia, que vulneran derechos fundamentales, y a cuya defensa el Estado de Chile está obligado, es una guerra de guerrillas verbal y fácticamente declarada. Frente a ella resultan insuficientes los recursos, medios, metodologías e instituciones encargadas de garantizar la seguridad de la población civil, como, asimismo, la integridad de los antagonistas del conflicto que tiene lugar en la macro zona sur.

Luego, la pregunta esencial que deja planteada la secuela de muertes que ha trazado esta conflagración, y que nadie puede eludir, se podría expresar de esta manera: si en aquellos territorios la unidad del Estado está en disputa, ¿por qué no se trata a los beligerantes como organizaciones armadas irregulares que desafían el monopolio de la violencia legítima del Estado democrático? ¿Por qué no se les reconoce el estatus que otorga la Convención de Ginebra con el fin de proteger a las víctimas, especialmente a las no beligerantes, de los excesos de la lucha? Su artículo 3, es explícito al señalar que “las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquier otra causa, serán, en todas las circunstancias, tratadas con humanidad, sin distinción alguna de índole desfavorable, basada en la raza, el color, la religión o la creencia, el sexo, el nacimiento o la fortuna, o cualquier otro criterio análogo”.

La guerra de guerrillas es un concepto bicentenario que ha experimentado cambios hermenéuticos propios de las mutuas influencias producidas entre el mundo social y el conocimiento generado por las ciencias sociales. De origen español, fue sin embargo aplicado al diseño estratégico de las luchas americanas de independencia. Así pues, el Diario de José Santos Vargas (1814-1825) se constituye en un registro histórico de gran valor, pues relata la cotidianeidad de estas tropas irregulares apoyadas por comunidades indígenas, dotadas de un sustrato ideológico con base en tradiciones y creencias ancestrales, con una organización política que gira en torno a un caudillo, y con una economía de guerra que hace de la producción y comercialización de la coca su fuente de ingresos.

A comienzos del siglo pasado Lenin actualizó la noción de lucha insurreccional a la luz de la teoría comunista de Marx y Engels. En La guerra de guerrillas, 1906, fijó los dos principios de la revolución: primero, que el marxismo no rechaza ninguna forma de lucha; y, segundo, que en diversas circunstancias económicas y políticas las luchas secundarias pasan a ser luchas principales, y viceversa. Todavía en la posmodernidad líquida, como nos recordaba Antonio Leal, unos marxistas consideran que la lucha principal es político-institucional, mientras que otros entienden que es insurreccional. 

Como fuere, el leninismo -lo mismo que el guevarismo- han creado una tradición aún latente en la cultura política de nuestra sociedad. Para Guevara, guerra de guerrillas y lucha de masas, aunque separables y distinguibles, no eran términos contradictorios. En 1963 escribió Guerra de guerrillas: un método donde reiteraba que “en nuestra situación americana, consideramos que tres aportaciones fundamentales hizo la Revolución Cubana a la mecánica de los movimientos revolucionarios en América; son ellas: Primero: las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército. Segundo: no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas. Tercero: en la América subdesarrollada, el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo”. 

Pero es hacia los años ochenta que la guerra de guerrillas ensayó su mayor mudanza a instancias de la globalización neoliberal, del derrumbe de los socialismos reales y de la universalización de los derechos humanos. La lucha político militar dejó de ser de posicionamiento territorial para constituirse en control social y político sobre personas, familias y comunidades. Los milicianos empezaron a operar en espacios controlados por el Estado, a participar en las instituciones políticas formales, y a mantener lazos con la judicatura, la policía, las fuerzas armadas, las organizaciones empresariales, los controladores de medios de comunicación, los representantes populares y el crimen organizado. Se confundieron en la vida de los barrios, urbanos o rurales, y cuando las operaciones militares lo demandaron, de vecinos comunes se convirtieron en combatientes camuflados y encapuchados. Las estructuras de mando, por necesidades de adaptación y seguridad, se articularon en unidades menores bajo la dirección de caudillos autoritarios, animados por la urgencia de la guerra y por las necesidades de autodefensa, que no por la construcción de una nueva institucionalidad, de un nuevo orden social, ni de unas nuevas relaciones comunitarias.

La lucha armada aquí es líquida, como la sociedad que la tolera. Con lazos efímeros, inestables, individualistas y orientados a la publicidad y el consumo. Menos ideologizada y menos romántica que las de Sandino y el Che. El principal adversario de la guerra de guerrillas contemporánea, de lo que deberían tomar nota los “policy makers”, es su propia organización: ¿Por qué los rebeldes dejan de luchar?

Las herramientas que tiene a su haber el Estado democrático de derecho para abordar la lucha armada que se libra en el sur y que amenaza con diseminarse hacia otras regiones del país, son poderosas y eficaces, pero deben ser movilizadas a la luz de una nueva concepción del conflicto y de sus actores. Una que permita al Estado operar en todos los frentes y de manera simultánea, prestando amparo a la población inerme, respetando los derechos civiles y políticos de los insurgentes, desplegando una acción de reinstitucionalización del aparato estatal, y, sobre todo, rompiendo la connivencia y la complicidad políticas con el porte de armas y el ejercicio de la violencia ilegítima.

26 de mayo de 2022.

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